Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Luther King

 

El Diario Vasco, 1968-04-14

 

      Este artículo no llegará tarde. Habrá transcurrido, eso sí, algo más de una semana desde la muerte de este hombre —mejor decirlo así a secas, sin adjetivos calificativos—, pero de esta muerte aún se ha de hablar. Se ha de hablar mucho y durante muchísimo tiempo, y por eso no hay miedo de que el tema pierda actualidad.

      La noticia me ha sorprendido de viaje —como otras muchas, y ¿cómo no, si la vida es viaje?—. La he visto en enormes titulares en un quiosco del Boulevard Saint Michel y —perdóname, lector, esta confidencia de las que no acostumbro en mis artículos— las lágrimas casi me han saltado a los ojos.

      Acababa de estar espiritualmente con él. En una librería cercana, sin sospechar nada, claro está, acababa de hojear y entreleer algunos de sus libros que aún no conocía, «A dónde vamos» y «Revolución no-violenta».

      Creo que no hace falta que explique al lector que Luther King era uno de mis grandes maestros espirituales. En el pequeño estante donde guardo esas grandes obras que uno se propone rumiar hasta la hora de la muerte (allí tengo a S. Juan de la Cruz, a Gandhi y a Rabindranaz Tagore, entre otros doce o quince más que no hay por qué citar) estaba ya Luther King desde hace tiempo y por eso yo le miraba como a un amigo íntimo, como a un hermano.

      Otros murieron con las armas en la mano, como Che Guevara, como Camilo Torres. Ellos murieron matando, pero éste ha muerto sin otra arma que el amor, el arma olvidada y preterida en la que nadie confía, en la que nadie cree en este perro mundo. Aquéllos dieron su vida por sus amigos. Este la ha dado por sus amigos y por sus enemigos. Y por eso es un auténtico héroe cristiano.

      Algunos compararon a Ernesto Guevara con Cristo porque su cadáver, el cadáver de aquel guerrillero barbudo de noble figura, evocaba físicamente la imagen de un Cristo yacente. Pero en el caso de este negro —este hombre de raza inferior, según los racistas blancos— es su figura moral la que irresistiblemente nos hace pensar en Cristo.

      Y hoy, que todo el mundo piensa en «eficacia» y en «rentabilidad» tendremos que preguntarnos ¿qué sangre será más «rentable» para la humanidad doliente y miserable? ¿La de aquellos soldados de la revolución violenta o la de este mártir de la revolución no-violenta?

      Cuando estas líneas aparezcan en el periódico, será probablemente Domingo de Resurrección.

      Una vez más, la Iglesia cantará «resurexit sicub dixit» y una vez más la primavera florecerá como eterna promesa de resurrección universal.

      Decía Unamuno que, a la vista de algunas ruines personas, uno se dice a sí mismo que maldita la falta que hace que esos tales resuciten; pero que son los buenos los que nos obligan a creer y a esperar en la resurrección de los muertos, de todos los muertos. Luther King es uno de estos buenos que confirman y reviven, en cierta manera, la muerte de Cristo.

      En una iglesia de Alabama el pastor King pronunció en 1962 estas palabras memorables: «Podrán matarme, podré ser crucificado, pero si llego a caer en este combate, quiero que se diga de mí 'él murió para que yo fuese libre'».

      Para muchos negros, estas palabras serán proféticas, ya que la sangre de este mártir fructificará y engendrará libertad para sus hermanos de raza.

      Buen epitafio para su tumba y buena tumba para la Eternidad.

 

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