Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Satélite nuclear

 

El Diario Vasco, 1965-04-11

 

      Se había pronosticado que, después de la gran expansión del primer cuarto de siglo, agotada ya, como quien dice, la herencia de Bacon y de Galileo, harían falta cientos de años para que un nuevo empujón sustancial fuese dado a la Ciencia.

      Sin embargo, no ha sido así. Los avances efectivos realizados por la técnica y el conocimiento científicos en los últimos veinticinco años suponen un progreso superior al de los dos siglos anteriores.

      Cada semana se nos anuncia un nuevo descubrimiento o una realización sorprendente que traspasa los límites de lo juliovernesco.

      El lector habrá probablemente reparado en la reciente noticia del lanzamiento de un nuevo satélite dotado de energía nuclear y que podrá alimentar su propia actividad durante más de mil años. Gracias a los recursos energéticos de que es portador este satélite continuará «viviendo» siglos y siglos. Los hombres del año 3000, lejanísimos e inimaginables descendientes nuestros, seguirán recibiendo los mensajes y las informaciones del satélite que ahora se pone en órbita.

      La memoria de los hechos y de los hombres de hoy podrá así revivir en una especie de diálogo con las generaciones futuras.

      He aquí un legado fantástico, fabuloso, que ningún faraón deseoso de perpetuar su memoria hubiera podido nunca imaginar.

      Los grandes jefes del Oriente antiguo solían satisfacer a su manera el ansia de perpetuación mandando levantar pirámides y monumentos funerarios impresionantes en los que aparecen grabadas sus ilustres efigies y el relato jeroglífico de sus victorias.

      Pero estas piedras muertas, en las que en vano trata de pervivir la memoria lejana de aquellos hombres, no son nada en comparación con el legado vivo y conversante del nuevo satélite, que ha de seguir durante siglos en contacto con los sabios de numerosas generaciones.

      Todo esto puede ocurrir a menos que no caiga sobre la Humanidad un cataclismo que la haga volver a su primitivo estado cavernario, cosa que, dado el panorama político-nuclear, no tendría tampoco nada de particular.

      En tal caso, el satélite que ahora nace estaría condenado a dar vueltas y más vueltas alrededor de la Tierra, sin que nadie pudiera recoger sus mensajes ni saber siquiera de su existencia.

      Los hombres, reintegrados a su feliz salvajismo paleolítico, se dedicarían a descalabrarse unos a otros con sus hachas de sílex, para no faltar a sus nunca desmentidas tradiciones guerreras, mientras el satélite de 1965 continuaba lanzando infatigable a los espacios vacíos la noticia de que había existido una civilización gigantesca que se había dado muerte a si misma.

      Tal vez al término de los mil años, recuperada de nuevo la línea del progreso, otros sabios llegasen a descubrir la existencia y el significado de tales mensajes, extrayéndolos del espacio, lo mismo que ahora se desentierran penosamente los testimonios pétreos y mudos de los antiguos imperios prebabilónicos.

      Pero, en todo caso, al satélite nuclear 1965 también le llegará su hora y él mismo se desvanecerá en la noche del tiempo, sin que el ansia de eterna perpetuación pueda ser nunca satisfecha.

      Y es que, en verdad, no tienen los humanos dónde posar definitivamente su planta en esta tierra. Su vida pasa efímera y su recuerdo se esfuma como las nubes de estío. Por muy faraón que sea, nada puede el hombre contra ese insaciable devorador de seres que es el tiempo.

 

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