Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Píldora y bomba

 

El Diario Vasco, 1967-12-10

 

      Desde que en las cumbres nebulosas del Sinaí fue dictado el supremo «no matarás», los hombres no han cesado de matar hombres y, lo que es peor aún, siempre han querido justificar estas matanzas por razones de bien y de justicia. ¿La propia Biblia no canta en todos los tonos el exterminio de los enemigos de Israel, como una obra meritoria y santa? ¿No celebra la muerte de miles y miles de adversarios del pueblo de Dios? Parece como si el mandamiento fuese, al contrario: «matarás, matarás, para gloria y alabanza del Señor de los ejércitos».

      Trasportada la cuestión a un terreno mucho más actual e inmediato, tenemos que informar a nuestros lectores de la aparición de un nuevo instrumento mortífero, la «super-píldora», inventada por el doctor Niels Einer-Jensen, y dada a conocer por el mismo en setiembre de este año.

      Está probado que en cuestión de «píldoras» hay que tentarse mucho la ropa antes de hablar, porque la cosa se va complicando enormemente de un tiempo a esta parte. Existía ya la píldora Pincus, que utilizaba los mismos recursos que la Naturaleza, suprimiendo determinados cuerpos químicos estimulantes o «estimulinas», necesarios para la maduración de la célula fertilizable. Era una técnica inteligente y que tenía la ventaja de no proceder directamente «contra-natura». Permitía poner en juego razonablemente el mismo sistema que la Naturaleza aplica automatísticamente cuando la fecundación no es conveniente.

      Cuando los moralistas estaban discutiendo la legitimidad del uso de la píldora Pincus, y muchos de ellos en una posición favorable, surge la píldora Chang o, para ser más precisos, «urrengo egunerako pildora». (Antes estas cosas se decían en latín para que no las entendiera la gente, pero ahora es mucho mejor decirlas en vascuence, que lo entiende todavía mucho menos gente que el latín). Y más recientemente todavía, como ya hemos indicado, aparece la superpíldora «urrengo illerako pildora».

      La diferencia fundamental entre una y otra clase de píldoras consiste en que unas «asesinan» y otras no. El problema está en saber cuándo esa célula fecundada empieza «a ser un hombre», en qué momento es «hominizada». Según parece, en los dos últimos tipos de píldoras se trata de auténticos homicidios, aunque el cuerpo de la víctima tenga todavía una sola célula.

      Es lo que se ha llamado «ein bisschen Töten», un «microasesinato».

      A la célula fertilizada la píldora Chang le impide buscar un punto donde fijarse, un lugar, una casa, en que instalarse. Nada más nacido, este ser unicelular queda desahuciado, es decir, sin piso, sin alojamiento y en estas condiciones se muere, claro está, porque no puede recurrir a la fiscalía de la vivienda como a lo mejor hacen, inocentemente, las personas mayores.

      En la superpíldora la cosa es aún peor. Se espera a que el hombre-celulilla se haya instalado cómodamente y entonces se le liquida por las buenas.

      Â¿Dónde empieza y dónde acaba el asesinato? He aquí la gran cuestión que hace vacilar a los moralistas. Esto explica el retraso, la demora, en la solución de este problema por parte de los moralistas oficiales de la Iglesia.

      Creo que dice mucho en favor de la Iglesia esta minuciosidad, esta precaución antes de lanzarse a unas afirmaciones desprovistas de sólidos fundamentos.

      Lo único que me parece lamentable es que no se aplique aquella misma rectitud de línea en otros terrenos. Yo creo que muchas conciencias se sienten hoy escandalizadas al ver que la misma Iglesia que no acepta el homicidio de un solo ser humano unicelular se muestra tan remisa en condenar de modo categórico y definitivo la enorme matanza de millares de seres humanos por un solo ingenio bélico. Setenta y cinco mil víctimas costó la bomba de Hiroshima el fatídico 6 de agosto de 1945. Una mano humana la puso en el espacio, dándole a la palanquita correspondiente, y el monstruo descendió, cuando aún no amanecía, y sorprendió con la muerte entre dolores a todos esos miles de seres indefensos. ¿Y esto no merecería una más clara y expresa condenación por parte de los moralistas católicos?

      Es triste pensar lo poco expresiva que ha estado la «Gaudium et Spes» en la cuestión de la guerra, precisamente por las presiones de los obispos que querían salvar a toda costa la libertad de acción de los gobiernos.

      El propio cardenal Spellman, que acaba de fallecer, se dirigió a los Padres conciliares para pedirles que votasen «non placet» a un texto en el que se declaraba «inmoral» la posesión de armas atómicas, cuando «en realidad —argumentaba el cardenal— éstas habían preservado la libertad de una gran parte del mundo».

      Â«No matarás, no matarás». Pero he aquí que los hombres hemos inventado toda clase de excusas para matar: desde la llamada «felicidad» conyugal hasta la «guerra justa» y la «preservación de la libertad» por las bombas atómicas.

      Esperemos que el próximo Concilio pondrá toda estas cosas más en su punto.

 

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