Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El anticlericalismo

 

El Diario Vasco, 1982-01-10

 

      Durante la Segunda República funcionó en España un potente anticlericalismo que no sólo determinó la política antirreligiosa del régimen republicano, sino que dio lugar a sucesos enteramente bochornosos para un país civilizado como —por ejemplo— la quema de conventos de mayo de 1931.

      Hoy es cosa sabida que tales hechos contribuyeron notablemente al descrédito de la república y proporcionaron a ésta una multitud de enemigos, incluso entre gentes que en un principio la habían acogido con auténtica simpatía.

      Claro está que el anticlericalismo de que hablamos no era ninguna novedad histórica, pues ya tenía abundantes antecedentes a lo largo de un siglo de lamentables luchas político-religiosas en oposición con un clericalismo cerril, incapaz por su parte de comprender la evolución del vivir social y político en una sociedad moderna.

      Ahora bien, actualmente se da un hecho realmente nuevo y es que en la mayor parte del mundo el anticlericalismo clásico, sectario y matacuras, ha desaparecido casi por completo y ha sido reemplazado por una actitud de comprensión y hasta de benevolencia hacia el mundo religioso.

      Francia es un ejemplo de esto que decimos. Conviven allí en buena armonía un episcopado ampliamente respetado por la generalidad de los franceses, creyentes y no creyentes, y un Gobierno socialista con participación comunista que no oculta su propósito de llevar el país a un profundo cambio social. Semejante cosa hubiera sido absolutamente impensable en otros tiempos. Es cierto que la Iglesia francesa ha evolucionado, pero también el socialismo francés lo ha hecho, excluyendo de su ideología los antiguos odios y prejuicios contra la religión.

      Algunos pensadores cristianos se han interrogado sobre las causas de esta transformación y han aventurado la hipótesis de que la misma es la expresión de un notable progreso de la conciencia religiosa de la Humanidad. Otros, en cambio, piensan que si el viejo anticlericalismo desaparece no es porque la conciencia religiosa haya hecho progresos, sino porque se ha llegado a un estado de indiferencia religiosa que deja a la religión fuera del campo de las cuestiones vitales.

      Hoy en día ya no se discute en los medios intelectuales sobre temas propiamente religiosos, como, por ejemplo, sobre la verdad de la religión y cosas parecidas. Esto no quiere decir que el mundo intelectual de hoy sea un mundo anti-religioso, sino más bien, un mundo a-religioso, que ha prescindido del hecho religioso y busca la salida por otros caminos.

      Notemos sin embargo que esta actitud va curiosamente unida en muchos casos a un sentimiento de curiosidad y hasta de simpatía hacia las religiones. Desde su postura de no-creencia muchos intelectuales ven con interés las cosas religiosas —los ritos, el arte, los monumentos, las costumbres monásticas, las obras de los grandes místicos, etc.— e incluso llegan a mirar con especial afecto a los creyentes, quizás porque los consideran como extraños supervivientes de unas edades desaparecidas.

      Inútil es decir que estas actitudes no nos satisfacen en modo alguno desde el punto de vista de la conciencia cristiana. Pensamos, por el contrario, que nuestros amigos no-creyentes se equivocan al interpretar la situación actual de la creencia religiosa.

      En realidad, el hombre religioso no se siente amilanado en el mundo de hoy ni tiene la menor sensación de ser un fantasma trasnochado. Al contrario: muchas de las cosas que ocurren le confirman en su creencia y en cierto modo le hacen sentirse más seguro que nunca por haber elegido el camino de la fe, de la esperanza y del optimismo cristiano.

      Pero esto no significa que ningún creyente pueda entregarse a fáciles ilusiones sobre el porvenir de la religión. Es muy posible que la actitud religiosa tenga que pasar por una nueva «noche oscura» y sufrir una transformación, una nueva maduración, al haberse hundido casi todos los supuestos sociológicos y culturales que parecían sostenerla en el pasado.

      El «no temáis, hombres de poca fe», no nos autoriza a acariciar la idea de falsas seguridades absolutamente inexistentes en la realidad.

 

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