Carlos Santamaría y su obra escrita

 

De la Misa la media

 

El Diario Vasco, 1967-10-22

 

      Las cosas han cambiado mucho en la Iglesia desde que, hace unos pocos años, escribimos en estas mismas columnas un artículo titulado «Misas ultra-rápidas», donde se hacía alusión a algunas de las incongruencias de nuestras misas dominicales.

      En efecto, la sabiduría y el sentido humano de la Iglesia han caminado mucho estos años en este terreno.

      Las reformas litúrgicas devuelven al rito eucarístico, verdadero centro de la vida cristiana, un calor popular y humano que había ido perdiendo en el transcurso de los siglos.

      La Mesa de la Cena colocada en el centro de la comunidad orante, y no en un extremo; el sacerdote de cara al pueblo y sus gestos bien visibles y llenos de sentido; el pueblo participando de modo muy directo en este Memorial, insigne y vivo, de la muerte de Cristo; la lengua vulgar, la misma que usamos para expresar nuestros afectos, nuestros dolores y nuestros anhelos cotidianos, usada como vehículo de comunicación con el Señor de nuestras vidas... todo esto contribuye a devolver a la misa la autenticidad perdida. La mayoría de los cristianos empiezan ahora a «descubrir» la Cena del Señor, ya era hora.

      Â«No comprendo que la Iglesia ha podido preferir durante tantos años la lengua de Poncio Pilatos, el que condenó a Cristo, para rememorar el discurso admirable de la última cena» —me decía hace unos días un excelente convecino nuestro, de religión protestante y, por más señas, de «nacionalidad» riojana, contándome la emoción inmensa que le había producido el oír en una iglesia la fórmula de la consagración en lengua vulgar.

      La razón de esta emoción no radica exclusivamente en la inteligibilidad de las lenguas vulgares, sino en la fuerza afectiva y emotiva que éstas encierran dentro de sí, y que el latín no puede jamás alcanzar, ni siquiera —creo yo— para los propios curas.

      Algunos lingüistas, Ombredane, por ejemplo, al analizar las diversas funciones del lenguaje, anteponen al «uso práctico» y al «uso dialéctico» el «uso afectivo». El lenguaje es un medio de expresión y de exteriorización espontánea de movimientos del espíritu y del sentimiento.

      La Iglesia ha demostrado conocer bien al hombre al aplicar esa fuerza a nuestro diálogo con Dios, el más humano y genuino que se conozca.

      En este caso no se trata, pues, tanto de entender o de no entender, sino, sobre todo, de sentir o no sentir lo que se dice en la oración. Creo que todos debemos reconocer al menos al hombre el derecho a sentir y a orar en la lengua que quiera, es decir, en aquella en la que su alma pueda expresarse de modo más espontáneo y sincero.

      Un ejemplo muy simple, y que tenemos al alcance de la mano, nos permite aclarar un poco esta idea. En nuestra Diócesis se ha implantado muy sabiamente un bilingüismo litúrgico que permite elegir libremente a los fieles la lengua de su preferencia para el culto. Este hecho no deja de extrañar a algunas personas, quizás espíritus cortos y estrechos, que no cesan de buscarle tres pies al gato. «Si todos entienden el castellano, ¿qué necesidad hay de que se celebre la misa en vascuence? —dicen algunos de estos señores.

      Naturalmente que lo entienden; pero no se trata sólo de esto. También sabemos todos los que quiere decir el «Dominus vobiscum», pero la frase «el Señor esté con vosotros» o la euskérica «Jauna zuekin» resuenan en nuestros oídos, en los oídos de los fieles de una y otra lengua popular, de un modo incomparablemente más profundo y humano.

      Â¿Por qué? Precisamente porque el lenguaje posee una dimensión afectiva e incluso religiosa o religadora más honda e importante que la meramente intelectiva.

      Este es el meollo de la cuestión. Y quienes no aciertan a comprenderlo, o hacen como si no lo comprendieran, revelan que ellos tampoco han entendido «de la Misa la media».

 

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