Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Leccion III. Humanismo integral

 

    En la lección anterior quedaba pendiente un interrogante: ¿hasta qué punto es realizable en nuestro ciclo histórico concreto un ideal de unidad intelectual y espiritual como base de la unidad política?

    La unidad política no puede ya fundarse en la unidad de creencias, una vez que la gran crisis que se inicia en el Renacimiento, se sigue en la Reforma y culmina en el liberalismo y en el absolutismo ateo, la ha hecho desaparecer. ¿Será posible construir un nuevo humanismo purgado de los grandes errores en que el humanismo antropocéntrico había incurrido? ¿Este nuevo humanismo, que Maritain denomina humanismo integral, será capaz de infundir espíritu a una nueva estructura de la ciudad temporal?

    Los dos problemas centrales del Humanismo pueden centrarse en estas dos cuestiones: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el destino del hombre y cómo se relaciona la vida temporal del hombre con ese mismo destino? Esta segunda pregunta se traslada, en el plano de la teología católica, al de las relaciones entre la libertad y la Gracia.

    Maritain examina las notas características del Humanismo medioeval y pasa luego al estudio de lo que puede llamarse la tragedia del humanismo antropocéntrico. Trataremos de seguirle a lo largo de sus minuciosos análisis. Veamos cómo han contestado a aquellas preguntas fundamentales las épocas históricas que han precedido a nuestro tiempo.

    La Edad Media tiene del hombre el concepto cristiano tradicional. El hombre no es sólo un animal dotado de razón, sino mucho más, es una persona, universo de naturaleza espiritual dotado de libertad de elección en el que no puede morder el mundo exterior. En su existencia concreta e histórica el hombre no es simplemente un ser natural, sino un ser dislocado, herido por el pecado —por el diablo que le hiere de concupiscencia— y por la gracia —por Dios que le hiere de Amor. Por una parte lleva la herencia del pecado y por otra está traspasado por las solicitudes de la Gracia actual. En suma el hombre es a la vez un ser natural y sobrenatural. De la Gracia tiene la Edad Media el concepto plenamente cristiano y católico, recibido de San Agustín: gratuidad absoluta, soberana libertad del hombre ante la Gracia, eficacia de ésta, iniciativa divina. Cuando Dios corona nuestros actos, corona sus propios dones: el hombre no puede salvarse ni comenzar por sí solo la obra de su salvación. Así concibe la Edad Media al hombre y la relación del hombre con su destino.

    Pero hay, sin embargo, en la época medioeval una nota característica, una especie de simplicidad ingenua, en virtud de la cual todas estas cosas se viven más que se sienten. Es una falta de sentido reflejo, cierta suerte de pudor que experimenta el hombre medioeval de volver la mirada hacia sí mismo y al mismo tiempo la necesidad o el ansia de contemplar el ser de las cosas. El hombre medioeval está vuelto hacia el ser y sobre todo hacia Dios. Lo humano está bajo el signo de lo sagrado, está ordenado a lo sagrado y protegido por lo sagrado. Al hombre no le queda tiempo ni atención para ocuparse de sí mismo.

    Con el Renacimiento se inicia la empresa épica del descubrimiento del hombre. Se produce una rehabilitación de la criatura, del hombre, pero una rehabilitación de carácter antropocéntrico. Esta revolución del pensamiento y de la actitud humana se manifiesta en todo; hasta en lo arquitectónico, el barroco reemplaza al gótico y al románico.

    En el humanismo se produce una doble desviación. Por una parte la dialéctica protestante de la criatura aniquilada, es decir el error de la gracia sin la libertad y por otra el molinismo, la dicotomía cartesiana, el naturismo y la falsa filosofía de la libertad sin la gracia.

    Para Lutero, como para Calvino, la criatura aparece aniquilada ante Dios. La Gracia no vivifica al hombre, no le justifica sino que le encubre como un manto y oculta, por decirlo así, el pecado a los ojos de Dios. El hombre está esencialmente corrompido y la Redención no modifica esta situación. Ahora bien, la dialéctica protestante conduce así a un resultado inesperado. Si el hombre no vale para Dios, valdrá para el mundo. El hombre se entrega así con fiebre redoblada a la tarea de edificar un mundo profano, en el que para nada cuenta lo divino. Un mundo sin esperanza alguna de Redención, pero que, es al fin y al cabo, la obra de esa miseria en marcha que es el hombre.

    En otra dirección completamente opuesta se llega a un resultado análogo: la ciudad sin Dios. Iníciase este camino, en opinión de Maritain, en el Molinismo. El P. Molina, siguiendo una corriente teológica que constituye una reacción contra la teoría protestante del hombre aniquilado, reivindica para la libertad humana un papel más importante que el que le asigna la escuela dominicana en la edificación del Bien. En el molinismo se funda lo que Maritain llama humanismo mitigado. Ahora bien, esta posición es inestable, tiende a prolongarse hacia un humanismo absoluto. A medida que se reconoce una mayor esfera de acción para la libertad humana va surgiendo un falso nuevo mundo: la realidad se esconde en dos realidades separadas que van poco a poco distanciándose: el mundo de la naturaleza y el mundo de la Gracia. En Descartes se encuentra ya esta dicotomía. Dios está todavía presente, pero ya no interviene en la acción. Esta dirección nos lleva derechamente a Rousseau, y por fin al liberalismo absoluto burgués donde la presencia de Dios es ya completamente innecesaria. El mundo de la naturaleza, que es el mundo del hombre no necesita a Dios para nada. En Comte y Hegel culmina esta trayectoria de la libertad sin la gracia. Al ateísmo se puede llegar por dos caminos. O pretendiendo captar a Dios por medio de una razón geométrica (Descartes), con lo cual se acaba por considerarlo al final como una idea más que es el límite ideal del desarrollo del mundo y de la Humanidad (Hegel) o declarando a Dios inasequible, misterioso, con lo cual se ve compelido a prescindir por completo de Él (Jansenio).

    En realidad estas dos grandes desviaciones nacen de la hipertrofia de dos dogmas cristianos: el del pecado y la caída original, que el protestantismo exagera, y el de la libertad y el valor personal del hombre que el naturalismo lleva también hasta un desarrollo gigantesco y deforme.

    Pero la cosa no para ahí. Las consecuencias de este drama se dejan sentir en nuestro tiempo. El mal del humanismo no era el ser humanismo sino el ser antropocéntrico, el haberse olvidado de Dios. Este antropocentrismo degenera en tragedia cuando el darwinismo —la descendencia del mono sin discontinuidad metafísica, y el freudismo— que reduce al hombre al mundo subterráneo del instinto y del deseo, a la adición del líbido sexual y del instinto de la muerte— acaban por arrastrar al hombre por el barro. El hombre abdica entonces su dignidad y queda abierto el camino para el absolutismo totalitario o marxista y para todas las miserias actuales.

    Hoy se dibujan, según Maritain, dos posiciones cristianas frente al problema del humanismo. La del teólogo protestante Karl Barth y su escuela —que en el fondo se reduce a la posición tradicional protestante del hombre aniquilado— y la tomista que ha de inspirar, al menos así lo espera nuestro autor, el futuro del humanismo y de la época histórica venidera que se anuncia. Preséntase aquí el Humanismo integral en el que se trata de salvar el verdadero humanismo cristiano deformado por cuatro siglos de errores antropocéntricos.

    Veamos ahora cuáles son los caracteres fundamentales de este humanismo integral que pretende tener puestas al mismo tiempo la mirada en el hombre y en Dios, en la criatura y en el Creador.

    El mundo de las criaturas debe ser amado en Dios y por Dios. Hacerlo así no es considerarlo como un fin último, ni tampoco como un puro medio, sino como un fin infravalente, es decir, digno de ser estimado en su propio valer. La primera de las características del nuevo humanismo es, pues, la rehabilitación de la criatura en Dios. En él se reconoce a lo temporal y a lo humano un valor, propio e instrumental.

    La segunda característica del humanismo integral, es una filosofía recta y adecuada de la libertad. La teología agustiniana de la gracia y de la libertad domina la Edad Media. Mal interpretada por los autores de la Reforma, la concepción negativa de Calvino y de Lutero, inspira el Renacimiento y el barroco. Exagerada a partir de Molina en Descartes, en Rousseau y en Hegel culmina en el liberalismo absoluto, que no es en suma sino una filosofía falsa de la libertad. En la próxima lección veremos cómo Maritain pretende restablecer este orden de cosas mediante una concepción inspirada en el tomismo.

    La tercera característica del humanismo integral, es, en fin, una conciencia de sí evangélica. El hombre se considera a sí mismo como imagen de Dios. Tiene, pues, un concepto elevadísimo de su propia dignidad. Sabe que el mal, bajo el cual gime, no puede corromperle ni dominarle completamente. Aspira a una plenitud. Penetra en su interior, desciende hacia sus fondos oscuros, pero sin abandonar la mano de Dios. No se limita a condenar el mal en sus manifestaciones externas sociales sino que lo arrostra íntimamente y con profunda sinceridad. Un doble respeto le anima hacia la naturaleza y hacia la razón como criaturas procedentes de la mano de Dios.

 

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