Carlos Santamaría y su obra escrita

 

El ruido

 

El Diario Vasco, 1960-02-21

 

      Â«Estoy desesperado. Me busco a mí mismo y no me encuentro por ninguna parte» —dice un personaje de Shakespeare.

      Todos hemos pasado y pasamos continuamente por esta misma especie de desesperación. Experimentamos con frecuencia esta sensación de inautenticidad. El espantajo que se agita en mi «film» interminable y que ríe, habla, se mueve y corre de un lado para otro, ¿soy yo? ¿Qué hay de mí mismo en esta sucesión de gestos?

      Las impresiones se amontonan. La conciencia aparece cargada de objetos que se me imponen desde fuera y también desde dentro, contra mi propia voluntad.

      El recuerdo, la inquietud, el terror, el afecto, la preocupación, alternan en incesante machaqueo y me asaltan sin que pueda nunca dominarlos del todo. A menudo parece que se adueñan de la casi totalidad de mi interior península y mil alma tiene que replegarse a un pequeño Covadonga desde donde intenta seguir gobernándola.

      La urgencia del acontecimiento impone la pronta decisión. Mis actos pasados condicionan mi situación presente. Siento como una inercia que me impide ir donde quisiera, y, al mismo tiempo, una tremenda versatilidad modifica mi propio querer y, a veces, hasta me parece que ya no quiero nada, que no soy yo, que todo me da igual y que ni siquiera pretenderé ya querer nunca nada, como si de pronto me hallase envuelto en un girón de la niebla de la infinita indiferencia e invulnerabilidad.

      A fuerza de esquivar tantas algas pegajosas en este mar de los sargazos de la vida, uno llega a creerse el nadador autómata. Y, como en los sueños, se ve extraño, se observa con curiosidad como su propio doble, haciendo y diciendo cosas raras. Llego a preguntarme si ese ser que aparece en la pantalla de mi conciencia es alguien, si tiene realmente algo que ver conmigo, si no es un fantasma intocable, que a sí mismo se importa un comino.

      A medida que se vive, el ritmo de la vida se hace furiosamente veloz. Cosas y más cosas pide la vida. En la época de la infancia los días se sucedían majestuosos, con un compás adormecedor de vieja péndola: cada hecho se realizaba con la hondura de una eternidad, mientras que ahora, en la madurez, los acontecimientos nos disparan con pulso de fusil ametrallador.

      Tal es la reflexión del hombre irreflexo en medio del ruido. Del ruido exterior, desde luego, pero también y sobre todo del ruido interior.

      El ruido se nos impone desde fuera en formas innumerables y, cuando no es así, parece que hay algo tentador y maléfico en nosotros que nos incita a buscarlo, a ir a él, como el cínife hacia la llama de la bujía. Pero en medio del ruido uno se pierde a sí mismo y no halla medio de volver a encontrarse.

      Se necesitarían largas curas de silencio interior, hacer que se extinguieran del todo las mil luces publicitarias que parpadean dentro.

      El gran silencio es condición esencial del afrontamiento interior. Hay que ensayarse a morir a todo sonido para poder vivir de toda armonía.

      Si me preguntas cuál es tu enemigo, te diré que es el mismo que el mío: el ruido. Este ruido incesante que no nos deja disfrutar de nuestra propia compañía.

      Alguna vez he citado en esta misma columna la frase de la priora de Bernanos en el Diálogo de Carmelitas: «C'est quand le mal fait le plus de bruit que nous devons faire le moins».

      Y ahora, repasando mis viejos cuadernos de notas —queridos cuadernos que me ayudan a encontrarme—, hallo esta otra de monseñor Aiffre, el arzobispo de París, muerto de un balazo cuando predicaba la paz en las barricadas del 48: «Le bien ne fait pas de bruit. Le bruit ne fait pas di bien».

 

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