Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Ver el presente desde el futuro

 

El Diario Vasco, 1986-01-26

 

      Desde que H.G. Wells escribió «La máquina del tiempo», en 1895, la idea del viaje espacio-temporal ha sido utilizada por innumerables autores de ciencia ficción para introducir sus utopías meta-históricas, o, simplemente, sus divertidos juegos imaginativos.

      Para entonces el matemático finlandés, Hermann Minkowski había inventado ya su famoso espacio cuatridimensional, en el cual el tiempo no es otra cosa que la cuarta dimensión del espacio. Si el hombre es capaz de transportarse en el espacio propiamente dicho, a través de largas distancias, ¿por qué no podría hacerlo también utilizando la cuarta coordenada, es decir, la dimensión tiempo?

      Uno de los inconvenientes de este género de novelas pseudo-científicas al que aludimos es el hecho de que en la mayoría de los casos el desplazamiento temporal previsto suele ser enormemente grande.

      El lector de la novela, se ve trasportado a muchos miles de años de distancia de su propia existencia y se encuentra ante situaciones que ya no tienen prácticamente nada que ver con el presente, es decir con la situación de partida.

      El relato pierde, así la mayor parte de su interés sicológico.

      No es este el caso de la película de Steven Spielberg: «Regreso al futuro». Aquí el viaje espacio-temporal es muy corto. Veinte o treinta años poco más o menos por lo que hace a la dimensión tiempo y un desplazamiento nulo en lo que se refiere a las coordenadas espaciales. Los personajes pueden así reencontrarse en distintas situaciones, pero sin dejar de ser ellos mismos y esto crea un tipo de comunicaciones sumamente interesantes desde el punto de vista síquico y humano.

      Claro está que todo esto es pura fantasía y al parecer carece de cualquier base real.

      Decimos «al parecer» porque la verdad es que nuestra memoria y nuestra imaginación están constantemente trabajando con este género de operaciones. A cada paso volvemos a encontrarnos con nosotros mismos y con las personas que nos rodean, pero no con el «yo» que ahora tenemos sino con el que todos nosotros teníamos hace un cierto número de años. Reconstruimos las situaciones vividas y las vivimos de nuevo de una manera distinta. Este reencuentro constante con el pasado, resulta inevitable para los viejos, los cuales conjugan la mayor parte de su existencia en tiempo pretérito. Los jóvenes por el contrario tienen que hacerlo forzosamente en futuro. Pero —dígame el amable lector— ¿quién puede limitarse al «ahora mismo»? ¿Quién es capaz de permanecer prolongadamente en el «presente-presente» sin que su mente se vea inexorablemente desviada hacia el «antes» o hacia el «después»?

      Nuestra máquina de pensar está constantemente previendo las situaciones futuras, por lo menos las más próximas e inmediatas. Antes de dar un solo paso nuestro cerebro ha calculado ya el alcance del mismo. Ha determinado el esfuerzo físico que tendremos que emplear para realizarlo y la forma exacta en que debemos aplicarlo a fin de que no haya tropiezo alguno.

      Esta misma consideración puede hacerse respecto a otras muchas cosas de la vida humana.

      Así, por ejemplo, ¿qué empresario puede desentenderse del futuro más o menos próximo del mercado? ¿Qué inversor puede encerrarse en el ahora y el aquí, sin preocuparse de los cambios que forzosamente han de producirse en el funcionamiento y en la estructura de la sociedad económica?

      Todo el mundo debe hacerlo. Todos tienen que hacer sus cálculos para no verse sorprendidos por el porvenir. Quizás la causa de muchos fracasos industriales y financieros actuales está en no haber hecho esos cálculos con suficiente rigor y realismo. En haber pensado que nada cambiaría y que las vacas gordas seguirían funcionando indefinidamente. En haberse empeñado en vivir demasiado en el presente y demasiado poco en el futuro.

      Por otra parte, ahora se empieza ver que las previsiones a corto plazo no son suficientes. Se hace preciso cada vez más el enmarcar la evolución económica en el cuadro más amplio de la evolución demográfica, del cambio tecnológico, del proceso energético, etc., hasta el primer siglo del nuevo milenio. Todo esto es ya y no por un simple método imaginativo sino fundándose en datos completamente científicos. Existen ya empresas importantes que se dedican a investigar y poner a disposición de los posibles usuarios todas estas clases de «futuribles».

      En cuanto a los políticos su incapacidad para contemplar la acción a largo plazo es algo muy conocido y casi proverbial. Su perspectiva es en general extremadamente corta. Predominan entre ellos los cálculos electoralistas y la politiquería partidista de pequeño alcance. Por el contrario han faltado desde hace mucho tiempo y siguen faltando políticas con auténtica visión histórica.

      Un ejemplo de la miopía histórica de nuestros políticos nos lo proporciona la poquísima altura que se está dando actualmente a los planteamientos relacionados con la pertenencia o no pertenencia del Estado español a la «Organización del Tratado del Atlántico Norte», más conocida por NATO u OTAN. Aquí sí que hubiera hecho falta poner en marcha la máquina exploradora del tiempo para saber lo que puede ocurrir después, una vez que se haya adoptado la decisión, en un futuro próximo e incluso en un futuro lejano.

      Pero parece que esto no le preocupa a nadie. Ni al Gobierno, que —a juzgar por las trazas— sólo se interesa en este momento en marcarse un tanto político, —en salir con bien de este envite fenomenal que le ha echado a la oposición izquierdista— ni a ciertos pacifistas que están decididos a que se dé la campanada, sin tener la menor idea de lo que sucederá luego en cuanto a relaciones internacionales se refiere.

      Algo todavía más grave para nosotros es el tratamiento que España le ha dado a la realidad vasca, a través de todos sus gobiernos desde Cánovas hasta Felipe González pasando por Franco. Que al gran estadista que fue don Antonio Cánovas del Castillo le faltó visión histórica en este asunto es cosa que incluso mucha gente españolista reconoce hoy paladinamente. De Franco, nada digamos, la cosa no se pudo hacer peor desde el punto de vista de la realidad vasca e incluso desde el de una auténtica realidad española.

      En cuanto al actual Gobierno, las dilaciones, la labor subterránea para reducir al «mínimo minimorun» la interpretación del Estatuto, el trato policial del problema, etc., muestran que no hay en aquél atisbo alguno de lo que debiera ser una actitud histórica ante la cuestión.

      Â¡Ah, qué falta nos haría disponer ahora del «taxi del tiempo» para explorar un poco lo que aquí ha venido pasando y lo que puede llegar a pasar!

      Si no se acaba de entender que la nacionalidad vasca no es sólo un tema de Estado —como ahora se dice— sino una realidad histórica que no puede ser disuelta en pequeños combinados políticos, no se hará cosa buena en este asunto.

 

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