Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Naciones alienadas

 

El Diario Vasco, 1983-04-17

 

      En nuestro artículo anterior sobre el origen del nacionalismo vasco, decíamos que la aparición de esta clase de fenómenos político-históricos exige siempre la existencia privada de «una nación primaria o etnológica en estado de alienación».

      Por muy moderno que el mismo sea, la aparición de un movimiento nacionalista requiere en todo caso la presencia sobre el terreno de una especie de «humus históricos», del cual adquiere una gran parte de su fuerza vital. El «humus» de las naciones muertas, o medio muertas, engendra a las naciones vivas.

      Â«Euskalerria» —es decir, el pueblo euskaro-parlante inserto en una cultura tradicional vasca— era ya, en el momento en que Sabino Arana y un grupo de amigos suyos empieza a promover el bizcaitarrismo, una nación etnológica «alienada», es decir, que tiene enajenados sus caracteres propios y sólo los conserva en un vivir casi subrepticio, por completo precario e incierto.

      Para sustentar esta idea debe quedar enteramente claro que, una cosa es la nación etnológica primaria —en nuestro caso «Euskalerria»—, y otra nación ideológica —«Euzkadi» o «Euskadi»— proyecto político que el nacionalismo tratará más tarde de realizar sobre la base de toda la ciudadanía vasca, es decir, por encima de la diversidad lingüística o cultural de sus habitantes: «vasco es todo el que vive en Euskadi y sirve a este país con su trabajo y su voluntad de vida común».

      Antes de la constitución de los grandes estados modernos, habían existido en Europa comunidades etnológicas, algunas de ellas de gran vitalidad, caracterizadas por lenguas, usos, culturas y tradiciones propias y —también— por organizaciones políticas y sociales autóctonas más o menos desarrolladas. (Ejemplo: Occitania).

      Â«Euskalerria» fue una de estas naciones, y no de las menos características, por cierto.

      La decadencia de estas naciones primarias comienza en el siglo XV con la formación y fortalecimiento de las monarquías europeas, a las que las comunidades etnológicas originarias, más o menos voluntariamente, se someten. Pero es la revolución francesa, con todas sus secuelas, la que imprime a la acción centralizadora su gran potencia histórica. A partir de ella las naciones etnológicas son desplazadas por la nación ideológica, producto del Estado, identificada prácticamente con éste: la «nación-estado» de los tiempos liberales post-revolucionarios.

      Ante esta situación las naciones primarias no mueren, o tardan muchísimo en morir. Sobreviven en esta forma precaria de vida a la que hemos denominado alienación.

      Así, falta en ellas una verdadera voluntad política. El hombre «aborigen» —llamémosle así— se siente a sí mismo como un ciudadano inferior. Admira el progreso y la nueva cultura que aporta la nación-Estado y trata de emularla más o menos servilmente. En la nación-Estado la diversidad de lenguas y de culturas es vista como un mal que hay que erradicar lo más rápidamente posible. La escuela, la Universidad, el servicio militar, la máquina administrativa, la Prensa, la manipulación cultural, etcétera, se convierten en otros tantos instrumentos al servicio de la unificación estatal.

      Las constituciones y otras leyes arrancan a las naciones alienadas los últimos residuos de su autonomía política.

      Las lenguas nacionales se empobrecen. Quedan reducidas al ámbito familiar y a lo folklórico. Pierden todo prestigio social. Se convierten en medio de expresión de las gentes más atrasadas e incultas, en jergas o en «patois». La diglosia se hace cada vez más generalizada y de ella se pasa rápidamente a la extinción de dichas lenguas, a su muerte definitiva.

      Las «élites» económicas y culturales prefieren jugar la carta más ventajosa para ellas, incorporándose a las clases dominantes del Estado centralista.

      Pero una situación de alienación no es siempre definitiva para la nación alienada. Puede surgir —y a menudo surge— el impacto de una causa exterior que despierta a aquélla.

      Es así como aparece la crisis de identidad de la que acertadamente habla el profesor Fusi Aizpúrua y que en el caso vasco consiste precisamente en «el proceso de industrialización, la inmigración de trabajadores foráneos», etcétera.

      Es así —«besteak beste»— como nace el nacionalismo vasco a partir de una nación etnológica en estado de alienación».

 

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