Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Carlos Santamaría habla de «La Iglesia hace política»

 

El Ciervo, 251 zk., 1975-01-01

 

    La dirección de El Ciervo me invita a «confesarme» acerca de mi reciente libro La Iglesia hace política.

    Por supuesto, no puede esperarse imparcialidad de un autor al que se le propone una cosa así. «Imparcialidade é um verbo sem sujeito», escribía hace unos años un apasionado portugués de cuyo nombre, por cierto, no logro acordarme. Dando por buena la libertad poética que el lusitano autor de dicha frase se tomaba al llamar verbo a un sustantivo, su afirmación me parece enteramente justa.

    No hay que olvidar, por otra parte, que vivimos en un país celtibérico y que aquí toda postura imparcial, o que busque de alguna manera la imparcialidad, es cosa mal vista. nada de imparcialidades, nada de neutralismos. En este país de teólogos armados (Menéndez Pelayo dixit) lo que hace falta es embestir, y cuanto más apasionada y corajudamente mejor. Quizás mi obrita peque de lo contrario, de que no embiste bastante, y éste sería mi primer pecadillo confesable.

    Alguien me ha dicho que en este libro no me atrevo a llamar pan al pan y que ando a vueltas con eufemismos y escribiendo entre líneas.

    Es cierto que hay algo de esto. Quizás sólo los lectores «inteligentes» —«intus legere»— sean capaces de leer algo dentro de mis alusiones. Así por ejemplo, en la página 43, ¿por qué no sustituir a Nozaleda por Añoveros y la anécdota histórica hubiera cobrado así algo de su picante actualidad?

    De todas maneras debo decir en defensa del autor —es decir, en mi propia defensa— que muchos de los escritores de mi generación que hemos querido «decir cosas» en estos treinta años largos —lo que no es lo mismo que en estos largos treinta años— hemos tenido que recurrir, a menudo, a métodos criptográficos, en la seguridad de que nuestros escasos lectores sabrían traducirnos y con ello hemos contraído el vicio de la auto-censura y de las medias palabras, del que ya no podremos librarnos jamás.

    Ítem más: en honor de la verdad debo reconocer que el libro en cuestión tiene otros defecto graves, como, por ejemplo, cuando tras haber expuesto una serie de acusaciones contra la Iglesia jerárquica, el autor no las destruye ni demuestra la radical falsedad de las mismas, aunque tampoco las haga suyas, con lo que la confusión es mayor. En definitiva, preguntará más de un lector, ¿a qué carta se queda este señor? (Parece que en este país de maniqueos lo único que interesa es saber «a qué carta se queda» cada uno y si es «miísta» u «otrista»).

    Respondo. En este libro se renuncia consciente y voluntariamente a todo apologismo barato y quien guste de este género de mercancía debe acudir a la tienda de enfrente, como decía Unamuno. Estamos llegando ahora a la conclusión de que la mejor apologética es la verdad, aunque ésta nos fastidie y nos desacredite. Y lo cierto es que en las acusaciones a que nos referimos hay mucho de verdad, no siendo de mi incumbencia el separar el trigo de la cizaña, lo que, por otra parte, no resulta fácil.

    Debo también confesar otro fallo de este libro y es que en el mismo se han eludido casi por completo las cuestiones españolas actuales y las apasionadas polémicas que hoy se producen en España en torno a la actuación de la Jerarquía, es decir, si los obispos se meten o no en política, etc. etc. Confieso que me ha parecido mejor no entrar en ese campo de Agramante y tomar mis distancias respecto a la situación político-religiosa del país, para evitar, precisamente, que los árboles no me dejaran ver el bosque. Que el lector haga después cuantas aplicaciones concretas quiera y Dios le dé a entender.

    Finalmente quiero explicar en esta nota el origen o el móvil inicial de este libro, que no es el fruto de unas «minuciosas investigaciones», como suele decirse, sino una empresa circunstancial, realizada en poco más de seis semanas y debida en su principio a un episodio personal al que voy a hacer una discreta alusión. No hace mucho tuve, en efecto, la ocasión de presenciar un curioso y lamentable espectáculo. Vi y oí cómo se interrumpía violentamente un sermón —precisamente el sermón de un obispo y en su propia catedral— por un ridículo grupo de cristianos vociferantes. El coro imprecatorio no terminó hasta que el prelado, bajando, con indiscutible majestad y cubierto por sus ornamentos episcopales, las gradas del altar, se enfrentó cara a cara con los alborotadores y logró disuadirles con unas palabras misteriosas que, naturalmente, no llegaron a mis oídos. En conjunto fue una escena auténticamente beckettiana y que a los demás fieles nos dejó pasablemente impresionados. Ahora bien, lo más importante para mí fue que, al día siguiente, en una velada noticia de prensa, se pretendía explicar, de alguna manera, lo ocurrido, afirmándose que la Iglesia y los predicadores se están entrometiendo hoy en cuestiones políticas y temporales que no son de su incumbencia. Todo ello me hizo pensar en la desorientación reinante acerca del tema político-eclesial y me animó a escribir este pequeño libro que ahora tiene el público entre manos.

    Este libro defiende una tesis que en pocas palabras puede ser enunciada así. La Iglesia hace realmente política. La hace y debe hacerla por sus propios medios y en su propia esfera. Este «hacer política» no siempre consiste en cuestiones doctrinales sobre la moral de lo político, sino que a veces comporta también la adopción de posturas tácticas, como ocurrió por ejemplo cuando León XIII propugnó el ralliement de los católicos franceses, que tanta influencia había de tener en la política francesa e incluso en la de otros muchos países. (Ver pág. 144).

    Ahora bien, dejando a un lado coaliciones inconfesables y actos condenables de politicismo clerical, que por desgracia no faltan en la historia, los actos y gestos de los dirigentes de la Iglesia en relación con lo temporal suelen ser, por lo general, intencionalmente religiosos, lo cual no excluye el que resulten a menudo objetivamente políticos, por las consecuencias e incidencias que inevitablemente tienen en el plano político, sin que esto sea un motivo para que la Iglesia tenga que renunciar a su propia misión magisterial.

    ¿Quién negará, por ejemplo, que el discurso de apertura del cardenal Enrique y Tarancón y la declaración final de la Conferencia episcopal han tenido, en estos momentos, una evidente trascendencia política en orden a una auténtica evolución democrática del régimen? Así, secuencialmente, la Iglesia influye sobre la política, y, si se ven las cosas desde un punto de vista agnóstico, parece que funciona como una fuerza política más. Como consecuencia de todo ello se producen conflictos y contradicciones que hoy traen escandalizados a muchos cristianos.

    Tal es el tema en torno al cual he montado la argumentación de este libro.

 

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