Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Individuo y persona

 

    Maritain recurre a la distinción escolástica entre «individuo» y «persona», apoyándose, sobre todo, en los análisis del P. Garrigou. Aquellos dos términos expresan, sin duda, conceptos muy diferentes: el primero se aplica a todo ser substante, en sí mismo indivisible, mientras que el segundo corresponde a un género especial de subsistencia, caracterizada por la racionalidad y la libertad.

    Ahora bien, cabe preguntarse si esta terminología es acertada, si no está ella misma demasiado cargada de un sentido histórico y conceptual, que nada tiene que ver con nuestro problema, ya que la noción de persona ha adquirido cuerpo al ser utilizada especialmente en las cuestiones teológicas de la Trinidad y de la Encarnación del Verbo.

    La palabra individuo y la palabra persona provocan inmediatamente en nuestra inteligencia una serie de ideas reflejas debidas al uso histórico que se ha hecho de ellas. ¿Corresponden estas ideas a la distinción que aquí se pretende establecer, en orden a las relaciones del hombre y la sociedad?

    Evidentemente, no. Pero, en realidad, no hay modo de soslayar esta dificultad. A nadie se le oculta la enorme crisis de lenguaje por que hoy atravesamos, la cual dificulta mucho el desarrollo de nuestros conocimientos y, en general, del pensamiento contemporáneo.

    Nos vemos obligados a utilizar un léxico que está ya cargado de sentido, lo mismo que si se tratase de habitar una casa ya llena de habitantes. Las palabras están también cargadas de habitantes. El problema semántico se parece al de la vivienda: consiste en esto, en que no tenemos un léxico suficiente para expresar los infinitos matices que ha ido adquiriendo el pensamiento en todos los órdenes.

    Las palabras individuo y persona no han sido, claro está, inventadas por Maritain, sino que él las ha dado un empleo nuevo. Por esta razón es lógico que nos preguntemos si esta terminología es aceptable, porque, muchas veces, el fondo de las discusiones no consiste sino en problemas suscitados por insuficiencias de lenguaje. Veamos, pues, en qué consiste la individualidad y en qué se diferencia de la personalidad.

    Puesto que todos los individuos de una misma especie poseen una misma forma, ¿qué es lo que les distingue a unos de otros? ¿En virtud de qué este hombre, Juan, es distinto de aquel hombre, Pedro?

    La diferencia no puede venir de la esencia, de la forma, puesto que sólo existe una forma o esencia de hombre, la cual se halla en cada uno de los individuos de la especie humana. El principio individualizador será, pues, la materia. Así, en la posición tomista, se afirma que los ángeles, que son seres inmateriales, son esencias distintas porque, de lo contrario, no se distinguirían en nada unos de otros.

    Esto es lo que expresa la fórmula tomista «principium individuationis est materia quantitate signata».

    La materia individualiza a la forma que recibe. Esta materia mía, estas células, estos tejidos, estos órganos míos, toda esta materialidad mía es la que me distingue de otros hombres, pero no la esencia ni la naturaleza mía, que es la misma que la de los demás hombres.

    Ahora bien, esta subsistencia material es sumamente inconsistente y endeble. Habíamos llamado subsistencia a aquella cualidad en virtud de la cual, un ser existe por sí mismo, sin tener necesidad de ser comunicado a otro para ello. Pues bien, esta individualidad mía material es una subsistencia precaria, no puede serlo más, porque la materia es el orden ínfimo de la creación, algo que se encuentra en los confines del no ser y de la ininteligibilidad. Y así dice San Agustín en su forma orante de reflexión filosófica: «Dos cosas habéis hecho, Señor: una próxima a Vos, que es el ángel; otra próxima a la nada, que es la materia»[10].

    La subsistencia que se funda en la materia, tiende, pues, constantemente, a su destrucción, a disolverse en lo informe, a romperse en la multiplicidad. La materia, principio de nuestra individualización es, pues, al mismo tiempo, el principio de nuestra muerte.

    Por otra parte, la materia nos arrastra a lo gregario, a lo vulgar y despersonalizado. «En cuanto somos individuos —dice Maritain—, cada uno de nosotros es un fragmento de una especie: una parte de este universo, un puntito en la inmensa red de fuerzas y de influencias cósmicas, éticas, históricas, por cuyas leyes está regido, puntito sometido al determinismo del mundo físico».

    Esta sumisión al determinismo físico que la materia nos impone es la que hace que, en cuanto individuos, no seamos seres libres, no seamos dueños de nuestros actos.

    El P. Garrigou-Lagrange hace notar la imperfección de este género de subsistencia que caracterizamos con el nombre de individualidad.

    Â«Sin duda alguna, un individuo de una especie cualquiera, animal, vegetal y aún mineral, es ya un todo subsistente, en sí indiviso y distinto de cualquier otro, pero, ¡qué imperfectas son esta subsistencia y esta independencia! La piedra, de sí, no puede sino caer, incluso, no puede detenerse en su caída; la planta, de sí, no puede sino alimentarse, crecer, reproducirse y, todo esto, fatalmente, en una tal dependencia de un ambiente apropiado, que si carece de este ambiente la planta deja de subsistir. También el animal es conducido fatalmente por su instinto, no puede reaccionar ante la atracción del bien sensible que conviene a su naturaleza. Todos estos seres son tan poco subsistentes e independientes como es posible; aprisionados en el determinismo que rige el mundo de los cuerpos, son como piezas de este mundo, autómatas; si queremos hablar con propiedad, no son fuente de acción; antes que obrar más bien son accionados, y se contentan con transmitir la acción»[11].

 

La personalidad

 

    Pero, felizmente, en el hombre existe otro principio de individuación mucho más elevado y noble que la materia. Un hombre no se diferencia de otro hombre de la misma manera que una tortuga se diferencia de otra tortuga. Si eso pensáramos estaríamos expuestos a caer, en el terreno político y social, en el más lamentable de los gregarismos.

    En el hombre hay otro grado de subsistencia, una subsistencia especial que, justamente, por causa de su propia dignidad y nobleza, merece un nombre distinto y nos aproxima a la subsistencia de los seres incorpóreos. Subsistencia intrínsecamente independiente de la materia y que recibe el nombre de persona.

    Â«La persona es el ser racional y libre, dueño de sus actos, independiente, 'sui juris' por oposición al animal, a la planta, al mineral»[12].

    Lo que constituye la dignidad de la persona —dice Santo Tomás— es el hecho de existir separadamente, por sí, «per se separatim existere», de ser independiente en su existencia y, por consiguiente, no proceder sino por sí en el orden de la acción, «per se agere sequitur ad per se esse»[13].

    Y añade el P. Garrigou: «lo que caracteriza, pues a la persona, a los ojos del sentido común, es, por cierto, la libertad, el dominio de sí; pero la libertad, según este mismo sentido común, supone la inteligencia que delibera y la conciencia de sí; y la conciencia del 'yo', a su vez, supone, precisamente, el 'yo', el cual, para hablar con propiedad, es la persona.

    Esta independencia de la materia en el orden del querer supone una independencia de la materia en el orden del conocimiento, y esta última, a su vez, supone una independencia de la materia en el mismo ser, 'operari sequitur esse'; ésta es la verdadera subsistencia, la que no es alcanzada por la corrupción del cuerpo, la que fundamenta metafísicamente nuestro deseo natural de vivir siempre».

    Veamos, pues, hasta qué punto la noción de personalidad supera y transciende la de individualidad. La ley física y determinante queda reemplazada por la ley de la razón y de la libertad personal.

    Â«Por nuestra individualidad —prosigue el P. Garrigou— somos, esencialmente, dependientes de tal ambiente, de tal clima, de tal herencia; griegos, latinos o sajones. Cristo era judío. La personalidad, por el contrario, proviene del alma, es la misma subsistencia del alma, independientemente del cuerpo.

    Y en cuanto somos una persona, dejamos de estar sometidos a los astros; cada uno de nosotros subsiste, todo entero, por la subsistencia misma del alma espiritual, y ésta es, en cada uno, un principio de unidad creadora, de independencia y libertad.

    Ser persona es ser, pues, independiente de la materia».

    Esto es, precisamente, lo que caracteriza a los santos, que luchando con el no ser de la materia, han alcanzado la participación en la vida del Ser verdadero.

    En el morir para sí y el vivir en Cristo de los santos no hay sombra de despersonalización. Al contrario, la personalidad humana se completa y se corona en un grado sublime de perfección.

    Negarse a sí mismo para Cristo es el polo opuesto de negarse a sí mismo para la nada de la materia.

    Y el P. Garrigou-Lagrange corona su análisis sobre la distinción metafísica ante las nociones de individualidad y personalidad, en el que Maritain se apoyó y se inspiró en gran parte, con estas bellas palabras que colocan la santidad en el polo opuesto de la materialidad y del gregarismo.

    Â«Por esta causa, los santos, en el orden del conocimiento y del amor, se han esforzado en sustituir, de alguna manera, su propia personalidad por la de Dios, en 'morir a sí mismos' para que Dios reine en ellos. Se han armado de un santo odio contra su propio yo. Han procurado poner a Dios en el principio de todos sus actos, obrando no ya según las máximas del mundo o según su propio juicio, sino conforme a las ideas y a las máximas de Dios recibidas por la fe.

    De este modo han logrado la más poderosa personalidad que se puede concebir, han adquirido, en cierto sentido, lo que Dios posee por naturaleza: la independencia frente a todo lo creado, no ya tan sólo la independencia frente al mundo de los cuerpos, sino, incluso, la independencia respecto a las inteligencias.

    Â¿Es, en realidad, él quien vive o es Dios quien vive en él? En el orden de la operación, del conocimiento y del amor, el santo ha reemplazado su propio 'yo' con el yo divino, pero en el orden del ser permanece como un yo distinto de Dios».

 

 

[Notas]

 

[10] Conf. XII. Coment., por Santo Tomás en Summa I. 44. s. 2.

[11] Sentido Común, pág. 291 de la ed. en lengua castellana.

[12] Id., pág. 285.

[13] Id., pág. 291.

 

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