Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Muerte de Dios, muerte del hombre

 

El Diario Vasco, 1983-12-04

 

    Si no me equivoco fue Nietzsche el primero que habló de la «muerte de Dios» en su «Zaratustra».

    Cuando Zaratrustra, harto ya de su sabiduría —«como la abeja que ha acumulado demasiada miel»— decide bajar de la montaña y «hundirse entre los hombres», se encuentra en mitad del bosque con el viejo eremita que vive allí —feliz— en total soledad.

    Â«No vuelvas con los hombres. Quédate aquí en el bosque», aconseja el «viejo-niño» al joven Zaratustra. Pero este decide seguir la senda que baja a la ciudad y se despide del solitario.

    Es en este momento cuando Zaratustra, de nuevo sólo, dice para sus adentros: «Este viejo santo en su bosque no se ha enterado aun de que Dios ha muerto (El propio Nietzsche es quien subraya).

    Â«Dios ha muerto». Ha desaparecido del mapa. Le han matado los ateos. Y, acaso, más que estos, cierta raza de «teólogos-geómetras» que habían querido convertirle en objeto de su filosofía, a El que es el Sujeto por esencia: «Dios es esto. Dios es lo otro. Desde aquí hasta aquí llega», dicen estos teósofos o «teómetras».

    Pero Dios es el inobjetivable. «A Dios nadie lo ha visto jamás», afirma San Juan en 1.18 y en su primera epístola, 4,12.

    (Dios es siempre «otra cosa», como dice Ignacio Cacho en el título de su libro: «Dios es otra cosa»).

    Ahora bien, tras la «muerte de Dios» viene inexorablemente la «muerte del hombre». Y este es ahora nuestro problema, el problema de nuestra civilización.

    Erich Fromm, en su «Psicoanálisis de la sociedad contemporánea», escribe estas palabras: «El problema del siglo XIX fue que Dios había muerto. El del siglo XX es que ha muerto el hombre» (Los subrayados son del propio Fromm).

    Y, en efecto, la civilización ha matado al hombre individual. Lo único que cuenta hoy, es el hombre medio: el hombre estadístico. Poco o nada le importa a la sociedad de consumo el destino de cada persona, lo que ésta pueda pensar o sentir. Todo está calculado de antemano en función de los datos aritméticos. La multitud es lo que le interesa, no el hombre propiamente dicho.

    Hasta el concepto mismo de hombre, tal como trataban de expresarlo los humanistas de otros siglos, se ha perdido. Los estructuralistas dicen que la persona no es más que una invención, un simple «repliegue» del hombre sobre su propio conocimiento. Ahora bien, puesto que nuestro conocimiento ha adquirido una forma distinta y científica, el concepto humanístico de persona ya no representa nada real, se dice.

    Pero cuando muere Dios vuelven los ídolos. Y éstos son, casi siempre, esclavizantes, violentos y sanguinarios. Y todavía más —diría yo— los de la Sociedad Tecnológica. El hombre moderno está harto de ellos, aunque no se lo confiese siempre a sí mismo. Quiere volver a Dios o, por lo menos, al bosque, al encantamiento de la selva.

    Â«Lo que nosotros los indios creemos es que en el bosque todo está vivo —decía, según cuentan, un indio de la raza Pit a un explorador—. Pero los blancos piensan que todo está muerto».

    Este re-encantamiento de que hablamos no es, sin embargo, fácil ni claro. Hay en él una enorme ambigüedad.

    Así, se da hoy en muchas partes un renacimiento de la espiritualidad; un singular interés hacia la vida monástica; nuevas formas de vida social y religiosa en las comunidades de base, una nostalgia difusa hacia la oración... Y al mismo tiempo que esto, simultáneamente con todo esto, una reactualización de las prácticas mágicas; la busca de una síntesis entre sabidurías orientales y occidentales; la «vogue» de los más extraños gurús, el esoterismo, la magia, la cábala, la brujería, etc., etc.

    Todo esto es lo que Alain Woodrow en «Le Monde» de hace unos días llamaba «le retour sauvage à Dieu». De un modo o de otro el hombre que había muerto está intentando resucitar. Señal de que Dios no había muerto del todo con él.

 

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