Carlos Santamaría y su obra escrita

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Ganivet

 

El Diario Vasco, 1960-05-15

 

      En estos tiempos en que se escribe tanto y tan deprisa, el escritor tiene que apresurarse a explotar los motivos de actualidad para no dejárselos «pisar».

      La actualidad es como esos proyectores que se usan a veces en el teatro, con los cuales se acompaña con un halo de luz al personaje principal —al que habla o danza en cada momento—, dejando en la obscuridad el resto del escenario.

      Las razones por las cuales un tema se hace actual son de lo más convencional y a veces de lo más inesperado.

      En ciertos casos, sin embargo, cabe prever con anticipación que este o el otro asunto estará de moda en tal o cual momento, lo que permite al escritor documentarse con tiempo y hacer un buen papel en el instante previsto.

      Tengo, por ejemplo, la impresión —y que Dios y el gran literato español me lo perdonen— de que hay ya quien se está preparando para la muerte de Azorín.

      Los artículos necrológicos de los periódicos suelen ser redactados en general, días y aún meses, antes de que acaezca el fatal desenlace, y esta prudente costumbre ha dado lugar a no pocos incidentes.

      No hace falta ser profeta para anunciar que dentro de unos dieciocho meses se empezará a hablar de nuevo de Ganivet, el famoso y en gran parte olvidado autor de las «Cartas finlandesas». La razón es bien sencilla: en 1962 va a cumplirse el primer centenario de su nacimiento.

      Una ocasión como esta no se la van a dejar escapar las revistas y los círculos literarios, siempre a la caza de nuevos motivos para su infatigable actividad.

      El proyector de la actualidad se centrará, pues, sobre esta figura que desaparece a finales de siglo, trágicamente envuelta, como un personaje de Ibsen, entre las brumas y los hielos nórdicos.

      Se pronunciarán discurso y conferencias, se publicarán elogios, ensayos y críticas sobre su obra literaria, anécdotas y relatos biográficos, y no faltará quien aproveche la oportunidad para rememorar en jugosos estudios comparativos la generación toda que Ortega llama del 57 (Ganivet, Unamuno, Barrès, Shaw), sean cuales sean las analogías reales que hayan podido existir entre estos hombres.

      Después, todo volverá al silencio y los manes literarios de Angel Ganivet, a esperar encerrados en esas especies de osarios, que son los anaqueles de nuestras bibliotecas, la oportunidad de un nuevo centenario.

      Así es de caprichosa y de cruel la inmortalidad de la fama, tan deseada como estúpida. A todos los que alcanzaron sus favores los evoca por turnos, y en su recordación alternan los hombres más grandes con los más insignes canallas.

      Bueno. Yo ya he empezado a «releer» a Ganivet —digo releer para no tener que confesar la humilde verdad de que nunca hasta ahora lo había leído— y confieso que en sus páginas encuentro muchos motivos de interés y de satisfacción intelectual.

 

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