Carlos Santamaría y su obra escrita

 

La violencia

 

El Diario Vasco, 1968-03-31

 

      La violencia afecta hoy, sea como realidad o como peligro próximo, a zonas muy extensas de la Humanidad. sin aceptar el pesimismo radical de los que consideran la violencia como la «última ratio» de todas las cosas, debemos partir de ese hecho de la violencia humana —no como una idea, sino como un hecho— para tratar de construir sobre él algo positivo.

      Notemos que sólo en nosotros, y por nosotros los hombres penetra la violencia en el mundo. Precisamente porque somos seres fronterizos, porque nuestra existencia cabalga entre dos universos: el ser y el no ser, la vida y la muerte, la razón y el absurdo...

      En el llamado reino de la naturaleza la violencia no existe, ya que toda violencia propiamente dicha implica siempre, por definición, referencia a cierto orden pre-establecido. En la naturaleza hay, eso sí, fuerzas, acciones, reacciones, impulsos, movimientos, generación, construcción y destrucción. Pero nada de eso constituye violencia real. Así, por ejemplo, un terremoto no hace violencia al hombre pero la coacción, en cambio, si se la hace porque obliga al hombre a realizar por la fuerza actos que sólo debieran ser fruto del convencimiento y de la libre aceptación.

      Debemos convenir —rehuyendo todo angelismo de color de rosa— que la violencia aparece en todos los terrenos de la vida humana, y que lo hace a menudo cuando menos se piensa y donde menos se piensa. La violencia no es una fuerza enteramente perdida. Puede y debe ser racionalizada. Desconfiad, sin embargo, de la violencia del hombre que a sí mismo se tiene por justo, porque es más temible que ninguna otra.

      Tratemos de reflexionar, por otra parte, en los gérmenes de violencia que se almacenan dentro de nuestros propios inconscientes.

      En el terreno político la violencia se manifiesta fundamentalmente en tres campos. La guerra —violencia armada de naciones contra naciones—. La opresión —violencia más o menos larvada del fuerte contra el débil, del dominante contra el dominador—. Y la revolución —violencia del oprimido contra el opresor, que le lleva a veces a convertirse en un nuevo opresor.

      Los moralistas han trabajado mucho sobre estos temas (teoría de la guerra justa, de la revolución justa, y, ahora, teología de la violencia).

      Pero la cuestión que se les plantea hoy a muchos hombres no es la de elegir entre la violencia, por una parte, y un verdadero orden, una verdadera justicia, una verdadera paz, por la otra. Esta elección no ofrecería, evidentemente, ninguna duda, ninguna dificultad.

      Para muchos millones de hombres no existe la posibilidad de elegir la paz y la tranquilidad. Así ocurre en este momento en el Oriente Medio, en el Vietnam, en Rhodesia, en Nigeria, en los barrios negros de las ciudades americanas y en otros muchísimos lugares que no hace falta nombrar. Una gran parte del mundo vive sumergida en una forma de violencia y otra al amparo de la violencia opuesta.

      Un ciudadano que vive pacíficamente en Washington, en Caracas o en Bruselas puede hacerse la ilusión de estar al margen de la violencia; puede incluso condenar la violencia con toda su alma. Pero esta condenación es quizás pura teoría, porque ese mismo hombre vive y prospera bajo la protección de un sistema de violencia, más o menos visible, que se desarrolla a dos pasos de su casa o a veinte mil kilómetros de ella.

      El que, por buscar la paz, se muestra dispuesto a aceptar gregariamente las situaciones violentas de orden pre-establecido, se verá a menudo abocado a una injusticia y a una violencia mayores que las que trataba de evitar.

      Así, el negro que en Rhodesia intenta esquivar la violencia plegándose a la voluntad del dominador blanco, no tardará acaso en verse convertido en verdugo o, por lo menos, en cómplice de la violencia contra sus propios hermanos negros. El vietnamita del Sur que no quiso servir a la violencia del Vietcong, no tardó en verse envuelto en la violencia americana contra sus propios hermanos vietnamitas. Y así sucesivamente, porque los ejemplos podrían ser infinitos.

      La conclusión de este pequeño análisis es que el angelismo es un mito y que será mejor que todos reconozcamos la parte que en nuestra naturaleza ocupa la violencia. Quizás de esta manera nos sea posible canalizar un poco esta fuerza y hacer algo en favor de un universo un poco más humano.

 

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