Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Ciencias del Hombre

 

El Diario Vasco

 

      Desde hace unos años y, sobre todo, a partir de la última guerra, se han desarrollado notablemente las llamadas «ciencias del hombre».

      La demografía, la psicología colectiva, las técnicas de la opinión, la sociología religiosa, la geografía humana, la ciencia de las costumbres, la tipología económica etc. ocupan un lugar destacado en las publicaciones, especialmente en las de organismos internacionales como la Unesco.

      Debido tal vez a la influencia americana, la estadística y los procedimientos de «sondeo» juegan en las ciencias del hombre un papel importante, lo que les da una estructura común «sui generis», fácilmente reconocible.

      No cabe negar la utilidad de tales ciencias destinadas al conocimiento, bajo múltiples aspectos, del «fenómeno humano». Su creciente preponderancia causa, sin embargo, alguna inquietud a los pensadores espiritualistas. Existe, en efecto, el temor de que, al aplicarse al estudio hombre métodos científicos idénticos a los que emplean las ciencias de la naturaleza, llegue a olvidarse, una vez más, que el hombre no puede, ser considerado como un simple «objeto».

      Hay una física del cuerpo humano y cabe, asimismo, una física de las sociedades humanas pero en ambos casos lo propiamente humano es abiertamente eliminado y sólo se fija la atención en aspectos o partes puramente materiales del ser y de la actividad del hombre. De aquí que nadie piense en considerar la fisiología —individual o social— como una ciencia del hombre.

      Cuando, en realidad, se quiere estudiar el hombre, al hombre total y auténtico, no cabe hacer abstracción de lo que hay en él de propiamente humano. De otro modo la «humaneidad» se volatilizaría antes de ser investigada.

      Las «ciencias del hombre» tratan, sin embargo, de respetar esa «humaneidad», es decir, el hecho humano integral. ante esta pretensión cabe preguntarse si el método de indagación que ellas aplican es siempre el adecuado a este fin.

      La esencia del cientismo —«bestia negra» de nuestro Miguel de Unamuno— consistía y consiste, precisamente, en eso, en la pretensión de un «conocimiento homogéneo». El hombre no será tratado de manera distinta que una simple cosa y el fenómeno humano habrá de someterse a un mismo análisis que un hecho físico cualquiera.

      Esta «homogeneidad» constituye una amenaza intelectual de primer orden que se filtra insidiosamente a través de las modernas ciencias antropológicas: un hombre o una sociedad humana no pueden ser conocidos lo mismo que una abeja o que una colmena sencillamente porque hay en ellos un nuevo y definitivo «ingrediente»: la libertad, la personalidad.

      La sociedad está formada por un conjunto de libertades combinándose entre sí bajo la tutela de una ley moral. Esta expresión «ley moral» no puede ser reemplazada por la de «comportamiento estadístico» o «conducta media» ni por ninguna otra de naturaleza frecuencial, sin que se derrumbe interiormente todo su contenido.

      La revista francesa Esprit ha planteado en su último número, muy oportunamente por cierto, el problema de las «ciencias del hombre» ¿Cuál es la característica esencial de estas ciencias? ¿Hasta qué punto alcanza la legitimidad de su aplicación? ¿Qué hay que pensar del concepto de «normalidad» fundado sobre modelos humanos de tipo frecuencial?

      Frente al ser humano en su totalidad, cuerpo-alma, principio único de acción, naturaleza libre, causa de sus propios actos, no basta a mi entender, la ciencia: hace falta una «sabiduría». Es decir, que se plantea la necesidad de una actitud profunda frente a problemas o misterios extra-científicos, como lo son el valor trascendental de la vida humana, la libertad de elección, el destino y la salvación del hombre.

      Un ejemplo claro nos lo proporciona la sociología religiosa. En los tratados generales de esta ciencia encontramos una clasificación acabada de las religiones desde el punto de vista del «comportamiento» pero no desde el del valor salvífico de las diversas creencias y prácticas religiosas: religiones de trascendencia y religiones de inmanencia; nacionales y universales; primitivas y desarrolladas; esotéricas y exotéricas, hieráticas y de masa, etc.

      Todo ello produce la impresión de un trabajo sistemático perfecto y, por decirlo así, exhaustivo, ni más ni menos que si se tratara de estudiar las costumbres sexuales de los ornitorrincos. No deja de ser interesante e incluso útil; pero no me resuelve nada en relación con mi problema esencial, el único que verdaderamente me interesa en el domino religioso, es decir el de mi propia elección personal y el del valor y la trascendencia de mi propio acto libre.

      Aceptemos pues las ciencias del hombre y utilicémoslas eficazmente pero no permitamos que sea suplantada, por un entrecruzamiento de índices estadísticos, la primigenia sabiduría, eminentemente filosófica y moral, única capaz de dar sentido a nuestro conocimiento «totalitario» del hombre.

 

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