Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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El Círculo Rojo

 

El Diario Vasco, 1960-05-08

 

      Nadie debe poner en duda el interés cultural de la novela policíaca, género literario que tiene hoy tanta importancia como en otros siglos la novela caballeresca, de la que el «Don Quijote», de Cervantes, no es sino genial y profundo remedio, al propio tiempo que sublime epitafio.

      Las precedentes líneas introductivas apenas tienen nada que ver con el asunto que quiero tratar hoy si las he escrito ha sido por pura y simple asociación de ideas. Yo hubiera necesitado en este momento, en efecto, tener al alcance de la mano cierta novela policíaca leída hace cerca de veinte años y que en gran parte he olvidado ya.

      Por cierto que el recuerdo de esta obra —me refiero a «El Círculo Rojo», de Edgar Wallace— va unido para mí a otro muy triste y trágico, pues la persona que me la prestó, instándome con gran elogio a que la leyera, fue un joven discípulo mío, muchacho ardiente, listo y amable como pocos, que cinco o seis meses después moría en el campo de batalla del frente ruso y cuyo cuerpo está enterrado en aquellas lejanas tierras.

      Pues bien —hora es ya de entrar en materia—, el personaje central de la novela en cuestión es un individuo extraño que hace el papel de detective, pero que al fin resulta ser un bandido de la peor calaña. El tal sujeto, cuyo nombre siento no recordar, había sido ya condenado a muerte por crímenes comprobados; pero en el momento en que se trató de ejecutar sobre él la pena de garrote vil, el tétrico mecanismo no había funcionado y el tipo había escapado indemne, no sin que una horrible marca roja quedase grabada en su cuello, como un anillo fatídico, identificador de su personalidad.

      El autor del relato afirma que es tradición en tales casos, es decir, cuando la ejecución falla por un motivo semejante, indultar al condenado y conmutarle la última pena por otra de cadena perpetua. Esto es lo que ocurrió en la novela, dando lugar a que más tarde el personaje escapara del penal y pudiera vivir una nueva vida, no menos criminal, por cierto, que la anterior.

      Ignoro si aquella tradición es pura invención del señor Edgar Wallace o si existe realmente en las costumbres judiciales de los países anglosajones o de otras naciones.

      En todo caso, me parece que la misma puede tener un fundamento razonable. Cuando el azar, o la Providencia en forma de azar, se ha interpuesto en el momento mismo en que la muerte iba a caer sobre una víctima de la Justicia humana, volver a intentar su ejecución sería una especie de acto de sadismo o de cruel tenacidad, incompatible con la serenidad y la dignidad de la propia Justicia. Se debe suponer que el desdichado ha sufrido ya, humanamente hablando, todo el rigor de la pena. Psicológicamente, quien de esta suerte escapa del cadalso será en general un hombre redimido, un hombre nuevo, como lo fue, aunque el caso sea muy distinto, el propio Dostoievski.

      En el caso Chessman, que pasará sin duda a la historia del Derecho penal, aquella serenidad e infinito respeto que merece el acto de una ejecución capital, no parecen haber salido muy bien parados, y esto es lo que considero más reprobable e inadmisible en el caso Chessman. Al jugar así con un hombre, en virtud de sutiles argucias procesales, como si se tratara de un ratón, la Justicia humana pierde la altísima dignidad que debe ser su principal característica. Antes de llegar a eso se impone la indulgencia. El azar o la imperfección de los procedimientos deben también ser estimados como un voto providencial en favor de aquélla, sean cuales sean las ideas que se tengan sobre la legitimidad de la pena de muerte.

 

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