Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Racionalizar la indignación

 

El Diario Vasco, 1981-11-22

 

      No existen revoluciones frías y puramente científicas o cerebrales. El espíritu revolucionario se incuba siempre en la ira; es decir, en la indignación que provocan las injusticias sociales. Pero la indignación es en cierto sentido, un hecho ético. Los animales se enfurecen, no se indignan. En cambio el hombre, al indignarse pasa siempre por un dato ético, es decir, por un «debe ser» o, más bien, por un: «esto no debe ser; no debe seguir siendo así».

      Es evidente que nadie se indigna por un hecho debido a causas meramente físicas y extra-humanas, como por ejemplo, un terremoto o una inundación. Contra la naturaleza no cabe indignarse y sólo los «muy ateos» se atreven a indignarse contra Dios.

      Por el contrario, todos lo hacemos contra determinados hechos o situaciones sociales que son —o creemos que son— el resultado de la acción de unos hombres o grupos de hombres determinados. Así, la explotación del hombre por el hombre; la opresión política, económica o cultural; la tortura; el fraude; la violencia; la desigualdad social, etc., son hechos o situaciones que nos indignan, precisamente porque tienen o les atribuimos causa humana.

      Es evidente que la indignación bien administrada puede ser una enorme fuente de energías sociales. Pero no lo es menos que, partiendo de ella, cabe seguir caminos muy distintos. Unos pueden indignarse y quedarse luego tan tranquilos, sin hacer nada. Otros en cambio, llevados por la indignación, cometerán grandes atrocidades, e incluso crímenes que lejos de remedir la situación, la harán todavía más indignante.

      Para que la indignación pueda convertirse en un auténtico motor de la historia, hace falta pues someterla a una fuerte racionalización.

      El hombre Marx, el revolucionario Marx, pasa también por la indignación que le produce la situación real de opresión y miseria en que vive una gran parte de la sociedad.

      Cuando escribe su tesis doctoral sobre Demócrito y Epicuro, nadie piensa que aquel joven «de buena familia» pueda algún día convertirse en un luchador social. Pero Marx no tarda en abandonar las ideas de su maestro Hegel, lo mismo que las del que —a un momento dado— es su autor preferido: Ludwig Feuerbach. Especulan estos con la alienación o con una miseria humana idealizada, pero no se inmutan, no llegan a indignarse.

      Marx, en cambio, apenas empieza a conocer la miseria de la realidad social a través de sus amigos anarquistas o comunistoides, o de sus propias investigaciones, monta en cólera. Y es ahí precisamente donde empieza su historia de revolucionario. En el fondo, esta indignación no le abandonará jamás y —diga lo que quiera Althusser— hasta en la obra madura de «El Capital» se seguirán escuchando sus ecos.

      Con razón afirma Mikel Duchesne que «no se puede comprender el marxismo sin tener en cuenta las cóleras proféticas del joven Marx».

      Marx no acepta la posición de Proudhon ni la de los anarquistas y de los socialistas utópicos, los cuales atacan a los ricos y a los propietarios como los verdaderos responsables de la miseria, sin comprender el fondo de la cuestión. El descubre —o cree descubrir— que hay una causa histórica más profunda y por completo distinta de las voluntades de estos supuestos responsables. Para Marx la situación de miseria social no viene de ellos, sino del complejo de las relaciones de producción del sistema capitalista. No se trata pues de destruir personalmente a los burgueses, como quieren algunos de sus amigos anarquistas, sino de cambiar el sistema. Así nace lo que se ha llamado la ciencia marxista.

      Pero esta ciencia nunca llegará a ser una ciencia puramente científica, una ciencia neutral, como lo son las ciencias ordinarias. Será más bien —si cabe hablar de esta manera— una ciencia indignada.

      El caso de Marx no es aquí nada más que un ejemplo significativo. Habría que trabajar a fondo el tema de la indignación como fuente de energía moral, sin olvidar en ningún momento que toda energía natural debe ser previamente canalizada para que pueda resultar útil al hombre.

 

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