Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El delito financiero

 

El Diario Vasco, 1960-01-31

 

      El Código Penal define de modo preciso y minucioso una gran variedad de figuras delictivas contrarias al derecho de propiedad.

      Tenemos el hurto, el robo, la estafa, la quiebra fraudulenta, la malversación de fondos, la usura, la defraudación, etcétera. La lengua castellana es riquísima en este dominio. El argot popular y picaresco abunda también en sugestivas expresiones relativas al latrocinio y no faltan en el lenguaje educado eufemismos para hablar de la misma cosa sin que nadie se ofenda. Así, se dice, por ejemplo, que alguien ha «detraído» ciertos fondos, que los ha «distraído», o que «se ha ensuciado un poco las manos».

      A pesar de ello, el repertorio de los penalistas resulta completamente insuficiente frente a la realidad contemporánea. Es indudable que hoy existen muchas maneras de robar que no tienen nombre ni cabida en el Código y que ni siquiera están definidas todavía en la mente de los juristas.

      La razón de ello es bien simple: todo cambia, todo progresa. Con el desarrollo de las complejísimas estructuras capitalistas han aparecido sutiles procesos, no punibles ni formalmente delictivos, que permiten realizar operaciones de desvalijamiento del prójimo en gran escala, y contra las cuales no cabe ya invocar la protección de las leyes.

      Puede afirmarse que el derecho penal se ha quedado en este aspecto muy anticuado. Como quiera que la propiedad, ella misma, ha evolucionado hacia formas anónimas y de manejo extremadamente complicado, por no decir misterioso, para el profano, los modos de atacar los bienes ajenos se ha modernizado también al propio tiempo y actualmente revisten formas que escapan por completo a la consideración de cualquier tribunal.

      Se puede condenar a un gitano pro robo de una gallinas o a una criada por hurto de unas pesetas, con agravante de abuso de confianza, pero no cabe entablar ningún género de proceso contra un poderoso financiero que, mediante una operación bien concebida, aprovechando, por ejemplo, cualquiera de esos movimientos de inflación o de deflación que tanto quehacer nos dan en el tiempo presente, y de los cuales el desdichado pueblo nada entiende, se alza con muchos millones distraídos o sustraídos —para el caso da lo mismo, no andemos en remilgos lingüísticos— a una multitud de miserables y de pobres gentes sin capacidad económica.

      Merecería la pena de que este problema fuese seriamente considerado por los poderes públicos y de que se llegara a la configuración de nuevos delitos contra la propiedad a los cuales podría denominarse genéricamente «delitos financieros», dotándose a los jueces y magistrados de los instrumentos legales necesarios para sancionarlos.

      Claro está que este trabajo podría llevarse a cabo mediante una estrecha colaboración entre expertos economistas y financieros, por una parte, buenos conocedores de los medios insondables de la especulación, y juristas de mente clara y espíritu esforzado, por otra.

      Quizás algún día llegue a emprenderse y con ello estamos seguros de que se habrá dado un gran paso hacia el tan deseado saneamiento de la vida económica y social.

 

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