Carlos Santamaría y su obra escrita

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El derecho a la desigualdad

 

El Diario Vasco, 1983-12-18

 

    Los hombres y mujeres que lucharon por la democracia contra el régimen autoritario de los cuarenta años, pertenecían a ideologías muy distintas, contrarias incluso las unas a las otras; pero se hallaban unidos por la necesidad de enfrentarse con el enemigo común de todos ellos que era la antidemocracia.

    A lo largo de los muchos años de exilio y de resistencia clandestina aquellos hombres y mujeres tuvieron innumerables ocasiones de dialogar, tanto dentro como fuera del Estado, sobre sus respectivos puntos de vista acerca de la realidad española y llegaron a la conclusión de que una vez desaparecido el enemigo común podrían aún seguir haciendo historia juntos en el ámbito de un Estado democrático y moderno abierto a todas las posibilidades de futuro.

    Fruto de todo este proceso de maduración activa fue la Constitución del 78, la mejor seguramente que haya tenido España desde el advenimiento de los regímenes constitucionales.

    Pese a la oposición que la nueva Constitución encontró en determinados sectores y sobre puntos concretos —como, por ejemplo, el del pleno reconocimiento de los derechos históricos del pueblo vasco como anteriores al propio Estado— todo el mundo estuvo de acuerdo en aceptar que la Constitución naciente ofrecía amplios cauces para la solución de algunas contradicciones internas más importantes de nuestra Sociedad política.

    Entre estas contradicciones una de las más graves era sin duda la que se presentaba en torno a la unidad estatal. Había que lograr un modelo de Estado dentro del cual las nacionalidades vasca, gallega y catalana pudieran encontrar un auténtico autogobierno capaz de satisfacer sus necesidades y sus exigencias nacionales.

    Entre los opositores a los que antes he aludido, hasta los más nacionalistas convenían en que no se debía pensar en romper el Estado, el cual era visto por ellos como un bien histórico muy apreciable y como un amplio marco de relaciones económicas y políticas que las nacionalidades no podían renunciar sin causarse un enorme daño a sí mismas.

    De hecho la Constitución ofrecía vías adecuadas para que este programa de «unidad en la diversidad» pudiera ser llevado a cabo en condiciones aceptables para todos. Una de las mayores virtudes de la nueva Ley Fundamental era precisamente la de su apertura, es decir, su flexibilidad, las posibilidades que aportaba para afrontar los más arduos problemas estructurales.

    Ahora bien, detrás de la Constitución debían venir las leyes orgánicas para el desarrollo de los más importantes artículos de la misma. Por desgracia es aquí donde —a mi juicio— empezó a fallar la cosa. A los fabricantes de las flamantes leyes orgánicas —que más que a desarrollar parece que vienen a estrechar el marco constitucional— les faltó la amplia visión y la voluntad constructiva de los luchadores de primera época. Ya no existía un enemigo común que vencer y renacían las divisiones partidistas y los viejos prejuicios centralistas y anticlericales que en otro tiempo habían contribuido a inutilizar el régimen republicano.

    Aparece sobre todo en este segundo momento el enemigo mortal de la democracia: la mentalidad igualitaria. Todo cuanto se diga será poco contra este igualitarismo que se nos quiere imponer ahora en muchos terrenos, como, por ejemplo, el de las autonomías y el de la Educación.

    Una vez más quiero recordar aquí lo que pudiéramos llamar —un poco curiosamente— la «sana doctrina» democrática contra el igualitarismo. Igualitarismo y democracia se oponen frontalmente. «La libertad genera inevitablemente desigualdad y la igualdad genera no-libertad. Cuanto más demócratas sean los hombres tanto más desiguales y cuanto más igualados, menos demócratas» escribe Gerhard Leibholz en «Representación e identidad».

    Y el viejo Marx: «ante los desiguales el derecho no debe ser igual sino desigual, porque «el derecho a la desigualdad es también un derecho» como otra cualquiera y «los desiguales no pueden ser medidos con una medida igual».

    Ojalá nuestros socialistas aplicasen ahora esta sabia doctrina de su maestro Karl, tanto en el caso de las ikastolas como en el de las escuelas confesionales. La cosa sería bastante mejor para todos.

 

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