Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

El todo moral y sus partes

 

    Si volvemos ahora de nuevo al todo y a las partes —porque hay que hacerlo a cada momento para concebir rectamente el Bien Común—, tiene mucha importancia el conocer la relación que existe entre un todo moral con sus partes, relación que sólo analógicamente puede asimilarse a la de un todo substancial o a la de un todo simplemente dinámico y determinante, con sus partes.

    Porque nos encontramos aquí con una doble paradoja. Nos encontramos, por un lado, con que, en este caso, en el caso de las relaciones del hombre con la sociedad política, el bien de la parte supera o transciende, en cierta manera, al bien del todo, puesto que la parte va más lejos que el todo y el hombre está destinado a más altos fines que el Estado. Y, por otro lado, con que el todo se halla aquí al servicio de las partes, y no como en otros casos, las partes al servicio del todo, puesto que el Estado no ha sido querido por Dios a fin de que el hombre sea para aquél, sino a fin de que el mismo Estado sea para el hombre.

    En cambio, las partes de un todo substancial —el caso de la mano y el cuerpo, por ejemplo— están enteramente subordinadas al bien del todo y esto hasta el punto de que apenas tiene sentido hablar separadamente del bien del todo y del bien de las partes. Así, dice Santo Tomás, que el bien no puede predicarse de esta o de la otra parte, sino del todo.

    En un todo dinámico que pudiéramos llamar determinante —tengamos presente el caso de la abeja y de la colmena, la asociación de tipo meramente biológico— sí tiene sentido el hablar del bien de la parte, del bien de esta abeja individual, como de algo distinto del bien del todo, pero la parte está enteramente subordinada al todo, es decir, está subordinada en virtud de todo lo que hay en ella. La abeja colma los fines de su existencia en la colmena; está hecha para la colmena. Sólo a través de ella realiza su fin último y, en cierto modo, da gloria a Dios. Las abejas no tienen otra manera de dar gloria a Dios que sacrificándose por la colmena.

    Las criaturas irracionales están, exclusivamente, destinadas al Bien Común intrínseco del universo, y éste, a su vez, está ordenado a un fin superior, el Bien Común separado del universo, que es Dios. Pero el hombre no está hecho para la sociedad, sino que está directamente ordenado a Dios, y esta ordenación directa trasciende por sí misma todo el Bien Común creado, el Bien Común de la sociedad política y también el Bien Común intrínseco del universo.

 

Ordenación del hombre a Dios

 

    El fin del hombre es la participación de la vida divina, es la eterna beatitud. Al realizar este fin, el hombre colma su razón de existir, es decir, realiza su felicidad y da gloria a Dios. Dos cosas que no pueden separarse sin plantear un pseudoproblema, un falso problema que no encierra verdaderamente significación alguna, porque nosotros no tenemos otra forma de realizar la felicidad que dando gloria a Dios y no tenemos otra forma de dar gloria a Dios que realizando nuestra felicidad.

    Este es, a mi juicio, el significado de la frase tan discutida del Padre Eschmann que dice que «interponer el universo entre Dios y las criaturas intelectuales es cosa típicamente pagana y griega». Es importante hacer notar que esta frase ha sido incorporada, con ligera modificación, al reciente directorio pastoral en materia social que los Obispos franceses han dado a su clero, hace poco tiempo, y en el cual figura en estos términos: «interponer el universo entre Dios y las criaturas intelectuales es una concepción pagana».

    Maritain hace también suya esa frase en el pequeño libro de la Persona y el Bien Común. Pero hay que señalar que Maritain desautoriza, al mismo tiempo, otras frases pronunciadas o escritas en su defensa, diciendo que se trata de «fórmulas atrevidas» que él nunca había empleado». Me parece, pues, que no es legítimo el ir a buscar el pensamiento de Maritain en el texto de Eschmann, como se ha querido hacer alguna vez.

    En verdad, todo el universo está ordenado a la persona humana para que, por su medio, logre ésta el fin a que está destinada. Todo el universo material, todo el universo irracional, está ordenado a eso, a que la persona humana realice su fin, lo cual no es extraño porque, como es sabido, el bien sobrenatural de una sola alma supera a todo el bien creado y temporal. «Es conforme a la razón —dice Su Santidad Pío XII[5]—, y ella lo quiere así también, que, en último término, todas las cosas de la tierra sean ordenadas a la persona humana, para que, por su medio, hallen el camino hacia el Creador. Y al hombre, a la persona humana, se aplica lo que el Apóstol de las Gentes escribió a los Corintios sobre el plan divino de la salvación de las almas: «todo es vuestro, vosotros sois de Cristo, Cristo de Dios». Mientras que el comunismo empobrece la persona humana invirtiendo los términos de la relación del hombre y de la sociedad, la razón y la revelación la elevan a tan sublime altura». Y en otro pasaje de la misma encíclica[6] dice Su Santidad «que el hombre tiene un alma espiritual e inmortal; es una persona adornada admirablemente por el Creador con dones de cuerpo y espíritu, un verdadero «microcosmo», como decían los antiguos; un pequeño mundo que excede con mucho en valor a todo el inmenso mundo inanimado. Dios sólo es su último fin en esta vida como en la otra; la gracia santificante lo eleva al grado de Hijo de Dios y lo incorpora al reino de Dios en el cuerpo místico de Cristo».

    Dentro de este mismo orden de ideas, Maritain se expresa así: «En razón de su ordenación a lo absoluto (soy yo quien subraya), y dado que es llamada a un destino superior a lo temporal o, dicho de otro modo, según las más altas exigencias de la personalidad como tal, la persona humana, en cuanto totalidad espiritual, subordinada y referida a un todo trascendental, está sobre todas las sociedades temporales y es superior a ellas. Y, bajo este aspecto, respecto de todas las cosas que pertenezcan al César, la sociedad misma y su Bien Común están indirectamente subordinados, como a un fin de otro orden que está sobre ambos, a la realización perfecta de la persona y sus aspiraciones supratemporales. Una sola alma humana vale más que todo el universo y todo el conjunto de bienes temporales; ninguna cosa es superior a un alma inmortal, sino Dios»[7].

    Refiriéndola a estos textos, no hay inconveniente en aceptar la frase de Manuel Mounier que dice así: «La persona no es una célula, sino una cumbre de donde parten todos los caminos del mundo».

 

 

[Notas]

 

[5] Divini Redemptoris 30.

[6] D.R. 27.

[7] P. y B.C., pág. 67.

 

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