Carlos Santamaría y su obra escrita

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¿Hacia una Europa sin fronteras?

 

El Ciervo, 470 zk., 1990-04

 

      En los años que siguieron al reparto de Yalta los comunistas echaron una tapadera sobre las diversidades étnicas existentes en los territorios por ellos controlados. Pareció como si tales diferencias no existieran ni hubieran existido jamás. La URSS y los países del Pacto de Varsovia formaron de esta manera un gran bloque aparentemente uniforme.

      Esto venía en cierto modo a confirmar la tesis marxista de que en el mundo socialista no hay ya verdaderas fronteras, puesto que la unidad de la clase proletaria suprime por sí misma las divisiones nacionales, propias de las sociedades burguesas.

      Pero he aquí que de pronto la «perestroika» ha venido a romper esta presunta uniformidad poniendo en evidencia la pluralidad de etnias que, aunque soterradas, nunca habían llegado a desaparecer del todo. Con el nuevo planteamiento los hechos nacionales resurgen ahora con fuerza, complicándole la vida a Gorbachov más quizás de lo que él mismo hubiera supuesto.

      Vemos cómo una explosión de nacionalismos exacerbados afecta en este momento a la URSS y a otros países del Este europeo. Así, por ejemplo, en las repúblicas soviéticas del Caúcaso renace la tensión, de profundas raíces históricas y religiosas, entre armenios y azeríes, dando lugar a una situación próxima a la guerra civil, que obliga a los rusos a utilizar su ejército como único medio de «pacificación» de aquellas regiones.

      No menos grave para la URSS es la rebelión de las repúblicas bálticas anexionadas en 1945 y que ahora exigen de modo acuciante su total separación de la Unión Soviética.

      Más difícil aún de resolver es la situación de Yugoslavia, donde servios y eslovenos se enfrentan con las armas en la mano poniendo en peligro la existencia misma de un Estado siempre en equilibrio inestable al estar formado por cinco o seis etnias diferentes.

      Los Estados del centro y este europeo como Hungría, Bulgaria, Rumania, etc. son también auténticos mosaicos de razas, pueblos y lenguas que no pueden ser encajados, sin fuerte violencia, en los moldes del Estado jacobino: un Estado, una Nación.

 

El mapa político

 

      Â¿Qué representan las fronteras en este estado de cosas? ¿Sobran o faltan fronteras?

      algunos observadores, sobre todo franceses, ven cierta analogía entre la situación actual y la que se produjo al término de la primera guerra mundial, tras el hundimiento del régimen zarista y la demolición del Imperio austro-húngaro. También entonces hubo una especie de erupción de nacionalidades sin Estado que reclamaban formas políticas propias. El Tratado de Versalles de 1919 se propuso responder a estas exigencias facilitando la constitución de nuevos Estados independientes, más ajustados a las realidades étnicas, lo cual supuso la aparición de nuevas fronteras y una transformación profunda del mapa político europeo.

      Hoy, en cambio, nadie piensa en que la introducción de nuevas fronteras pueda ser una solución para la actual problemática de las etnias irredentas. En muchas zonas de Europa las minorías nacionales viven, en efecto, mezcladas entre sí, habitando unos mismos territorios y sin que sea posible establecer límites geográficos bien definidos entre ellas.

      Este es el caso, sobre todo, de las minorías alemanas existentes fuera de su país, como consecuencia de guerras anexiones y trasvases de poblaciones que han venido produciéndose a lo largo del tiempo.

      Según fuentes germánicas, más de cuatro millones de alemanes viven actualmente en la Unión Soviética, Polonia, Rumania, Checoslovaquia y otros Estados europeos, sin que su problema étnico encuentre una solución satisfactoria. Estas gentes conservan vivo el sentimiento de su germanidad y se mantienen en una especie de permanente irredentismo, causa de muchos problemas.

      Un caso típico de esto que decimos, y que nos puede servir de ejemplo es el de Silesia, región natural poco más extensa que Cataluña, en la que cohabitan dificultosamente checos, polacos y alemanes siempre mal avenidos entre sí. Anexionada alternativamente por Alemania y por Polonia, esta región ha sido causa de luchas y guerras en el curso del presente siglo.

 

Una visita a las minorías

 

      Cuando el canciller Kohl visitó Polonia, en noviembre pasado, se permitió manifestar su propósito de hacer una visita a las minorías alemanas de Silesia —algo más de cien mil personas— le faltó tiempo al gobierno polaco para publicar una nota de protesta, en la que declaraba terminantemente que «en Polonia no hay más que polacos». Frase esta muy expresiva de la absoluta incomprensión que, no sólo Polonia, sino otros muchos Estados, suelen mantener respecto a sus respectivas minorías étnicas.

      La respuesta del canciller alemán a dicha nota fue un tanto ambigua y dio lugar a muchos comentarios. El gobierno alemán —dijo Kohl— se atiene al principio de la «inviolabilidad de las fronteras» y está dispuesto a respetarlo en todo momento. Pero esto no significa que renuncie a defender el derecho de «autodeterminación» de las minorías alemanas en otros países.

      Es evidente que en estas palabras había una cierta contradicción. Las minorías alemanas tienen derecho a autodeterminarse, pero no se pueden cambiar las fronteras —venía a decir el canciller alemán. Cabe pues preguntarse qué clase de autodeterminación sería ésta al venir condicionada de modo forzoso por el absoluto respeto a unas fronteras preestablecidas entre los Estados.

      Ciertamente, la presunta contradicción, más que en las palabras de Kohl, se encuentra en la propia realidad étnico-política europea, la cual dista mucho de lo que debiera ser una perfecta armonía entre los Estados y los pueblos. La Europa de los Estados sigue estando hoy en contradicción con aquella Europa de los pueblos de la que tanto se habló hace cuarenta años.

      Â¿Qué hacer con las fronteras? ¿Multiplicarlas para dar cabida a nuevos estados? ¿Suprimirlas del todo, dando paso a una Europa uniforme? Quizás mejor relativizarlas, haciéndolas más permeables y más fácilmente adaptables a las diversidades étnicas, dentro de un espíritu común de inspiración federalista.

      A finales del 89, François Mitterrand, un poco en respuesta a las manifestaciones de Kohl, se declaró partidario de una Europa confederal «que asociase a todos los Estados de nuestro continente».

      Según el presidente francés, éste sería el cuadro en el que podrían encontrar solución las diferencias Este-Oeste, por una parte, y los problemas de las minorías étnicas, por otra.

      Por lo que hace al segundo aspecto, que es el que aquí nos interesa, hay que hacer notar, sin embargo, que en una Confederación de Estados soberanos cada uno de éstos tendría, en principio, plena libertad para tratar a sus minorías del modo que le pareciese más conveniente, con lo que no se habría dado un solo paso hacia la solución de los conflictos étnicos.

 

Hacia un federalismo

 

      En mi modesta opinión, para alcanzar este objetivo habría que recurrir, no a una Confederación de Estados soberanos, sino a una genuina Federación europea.

      Los conceptos de Confederación y de Federación, no sólo son distintos, sino antagónicos, al menos bajo determinados aspectos. Así lo ponía de relieve en un artículo publicado en Le Monde, el 24 de enero pasado, como comentario a la citada declaración de Mitterrand, el profesor Hadas-Lebel, del Instituto de Estudios Políticos de París.

      Mientras la Confederación se hace de arriba a abajo, siendo los Estados los verdaderos sujetos de la misma, una organización federal de Europa partiría de la base, es decir, de las regiones, de los grupos étnicos, de los pueblos, de las nacionalidades, que constituyen la sustancia de esta Europa, tan diversa y. al mismo tiempo, tan consciente de sí misma a lo largo de casi toda su historia.

      Claro está que este proyecto no es fácil de realizar. Que habría que trabajar mucho para llevar adelante una idea todavía tan poco concreta, como lo es la del federalismo. Pero debiéramos convenir todos en que éste sería el único camino para resolver de una vez el famoso problema de las fronteras.

      Â¿En la Federación europea habría fronteras? Probablemente sí. Pero serían en todo caso algo muy diferente, y mucho más cargado de sentido de la realidad, que las que conocemos actualmente.

 

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