Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Prefacio

 

    La frase que sirve de título a este libro, «la Iglesia hace política», es un tanto chocante, y chocará, sin duda, en los oídos de más de uno de nuestros lectores.

    Parece, en efecto, contradecir, al menos formalmente, el primero y más conocido de los principios que —según la doctrina de la propia Iglesia— deben regir sus relaciones con el mundo político: la Iglesia no hace política, no interviene en las luchas de los partidos, ni pretende inmiscuirse en las decisiones de los gobiernos. Respeta escrupulosamente la independencia del poder civil y la autonomía de lo profano.

    Este es el que pudiéramos llamar principio de no-intervención de la Iglesia en la vida política, principio incesantemente repetido por el magisterio eclesiástico en los tiempos modernos, cada vez que el mismo ha tenido o tiene que ocuparse de asuntos que afectan al orden temporal.

    Sin embargo, este principio no agota el tema, no expresa por sí solo la totalidad de la postura de la Iglesia. Hay una segunda parte, un segundo principio, también afirmado por la Iglesia y quizá más importante aún que el primero, al que podríamos llamar principio de intervención. Este principio es el que hacía afirmar a Pío X, en su alocución pastoral del 9 de noviembre de 1903, que el Papa debe ocuparse necesariamente de política, «incluso aunque esto extrañe o moleste a algunas personas», puesto que «no tiene derecho a desvincular los asuntos políticos del dominio de la fe y de las costumbres». Es el mismo principio que Pío XII formulaba en 1951, al decir que «la Iglesia no conoce la neutralidad política en el sentido en que suele aplicarse este término a los poderes terrestres», ya que «Dios no es nunca neutral respecto a los acontecimientos humanos, ni frente a la Historia, y, por tanto, la Iglesia no puede serlo tampoco». El mismo que Juan XXIII y Pablo VI han recordado en diferentes ocasiones en estos últimos tiempos conciliares.

    Ahora bien, la presencia de estos dos principios, dialécticamente contradictorios, da lugar a que la doctrina de la Iglesia sobre la política adopte la estructura lógica de un «no, pero sí». La Iglesia no interviene en política, pero sí lo hace, y debe hacerlo (por sus propios medios, que son los del magisterio y la pastoral), cada vez que está comprometido el mensaje evangélico en su doble vertiente espiritual y temporal, y, en particular, siempre que así lo exijan la defensa de la moral cristiana, la libertad de la persona humana, la paz y la justicia de los pueblos.

    Este «no, pero sí» resulta, sin embargo, algo equívoco y produce, en muchas personas, la impresión de que la Iglesia realiza respecto de la política una especie de «juego doble». Haría falta —dicen— una mayor claridad, un no o un sí rotundo y sin complicaciones.

    Puestos a elegir entre los dos extremos, nosotros preferiríamos en todo caso el segundo, el sí, mejor que el no, pues es ahí donde está condensada la sustancia positiva de la doctrina.

    Nada impediría, de acuerdo con las severas exigencias de la más formal de las lógicas, que el «no, pero sí» fuese transformado en un «sí, pero no», que en el fondo vendría a decir lo mismo, e incluso en un simple «sí» que hiciera pasar el principio de no-intervención a la posición subordinada que realmente le corresponde.

    Algo de esto es lo que queremos hacer en este libro. Lejos, muy lejos, de toda concepción teocrática o clerical, queremos invertir la dialéctica usual de este asunto. La frase «la Iglesia hace política» no es, por tanto, para nosotros una simple paradoja, una boutade o un título publicitario para atraer curiosos; ni tampoco una frase contestataria, una acusación contra la Iglesia porque se mete en política. Lo que queremos decir lo expresa correctamente y sencillamente hace política» no es, por tanto, para nosotros, político-eclesiástico español es conveniente que se diga precisamente en esos términos.

    Pero la frase en cuestión no ha sido inventada por nosotros, ni ha sido fabricada ad hoc. En realidad no es nuestra, se la hemos «robado» a un obispo francés llamado Huyghe, obispo de Arras, y conviene que expliquemos al lector en este breve prefacio la circunstancia en que fue utilizada por él.

    Esto ocurrió precisamente en un momento en el que la actitud del obispo había creado cierta tensión política; uno de los varios episodios que caracterizan a lo que alguno ha llamado la «segunda separación» de la Iglesia y el Estado en Francia.

    A principios de marzo de 1972, M. Chaban-Delmas, entonces primer ministro del Gobierno francés, visitaba el norte de Francia para tratar de afrontar la grave crisis social. Algunas fábricas se habían cerrado y miles de trabajadores se hallaban despedidos, lo cual creaba inquietud en las clases obreras, mientras el conflicto empezaba a extenderse por solidaridad. Y he aquí que el mismo día en que Chaban-Delmas llegaba al país, el obispo de Arras manda leer en todas las iglesias de su diócesis un comunicado en el que se hace solidario de la acción emprendida por algunas organizaciones cristianas en defensa del «derecho al empleo», denunciando «la violencia de que son víctimas dos mil doscientos trabajadores de la industria química y de sus familias» amenazados de despido con indemnización, paro o traslado.

    La coincidencia de este comunicado episcopal con la presencia del primer ministro fue inmediatamente considerada como una intromisión, un gesto político, con el que se creaban dificultades al Gobierno al ponerse el obispo del lado de los obreros. Gesto poco comprensible, decían algunos periódicos —mientras otros aplaudían—, en una situación de armonía entre la Iglesia y el Estado como la que existía en la Francia de De Gaulle.

    Para responder a los ataques y justificar su postura, Mons. Huyghe publicó entonces un artículo en su Boletín diocesano. Cogiendo, como suele decirse, el toro por los cuernos, el obispo de Arras eligió precisamente como título de este artículo el mismo que venimos comentando: «L'Église fait de la politique».

    Tras establecer algunos puntos de doctrina, el obispo asumía la plena responsabilidad de su postura. «No quiero —decía— rehuír la cuestión que se me plantea a mí personalmente. ¿He hecho yo política? Sí. He realizado un gesto social y, a mi entender, también evangélico, y las circunstancias han dado a este gesto un alcance político. ¿Podía yo dejar de estar al lado de los que son víctimas de la recesión? Esta abstención hubiera sido igualmente un acto político, menos visible quizá, pero grave para la conciencia. Todos los actos engagés son ambiguos. La palabra es ciertamente un acto político; pero ¿no lo es también el silencio? Aunque proceda de la prudencia o del miedo, el silencio es también un acto político».

    Estas palabras nos introducen ya en el tema que queremos tratar.

    Â¿La Iglesia interviene en la política? ¿Debe hacerlo? ¿Puede no hacerlo? Intentaremos realizar el análisis de estas cuestiones con toda la generalidad y amplitud que requieren. No limitaremos nuestro horizonte a unos países o grupos de países determinados. Lo extenderemos, por el contrario, a todo el mundo. Nos interesaremos tanto en lo que ocurre al Este como en lo que pasa al Oeste.

    No nos encerraremos tampoco en un planteamiento teórico. Un abundantemente material de hechos está, en efecto, a nuestra disposición, no sólo en la historia contemporánea, desde el concordato de Napoleón hasta el Vaticano segundo, sino también en el momento actual en muchas partes del mundo, desde Brasil hasta Checoslovaquia, pasando por Rhodesia, China, Zaire o Corea del Sur, para llegar también a Portugal, Italia o Francia, donde la «neutralidad política» de la Iglesia es asimismo un tema de creciente interés.

 

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