Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El problema

 

El Diario Vasco, 1960-03-20

 

      Dentro de unos días van a dar comienzo en doce iglesias de la ciudad —doce, si mis ojos no me engañan— las habituales conferencias de espiritualidad para los jóvenes, con motivo de la Cuaresma. Así se anuncia en una hojita verde que encuentro en este momento sobre mí mesa, perdida entre otros cien papeles.

      Al creyente esta hoja le trae una extraña llamada de elevación. Al incrédulo le plantea, asimismo, un problema.

      A ambos invítales a reconcentrarse, a repensar la propia vida y el sentido de la existencia.

      Cada vez nos va quedando a todos menos tiempo para este género de reflexión trascendente. Si al menos se decidiera uno a salir de la banalidad, no cabe duda de que habría dado un paso adelante.

      Por desgracia, parece que la mayor parte de la gente sólo piensa en estas cosas en los momentos de calamidad o de desgracia, que es precisamente cuando se está en peores condiciones para pensar en ellas. Muy pocos se acuerdan de tales temas de ordinario, aunque ¡vaya usted a saber!, nunca se sabe lo que cada uno lleva dentro. A lo mejor el que parece más despreocupado resulta ser un hombre de enorme profundidad espiritual. Cada transeúnte anónimo, cada bulto humano con que nos cruzamos por la calle, es un mundo de problemas y de realidades interiores. Constantemente dialoga consigo propio, aunque sólo sea mecánicamente, y yo suelo preguntarme: «¿Qué irá ese hombre diciéndose a si mismo en este momento?».

      Nunca he podido comprender cómo puede uno sentirse dichoso al margen de eso que llamamos genéricamente lo espiritual. Yo creo que un hombre no empieza a vivir una vida propiamente humana hasta haber comprendido, con mayor o menor dolor de su corazón, la infinita vanidad de todo.

      Ha habido quienes la han entendido. Algunos dieron el paso propiamente religiosos. Otros se debatieron, o se debaten, en la angustia.

      Este insignificante papelito verde me ha llevado, sin duda, a donde no quería ir. Me proponía escribir acerca de otro asunto muy diferente de éste y he aquí por donde, sin casi darme cuenta de ello, me veo metido, una vez más, a predicador. De ello pido perdón a mis lectores ateos.

      Quien ya ha comprendido que no hay más que un solo problema, el único, aquel de que nos han hablado Loyola y Pascal, Camus y Unamuno, el pálido asceta y el desgarrado existencialista, entenderá mejor por qué me he dejado de pronto conducir a este terreno imprevisto.

      Y conste, señores, que no hay en esto ningún proselitismo barato. Nada hay que resulte más molesto que el arte de la técnica publicitaria aplicado al absoluto.

 

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