Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

I. Cuarenta años de no-utilización del arma atómica

 

1. Una importante lección de la Historia

 

     Desde el lanzamiento de las bombas de Hiroshima y Nagasaki, el arma atómica no ha vuelto a ser utilizada. El análisis de este hecho indiscutible puede ser un excelente punto de partida para abordar la problemática de la guerra nuclear. Lo que no ha ocurrido en cuarenta años, ¿podrá suceder ahora que la Humanidad se encuentra mucho más mentalizada que en el pasado sobre los peligros de una guerra atómica?

     Convendría examinar las circunstancias y los motivos de esta no-utilización. A lo largo de estas cuatro décadas no han faltado graves crisis en las que —para emplear las palabras de Kissinger— la Humanidad ha podido creer que estaba ya «al borde del día final». Sin embargo, todas esas crisis pudieron ser superadas sin que llegase a estallar la guerra nuclear.

     Â¿Cuáles fueron las causas o las razones que impidieron la catástrofe en cada uno de estos momentos críticos? Como veremos sucintamente en las siguientes líneas, no han faltado informaciones y juicios respecto a esta cuestión por parte de los estudiosos de la estrategia nuclear. Trataremos de transmitir a nuestros lectores algunas de estas enseñanzas.

     Las principales crisis a las que vamos a referirnos someramente a continuación son las siguientes: Corea (1951); Vietnam (1954); Suez (1956) y Cuba (1962). Como iremos viendo, en todas estas crisis existió un riesgo, mayor o menor, de utilización del arma atómica. ¿De qué manera fue dominado el peligro?

     Antes de entrar en materia, conviene que recordemos aquí un hecho poco conocido: la escasa atención que se prestó, al principio, a la aparición de la nueva arma. En efecto, en aquel momento la opinión pública mundial no concedió una importancia excepcional a los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. El suceso pasó más bien inadvertido: fue visto como un episodio más de la gran contienda, una especie de traca final que venía a confirmar de modo categórico la victoria de los aliados.

     Muchas personas acogieron con un suspiro de alivio la noticia de la bárbara destrucción de las dos ciudades japonesas, dando por supuesto que estos hechos iban a significar el término de la guerra a corto plazo. Desde el punto de vista humanitario, los nuevos bombardeos no tenían ciertamente mayor importancia que la que, por ejemplo, había alcanzado antes el bombardeo de Tokio, realizado por 279 aviones con bombas convencionales y que causó un número de víctimas superior al de Hiroshima. En realidad, tales acciones no representaban en aquella hora nada insólito en comparación con las gigantescas matanzas que se habían producido ya en el curso de la guerra.

     La falta de reacción a que aludimos salta a la vista en los comentarios de la prensa mundial en los días siguientes a Hiroshima, algunos de los cuales han sido recogidos por los historiadores[1].

     La mayor parte de estos comentarios se limitaron a dar cuenta del éxito de los bombardeos, sin llegar a reconocer la novedad radical de la nueva arma, ni a prever las consecuencias que la misma había de tener para el futuro del género humano.

     Uno de los pocos observadores que estuvo a la altura de las circunstancias fue quizás el parlamentario británico Robert Boothby, quien, al día siguiente de Hiroshima, escribió en el «News of the World» su famosa frase, que aún está en el aire: «La bomba atómica significará el fin de las guerras o el fin de los hombres».

     La importancia de la bomba escapó incluso a la perspicacia de los estrategas de la época, los cuales no llegaron siquiera a intuir la revolución que el arma atómica había de producir en la política mundial. Así lo hizo notar el general francés P. Stehlin en una conferencia pronunciada en 1961: «El empleo por primera vez del arma atómica contra las ciudades japonesas fue generalmente considerado por la opinión de las naciones aliadas como una demostración decisiva del genio y de la superioridad técnica de los americanos en el dominio de los armamentos. Para muchos militares se trataba solamente de un arma de una potencia enormemente superior a la de las ya conocidas hasta entonces»[2].

     Todo esto explica que, en los primeros años, el arma atómica fuese considerada como un arma de guerra «normal», la cual podría ser utilizada sin problemas, lo mismo que cualquier otra, en caso necesario. Tal será precisamente la doctrina americana sobre el arma atómica en los años del monopolio (1945-1949) y aún algo más tarde.

     Todavía en diciembre de 1950, el presidente Truman repetiría esta misma doctrina en una rueda de prensa, afirmando, con gran disgusto y preocupación de británicos y franceses, que la bomba atómica era un arma como otra cualquiera y que él mismo no vacilaría en disponer su utilización si la juzgaba necesaria para defender los intereses americanos contra una posible agresión.

     Los hechos posteriores vendrían a demostrar que las cosas no eran tan simples como esto.

     La primera crisis importante que se presenta después del lanzamiento de la bomba atómica es la de Berlín, en junio de 1948. Pero —por las razones que ahora indicaremos— la misma no constituyó una situación de peligro de guerra atómica como las que más tarde se presentarán.

     Como es sabido, la división de Alemania en cuatro zonas levantó al final de la guerra enormes problemas entre los aliados soviético-occidentales. Durante varios años la ciudad de Berlín, enclavada en la zona rusa, fue una de las principales fuentes de conflictos y el principal motor de la guerra fría.

     En el 48 los rusos decidieron bloquear la capital, cerrando sus accesos a los demás países ocupantes de Alemania. Intentaban por este medio hacerse prácticamente dueños de ella, lo que hubiera tenido una resonancia política muy grande en toda Europa.

     Frente a este bloqueo, los aliados no podían menos de reaccionar, pues se trataba de una cuestión vital para su futuro.

     De momento, la bomba atómica daba a los americanos y sus aliados una superioridad indiscutible, ya que la primera experiencia atómica rusa (29 agosto 1949) había de retrasarse todavía un año largo, y tardaría varios años más en cuajar en un «arma operacional», es decir, lista para ser utilizada militarmente.

     En estas condiciones, parece que nada hubiese impedido a los americanos que impusieran su voluntad a los soviéticos, obligando a estos a levantar el bloqueo de Berlín. En efecto, la posesión en exclusiva del arma atómica les garantizaba el éxito en caso de que se decidieran a llevar a cabo esta operación de desalojo.

     Sin embargo, semejante planteamiento carecía por completo de base efectiva. En realidad, en aquel caso y en aquellas circunstancias, la bomba atómica no les servía para nada a los occidentales.

     En primer lugar, era evidente que una aplicación táctica de la misma sobre el terreno era absolutamente impensable, máxime si se tiene en cuenta que las bombas nucleares «miniaturizadas» —las que luego se llamarían «armas nucleares tácticas»— no habían sido todavía inventadas. La bomba atómica sólo podía funcionar del mismo modo que lo había hecho en Hiroshima, es decir, como medio de aterrorizar al adversario.

     Ciertamente, los americanos y sus aliados podían haber amenazado a los soviéticos con una acción de «represalia masiva» sobre su propio territorio para el caso de que no se aviniesen a suspender el bloqueo; pero esta segunda medida era también inviable: un bombardeo atómico de amedrentamiento sobre la retaguardia soviética, a la manera de los realizados en el Japón, hubiese chocado frontalmente con la opinión pública mundial. El recuerdo de las bombas de Hiroshima y de Nagasaki, no sólo persistía, sino que era cada vez más vivo a medida que pasaba el tiempo. En aquel momento, Europa y el mundo estaban ya cansados de tantos horrores y anhelaban la paz y la reconstrucción. Una represalia atómica en tales circunstancias no era siquiera pensable: la cosa no estaba para tales experimentos.

     Finalmente, desde un punto de vista estratégico, dicha hipótesis se hallaba también excluida en virtud del «principio de proporcionalidad» de los medios a los fines. En Berlín no había motivos suficientes para una acción militar tan terrible, ya que la cuestión política que se trataba de ventilar —por importante que fuera en sí misma— era prácticamente insignificante en relación con los problemas que hubiese levantado una represalia atómica contra los rusos.

     Los aliados renunciaron, pues, a las soluciones militares propiamente dichas y el conflicto no llegó a estallar.

     La ingeniosa —y costosa— invención del puente aéreo de Berlín permitió a los aliados salvar relativamente la situación, sin sacrificio de los intereses occidentales ni mengua de su prestigio político-militar.

 

2. Las guerras de Corea y del Vietnam

 

     La posibilidad del empleo de la bomba atómica se presentará más claramente en el curso de la guerra entre las dos Coreas, apoyadas respectivamente por los EE.UU. y por la República Comunista China.

     El momento álgido de esta guerra se produce en los últimos días del año 50, en los que las tropas del general MacArthur, tras haber experimentado serios reveses y haber estado a punto de ser lanzadas al mar por los chino-coreanos, llegan semi-victoriosamente a la frontera de Manchuria.

     A la vista de las enormes pérdidas y del desprestigio sufrido por sus tropas, los americanos se preguntan si no habrá llegado el momento de despejar la situación empleando las bombas atómicas, como lo habían hecho en el Japón en 1945. Nada más fácil que esto, puesto que el ejército de los EE.UU. disponía ya en este momento de 300 bombas atómicas, de cuarenta kilotones —doble potencia que la de la bomba de Hiroshima— con los cuales se podía arrasar repetidas veces el territorio de la China comunista.

     El general MacArthur propone, pues, un ataque atómico contra China. En su opinión, es la mejor ocasión para «ajustar las cuentas» a los comunistas y acabar con toda clase de agresiones indirectas por parte de éstos, como la que los occidentales acaban de sufrir en Corea.

     Sin embargo, el presidente Truman se muestra mucho más prudente de lo que hubieran permitido esperar sus anteriores declaraciones, y somete las ideas de MacArthur a la crítica de sus colaboradores políticos y militares. No había en aquella coyuntura una doctrina estratégica coherente sobre el empleo de la bomba atómica. Los dirigentes americanos se vieron, pues, obligados a improvisar una salida ante una propuesta tan terrible como la que se les hacía.

     De cualquier manera, nadie parecía convencido del todo: los aliados europeos insistían en que el empleo de la bomba fuera evitado a toda costa y —por la razón principal que luego veremos— los propios estrategas americanos se mostraban poco propicios a dicha utilización.

     Finalmente, el general MacArthur perdió la partida y fue reemplazado por el general Ridgway. Desde ese momento, la guerra de Corea quedaría prácticamente congelada hasta que, tres años más tarde, se llegara a un alto el fuego en las proximidades del paralelo 38.

     Si repasamos los argumentos que en aquel momento fueron barajados contra el empleo de la bomba atómica, los encontraremos de diversos tipos.

     No faltaron, en primer término, las razones de base ética y humanitaria. La guerra exterminadora que se trataba de llevar a cabo contra los chinos era, en principio, mayoritariamente rechazada por la opinión. En aquel momento acababa de ser lanzado el «Manifiesto de Estocolmo», en el cual se pedía la prohibición del arma atómica y la condenación como criminal de guerra de todo gobierno que la utilizase contra cualquier otro país. Aunque muchos considerasen el manifiesto como una maniobra de la propaganda soviética, no se podía dejar por completo de lado un documento, firmado por decenas de millones de personas en todo el mundo, que había producido un terrible impacto sobre la conciencia de la Humanidad.

     Había también razones políticas. Por ejemplo, la oposición franco-británica no podía ser ignorada por los americanos, en una situación en la que éstos sentían la absoluta necesidad de ir en todo —o, al menos, en casi todo— de acuerdo con sus aliados europeos.

     Por otra parte, mirando al mundo asiático —el enigmático gigante que no había dicho aún su última palabra— habría también importantes motivos para no repetir la experiencia de Hiroshima. La gente de raza amarilla hubiese experimentado un enorme choque si, por segunda vez, hubiera recaído sobre ella el tremendo castigo de la bomba atómica. El enfriamiento de las relaciones de los EE.UU. con el Japón y con otros Estados asiáticos hubiera sido una consecuencia inevitable de este hecho.

     Pero a las razones políticas se unían otras, no menos importantes, para que la bomba no fuera empleada en Corea: las razones estratégicas.

     En efecto, el principio estratégico de la proporcionalidad de los medios a los fines, que ya fue tenido en cuenta en Berlín, hubo de ser aplicado también en el caso de Corea. El objetivo coreano no era suficiente para justificar un medio tan desproporcionado como el que se proponía. El propio Secretario de Estado, Dean Acheson, había declarado unos meses antes que Corea no estaba dentro del perímetro de la seguridad americana: no había, pues, motivo para una reacción tan desmesurada. La guerra total que se proponía —en virtud del principio que entonces se hallaba en boga, de que en la era nuclear «toda guerra total debe ser necesariamente nuclear»— no guardaba relación con los conflictos periféricos, como lo era el de Corea.

     Claro es que esta manera de argumentar no dejaba de contener cierta ambigüedad, ya que en ella se admitía tácitamente —y con la mayor naturalidad— la posibilidad de que la bomba fuese empleada en algún otro teatro de guerra más importante.

     Aníbal Romero[3], apoyándose en las ideas de Kissinger, sostiene la teoría de que lo que se discutió en aquella coyuntura no fue la utilización del arma atómica en sí mismo, sino el área en que ésta podía ser aplicada de modo más eficaz.

     De hecho, los estrategas americanos estudiaban ya entonces otro teatro de guerra más importante: el teatro de guerra europeo. Según parece, ésta fue la razón de fondo para que no se iniciara la guerra atómica en Corea: había que reservar el arma nuclear para Europa, donde se esperaba una ofensiva rusa. Este sería el momento adecuado para la utilización de la bomba atómica de modo que sus efectos fueran definitivos, y no en Corea, donde la acción no hubiera tenido una influencia tan importante.

     Los estrategas americanos partían del supuesto de que el conflicto de Corea no había surgido espontáneamente, sino que era una maniobra «diversionaria» de los soviéticos, destinada a distraer a las fuerzas estadounidenses de otro teatro de guerra mucho más decisivo, como lo era el de Europa. Los estadounidenses habían sido informados por sus servicios de que los rusos estaban preparando una agresión convencional en el continente europeo. El momento en que se desatase esta agresión sería el adecuado para dar a los soviéticos la gran lección, utilizando en toda su amplitud el poder del arma atómica. Norteamérica no podía, pues, aceptar el envite comunista en el lejano Oriente, olvidándose de Europa.

     Tal fue, al parecer, la «ultima ratio» que pesó en el ánimo de los dirigentes americanos para no seguir los consejos del general MacArthur.

     Lo ocurrido después parece probar que la supuesta maniobra soviética no había existido y que los estrategas americanos se equivocaron a este respecto en sus cálculos. Feliz equivocación que impidió que el conflicto de Corea se nuclearizase, pues, de no haber mediado tal error, es muy probable que se hubiera producido una catástrofe.

     De cualquier manera, el caso de Corea pone de manifiesto la insuficiencia de las doctrinas estratégicas de los EE.UU. en los primeros años 50 y la necesidad en que se encontraban entonces los americanos, de hacerse nuevos planteamientos sobre las condiciones de utilización de las armas atómicas. El concepto de la guerra nuclear limitada empieza así a surgir en las cabezas de algunos estrategas americanos, en oposición al de la guerra total que hasta entonces había dominado. Pero estas ideas tardarán varios años en abrirse paso, y lo harán —de modo todavía muy imperfecto— con la doctrina Dulles de 1954, cuando ya los rusos habrían conseguido su primera explosión termonuclear.

     Desde esta nueva perspectiva, la bomba atómica dejará de ser el «arma absoluta», capaz de imponerse a cualquier adversario y en cualquier situación. La nueva doctrina establecerá una distinción entre los conflictos que pueden ser vitales para la seguridad norteamericana y otros, de carácter secundario o periférico, de los cuales quedará excluida la utilización de las armas atómicas. Principio ciertamente muy peligroso —pues nunca se sabrá «a priori» dónde pueden estar, o no estar, exactamente esos famosos intereses vitales americanos— pero que representa, en todo caso, cierto progreso respecto a la indefinición de las ideas estratégicas en el momento de la guerra de Corea.

     La explosión de la primera bomba termonuclear rusa en 1953 no preocupó en exceso a la opinión pública americana, totalmente persuadida de la absoluta superioridad estadounidense; pero dio qué pensar a algunos estrategas que veían en ella el principio del fin de la supremacía atómica americana.

     La doctrina Dulles constituye un esfuerzo para adaptarse a la nueva realidad que se aproxima. Con ella, el arma atómica perderá el carácter de arma ofensiva «para todo uso»: empezará a convertirse en un arma puramente disuasoria; un arma «para no ser usada», destinada sobre todo a impresionar al posible adversario. Según esta nueva perspectiva, solamente en el caso de una intervención directa de los rusos o de los chinos estaría justificado su empleo.

     De cualquier modo, algunos de los errores que se hallaban implícitos en los principios de «guerra total» y de «contención del socialismo», continuarán estándolo en la teoría dullesiana, lo cual explicará algunas de las ambigüedades y contradicciones de la estrategia americana en los años siguientes.

     La guerra del Vietnam constituye un primer test del fracaso de la doctrina Dulles. La posesión del arma atómica no impedirá que los norteamericanos sufran en el Sudeste asiático una penosa derrota frente a un enemigo aparentemente insignificante para ellos. El orgullo estadounidense hubiera exigido que la bomba atómica se utilizase en este caso, aunque no fuera más que para salvar el honor americano; pero —todavía más claramente que en Corea— se vio que esto no era la estrategia conveniente para este tipo de guerras.

     En Corea se había discutido el empleo del arma nuclear contra la República comunista china, un Estado al que los EE.UU. podían considerar como enemigo en aquella situación. La utilización de la nueva arma, por poderosa y destructiva que fuese, podía haber entrado todavía en el marco de la doctrina Dulles.

     Pero este no era el caso del Vietnam, donde ni los chinos ni los rusos hicieron acto de presencia. En este nuevo caso se trataba de una lucha de liberación colonial; una guerra de guerrillas en la que una parte de los habitantes del país combatían contra los ocupantes franceses, sin un frente de batalla bien definido, y en medio de una población no directamente combatiente, la cual —evidentemente— no podía ser sometida de modo indiscriminado a los efectos de un bombardeo atómico.

     Era evidente que de este modo no se podía obtener la victoria contra el Vietnam. Semejante tipo de acción militar, llevado hasta el extremo atómico, no sólo no hubiera servido para resolver el conflicto, sino que hubiese arrumbado definitivamente el prestigio americano en todo el continente asiático.

     Esto no impidió que en algún momento se pensase en la posibilidad del empleo del arma atómica, como hubieran querido los belicistas. En el curso de la batalla de Diên-Biên-Phu en 1954, portaviones americanos, dotados, al parecer, de armas atómicas miniaturizadas, se hallaban estacionados en las proximidades del teatro de operaciones y hubieran podido poner en juego dichos armamentos. Pero, aparte de las dificultades técnicas que la operación presentaba sobre el terreno, los americanos no podían desdecirse de sus propios principios contenidos en la enseñanza Dulles de enero del mismo año 54.

     Otras razones, análogas a las que funcionaron en Corea, como, por ejemplo, el descrédito de las armas atómicas ante la opinión mundial y el carácter extremadamente impolítico que hubiera tenido una nueva acción de este género contra los amarillos, impidieron, también en este caso, el empleo de los medios de guerra nucleares.

     Pero la posibilidad de utilización de las armas atómicas quedaba abierta y volvería a presentarse en la crisis de Suez y, sobre todo, en la de los misiles de Cuba.

 

3. Crisis del Canal de Suez y de los misiles de Cuba

 

     El caso de Suez en 1956 presenta caracteres muy distintos a los de Corea y Vietnam. En Suez hubo realmente una amenaza de guerra atómica por parte de los soviéticos, aunque rápidamente superada por la actitud conciliadora de los americanos.

     En 1956 las cosas habían cambiado mucho geoestratégicamente hablando. La URSS era ya una verdadera potencia atómica. Aunque no había alcanzado aún la estricta paridad atómica con los americanos, se hallaba ya en condiciones de causar a éstos enormes daños. Podía, por ejemplo, enviar bombarderos atómicos sobre el propio territorio americano y destruir en unas cuantas horas lo más importante de las principales ciudades americanas. Por otra parte, los científicos rusos se hallaban más adelantados que los americanos en sus trabajos para lograr lo que había de ser una mutación importantísima en la estrategia nuclear: la fabricación de misiles atómicos.

     En estas condiciones, los americanos se veían obligados a respetar a los soviéticos y a contar con ellos para todas las cuestiones importantes. A punto de acabarse el monopolio atómico americano, había empezado a funcionar lo que algunos llamarán el «duopolio», es decir, el reparto del poder mundial entre las dos superpotencias.

     La crisis de Oriente Medio se produce a partir de la instalación del Estado de Israel, al término del mandato británico en Palestina, en 1948. En el 55 Francia e Inglaterra tratan de seguir jugando su papel tradicional en aquellos territorios. Mientras los árabes se enfrentan con los israelíes, EE.UU. y la URSS hacen pesar su influencia en favor de unos u otros. La situación se degrada rápidamente.

     En un primer momento, Israel es apoyado por la URSS, que le suministra abundante armamento durante el difícil período de su establecimiento en territorios palestinos. Pero, por diversas razones el Estado de Israel pasa rápidamente a la órbita de los EE.UU., en la que se mantendrá hasta el presente.

     Francia y Gran Bretaña apoyan también a Israel, con objetivos políticos no demasiado claros. Su actitud ante el conflicto árabe-israelí en aquel momento ha sido considerada como «una reacción emotiva de gobiernos colonialistas heridos en su orgullo por un rebelde del tercer mundo» —según las palabras, un tanto duras, de Aníbal Romero.

     El conflicto estalla al aproximarse las fuerzas israelíes al canal, en rápido avance contra los egipcios. El 30 de octubre de 1956 los aliados franco-británicos dirigen un severo ultimátum a Egipto, del que se favorece netamente la acción militar de Israel, y se exige la recuperación del control del canal por los británicos.

     Transcurrido el plazo de este ultimátum, el 31 de octubre, los dos aliados inician sus bombardeos sobre el territorio egipcio. Es una acción imprudente que cae muy mal en casi todo el mundo y que contribuye a desacreditar la postura de los franco-británicos.

     Las superpotencias, sin necesidad de consultarse entre sí, empiezan a sentirse incómodas en su papel de gendarmes del mundo. En realidad ven la intervención franco-británica como una intromisión en un asunto que ellas mismas debían resolver por encima de las potencias menores. En tal situación, el 5 de noviembre de 1956, Nikolai Bulganin, jefe del gobierno soviético, dirige una carta al premier británico, Anthony Eden, en la que se insinúa la posibilidad de una represalia atómica de la URSS contra la Gran Bretaña. Algunas palabras del comunicado eran lo suficientemente claras para que los ingleses las entendieran en su verdadero sentido: «existen países que no tienen ninguna necesidad de enviar una flota o una fuerza aérea sobre las costas británicas y que podrían utilizar otros medios, como los misiles».

     La alusión a una represalia atómica soviética aparece clara: la reacción franco-británica está fuera de lugar y hay que acabar con aquello.

     Foster Dulles interviene en ese momento en apoyo de la postura soviética. Amonesta a sus aliados europeos invitándoles a actuar de modo más razonable y emplea incluso la amenaza, haciendo saber al Gobierno británico que, si no se aviene a razones, le será retirada la ayuda económica americana.

     Ante tan poderosas razones, franceses y británicos deciden retirar sus barcos y sus aviones del Canal y el incidente queda terminado. Los aliados no recuperarán ya nunca su antigua influencia sobre el Oriente medio. El «duopolio» ha funcionado por primera vez.

     Los historiadores del arma nuclear convienen en dar una gran importancia a esta crisis. En ella empieza a apuntar una nueva etapa en la que el papel de las dos superpotencias crecerá desorbitadamente.

     Mucho más grave que la de Suez fue la crisis de los misiles de Cuba, seis años más tarde, en 1962.

     Para entonces la situación había evolucionado mucho en sentido favorable a los soviéticos. Estos disponían ya de 200 misiles intercontinentales y —al decir de Khruschev— estaban en condiciones de utilizar un arma aterradora, un misil gigante que podrá situar tranquilamente bombas de 100 megatones en pleno santuario americano.

     Como consecuencia de todo esto, la crisis de los misiles de Cuba será generalmente considerada como la más grave que se haya producido en el transcurso de los cuarenta años. Se demostró entonces que una guerra termonuclear era perfectamente posible. Tanto los dirigentes americanos como los soviéticos tuvieron plena conciencia de que la catástrofe podía efectivamente producirse.

     Sin duda, los soviéticos que iniciaron la operación no habían pensado en llegar a tanto. Por su parte, los americanos se dieron cuenta del enorme peligro; pero no vacilaron en llevar adelante el asunto en el que se jugaban su prestigio ante el mundo y su política latino-americana. El propio Kennedy afirmaría más tarde que en los primeros días de enfrentamiento con los soviéticos aumentó la sensación de que las cosas no mejorarían y de que una confrontación directa entre los dos poderes nucleares era inevitable.

     En el curso de la crisis, el presidente americano hizo saber claramente a los rusos que no estaba dispuesto a que se alterase el «statu quo» en América central, ya que este territorio se hallaba evidentemente dentro del perímetro de seguridad americano. A esta firmeza de los americanos, los soviéticos respondieron con una actitud de prudencia y sólo así pudo evitarse la explosión que ambos temieron.

     En realidad, los dos adversarios estaban de acuerdo en una sola cosa, pero lo estaban plenamente: el choque atómico debía ser evitado a todo precio. Esto es lo que Robert Aron denominará la paradójica «alianza ruso-americana» contra el enemigo común. ¿Cuál es este enemigo común? El enemigo común de las dos superpotencias es la guerra nuclear.

     Ninguna de las dos quiere llegar a ésta, es decir, a lo que algunos llamarán la «worst case», la peor casilla del tablero, la casilla negra, que no es otra cosa que el absurdo de una guerra atómica.

     Ambos jugadores saben que esta casilla es necesario evitarla a toda cosa. Y en este sentido pueden considerarse «aliados»; pero se dedican a operar en las casillas próximas con el terrible riesgo de que el tablero salte un mal día en pedazos.

     En Cuba se impuso el instinto de conservación y pudo evitarse la catástrofe.

     La crisis de Cuba ha sido objeto de interpretaciones contrapuestas. Para algunos, el envío de misiles a Cuba fue una operación político-militar perfectamente estudiada por los soviéticos, y que rindió a éstos los resultados apetecidos. El episodio de Cuba vino a demostrar —se dice— que el período de supremacía americana había terminado y que la URSS podía ya permitirse el lujo de crear problemas a los EE.UU., incluso dentro de su propio perímetro de seguridad. Según esta opinión, las consecuencias de la crisis no fueron malas para los soviéticos. Inmediatamente después de la misma, éstos empezaron a avanzar rápidamente hacia la paridad nuclear y se abrió un período negociador durante la cual los soviéticos pudieron ya hablar de tú a tú a los americanos.

     Otros, en cambio, piensan que los soviéticos se equivocaron en sus cálculos al no haber previsto que la reacción americana llegaría a ser tan firme.

     Dentro de esta segunda hipótesis, en la crisis de Cuba se empieza a ver con claridad que, en el terreno de la estrategia nuclear, la carencia de información de una de las dos partes sobre los propósitos de la otra, aumenta el riesgo de conflicto atómico, es decir, acrecienta la inestabilidad e implica un peligro de escalada hacia la solución extrema.

     Se supo después de la crisis que Kennedy, unos días antes de que estallase el conflicto, había sido enterado por sus asesores militares de que los misiles rusos no constituían una amenaza apreciable desde un punto de vista estratégico, o —dicho sea de otra manera— no representaban un peligro real para la seguridad americana.

     Vistas las cosas desde esta perspectiva, podía creerse que Khruschev tenía razón al afirmar que el envío de los misiles a Cuba era una medida defensiva: se trataba —según él— de proteger el régimen de Fidel contra la presión americana, manifestada pocos meses antes en el intento de desembarco de cubanos exiliados bajo la protección americana.

     Pero había una tal desproporción entre la medida adoptada por los rusos y la finalidad que éstos atribuían a la misma, que la declaración del presidente soviético no podía ser tomada en consideración por nadie. No se podía creer que la defensa del régimen cubano valiera la pena de un enfrentamiento atómico.

     En cualquier caso, el asunto era grave desde el punto de vista político y a los americanos no les quedaba otro remedio que asumir con energía el desafío soviético. La reacción americana fue, sin embargo, la menos peligrosa que podía darse. A pesar de tratarse de un conflicto en el área de seguridad americana, el gobierno Kennedy no pensó en aplicar ningún género de represalia masiva, como lo hubiera exigido la doctrina Dulles. Ciertamente, una represalia a fondo hubiera estado por completo fuera de lugar. Kennedy se limitó, pues, a exigir la retirada de los 75 misiles de alcance medio e intermedio que los soviéticos tenían ya instalados en Cuba, decretando al mismo tiempo el bloqueo de la isla.

     Reducirse a presentar una queja diplomática hubiera sido demasiado poco y el resultado de la operación, en este caso, habría parecido una completa victoria política de los soviéticos sobre los americanos. Proceder a un desembarco en Cuba con todos los medios necesarios, significaba el principio de una guerra total, catastrófica para ambas partes.

     La URSS supo entender este lenguaje. En definitiva, sólo se trataba de un torneo de prestigio político y, visto el cariz que tomaba el asunto, no interesaba llevar las cosas adelante. Los soviéticos dieron, pues, por terminado el conflicto cumpliendo la exigencia americana, es decir, retirando sus misiles del Caribe a toda velocidad.

     Â¿Hubieran podido proceder de otra manera? Las razones políticas de prestigio ante el mundo entero y, en especial, ante los pueblos Latino-Americanos a los que los soviéticos trataban de movilizar, les inclinaban sin duda a permanecer militarmente en Cuba, dando cara al bloqueo y defendiendo a su pequeño aliado. Hubieran podido intentarlo, sin duda. Pero militarmente y psicológicamente se encontraban en malas condiciones para ello. Militarmente, porque, mientras los americanos se hallaban prácticamente en su casa, ellos actuaban a muchos miles de kilómetros del teatro de operaciones. Psicológicamente, porque no disponían de una doctrina o una postura clara y coherente que pudiera justificar ante el propio aparato político-militar ruso la excesiva prolongación de una aventura a la que no se podía conceder excesiva importancia desde el punto de vista de la estrategia rusa en su conjunto.

     Destacados estrategas americanos dieron esta interpretación a la crisis sin caer en excesivos triunfalismos. De hecho, y como se vería más tarde, los rusos habían logrado ya una buena parte del beneficio que esperaban de la operación. No solamente consiguieron permanecer políticamente en Cuba, sino que pusieron en evidencia que ellos también disponían de medios atómicos suficientes para inquietar a los EE.UU. en su propio continente y que el monopolio atómico americano había terminado definitivamente.

     La crisis de los misiles de Cuba produjo en todo el mundo una tremenda impresión. La Humanidad entera pudo comprobar que la guerra nuclear no era una fantasía, un asunto de ciencia ficción, sino que podía producirse efectivamente, en cualquier momento, como había estado a punto de ocurrir en América central. Pasado el peligro, una ola de miedo se extendió por todas partes, no sólo por lo que había acontecido, es decir, por el enorme riesgo de utilización del arma atómica por el que se había pasado, sino también, y sobre todo, por lo que podría suceder muy verosímilmente en un futuro próximo.

     Puede decirse, pues, que el efecto psicológico y político de los misiles de Cuba fue mayor que su efecto militar.

     La propaganda pacifista soviética difícilmente podía justificar el hecho de que hubiera sido la URSS la que, en este caso, había tomado la iniciativa de una amenaza atómica. Dentro del aparato soviético, el relativo fracaso de la operación levantó fuertes críticas y se inició una crisis que había de tener prontas consecuencias en la política soviética.

     En cuanto a la opinión pública americana, tardó mucho tiempo en pasársele el susto. Aunque muchos comentaristas mostraban su satisfacción por la firmeza y la prudencia demostrada por su presidente, la mayor parte de la gente exigía una nueva política internacional que garantizase definitivamente la no-utilización del arma atómica.

     La misma exigencia se extendió rápidamente por todas las naciones: era absolutamente necesario un plan de seguridad mundial, a fin de evitar la repetición de crisis como la que acababa de producirse.

 

4. El inicio de la distensión

 

     Se suele convenir generalmente en que la etapa del monopolio se extiende al período transcurrido desde 1945 hasta 1955, poco más o menos, con dos sub-períodos bien caracterizados. El primero de ellos es el del monopolio propiamente dicho, a lo largo del cual los americanos son realmente los únicos poseedores del arma atómica. Esto dura hasta el 49, que es cuando los rusos realizan su primera bomba atómica experimental. Pero hará falta que transcurran todavía unos cuantos años más para que puedan convertir ésta en un arma operacional, o sea, hasta que logren ponerla a la disposición efectiva de sus ejércitos. Tal es la razón de que el monopolio se extienda virtualmente hasta el 55.

     Los rusos consiguen esta operacionalidad de su bomba en los años 54-55. Se sabe, por ejemplo, que en el 55 los soviéticos estaban ya en condiciones de enviar bombarderos con cargas nucleares contra los EE.UU. En ese año el monopolio debía darse definitivamente por terminado y se entraba en una nueva etapa: la etapa de la «superioridad» atómica americana, no debiendo confundirse —claro está— superioridad con monopolio.

     A partir del incidente de Cuba, la fuerza de los hechos condujo a las superpotencias a una etapa de distensión relativa, en el curso de la cual ya no volverían a producirse crisis parecida a las que hemos mencionado.

     Es cierto que en esta nueva etapa los armamentos atómicos irán creciendo y perfeccionándose de manera espectacular; pero, paradójicamente, la utilización de los mismos se irá haciendo cada vez más difícil y menos verosímil.

     Episodios como los de Corea y Cuba se harán impensables en un futuro inmediato. Los dirigentes políticos habrán comprendido, al menos, que ya no se puede seguir jugando con fuego. Tanto para los americanos como para los rusos, la crisis de Cuba habrá constituido, pues, una lección de extraordinaria importancia como consecuencia de la cual los teóricos de ambas partes se verán obligados a emprender una profunda revisión de sus correspondientes estrategias.

     Hay que hacer notar que en 1962 tales estrategias estaban en cierto modo anticuadas o agotadas. Ambas habían sido incubadas en la etapa del monopolio atómico americano y, por tanto, no podían ya servir a partir del momento en que los soviéticos disponían de la bomba atómica, en forma y cantidad suficiente para poder utilizarla contra cualquier adversario potencial.

     Conviene hacer notar que las dos estrategias nucleares —la americana y la rusa— fueron, en los años 45-54, completamente dispares. Con esto queremos decir, no solamente que fueron distintas —cosa obvia—, sino que cada una de ellas funcionó al margen de la otra, como si la ignorase por completo. No habría, pues, zonas de convergencia en las que ambas pudieran confrontarse: cada una seguiría su propio camino, sin que el choque total llegara a producirse: algo que pudiéramos llamar un «diálogo de sordos» estratégico.

     Ahora bien, en una guerra «comme il faut», conforme a las reglas del «arte», las estrategias de los adversarios deben «acomodarse» entre sí de alguna manera. Los enemigos no pueden ignorarse mutuamente, caminar por caminos completamente separados: no hay guerra sin contacto estratégico con el enemigo. Esto fue sin embargo lo que ocurrió en los años de la guerra fría, en las dos etapas a que nos hemos referido: la etapa del monopolio americano (45-54) y la de la superioridad americana (54-65).

     Durante ambos períodos, los americanos funcionaron a base de su posesión del arma atómica, como el arma absoluta, el arma definitiva, que hacía de ellos los amos del mundo. Se daba por supuesto que, en caso necesario, les bastaría echar mano de la bomba para imponer su voluntad al adversario comunista.

     Los rusos, por su parte, no se consideraron aplastados por el monopolio americano del arma atómica: procedieron como si esta no existiese y se movieron en otros terrenos a los que la bomba no podía llegar. No trataron, pues, de oponer directamente al arma atómica otro instrumento bélico análogo, cosa que —por otra parte— no estaba todavía a su alcance. Intentaron sobre todo esquivarla, trasladando su confrontación con los americanos a otros escenarios más favorables para su propia acción bélica.

     La apuesta estratégica de los soviéticos se apoyó fundamentalmente en dos bases: la guerra revolucionaria y un adecuado empleo de las armas convencionales. En la realidad de los años 45-65 los rusos terminaron por imponer «su guerra» a los americanos, mientras que éstos no tuvieron ocasión de utilizar el «arma absoluta».

     Al parecer, esta hábil estrategia fue en gran parte debida al genio político militar de José Vissarionovitch Djugatchvili, más conocido por el nombre de Stalin.

     Stalin tuvo desde un principio la intuición de que el arma nuclear no podría ser empleada por los americanos. Sus efectos eran demasiado catastróficos para que fuese utilizada como una verdadera arma de guerra.

     El jefe soviético afirmó siempre que la estrategia soviética de la post-guerra debía fundarse en las experiencias de la II guerra mundial. Sin perjuicio de movilizar a sus científicos para que les proporcionasen lo más rápidamente posible un arma atómica como la de los americanos[4], Stalin sostuvo que había de procederse como si los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki sólo hubieran tenido una importancia coyuntural.

     En opinión de Stalin, la política militar rusa debía consistir sobre todo en una inteligente reorganización de los ejércitos convencionales, preparándolos para ejercer una fuerza de presión constante sobre Europa, incluso en condiciones de guerra nuclear. Esta será, con Stalin, una de las ideas claves de la estrategia rusa: el continente europeo es el talón de Aquiles de Occidente y, como consecuencia de ello, la superioridad convencional de los soviéticos en Europa ejercerá una especie de chantaje sobre los americanos, impidiéndoles especular sobre la posibilidad de un ataque directo contra la URSS. Los europeos se convertirán de esta suerte en una especie de rehenes de los soviéticos, a fin de hacerse respetar por los americanos.

     Al morir Stalin, las cosas cambian bastante; pero éstas y otras ideas esenciales de su doctrina continúan vigentes en las mentes de sus sucesores.

     Así, en 1956, el general Krasilnikov afirmará que «las tentativas de algunos teóricos militares burgueses que pretenden demostrar la no-necesidad de importantes fuerzas armadas (de tipo clásico), no tienen ningún fundamento. La presencia de armas nucleares no sólo no evita la utilización de armas convencionales, sino que exige de modo inevitable el acrecentamiento numérico de éstas».

     Los estrategas de la época staliniana insisten en la idea de que las armas atómicas se limitan a aumentar la potencia de fuego de las armas clásicas y que no hay «arma suprema» que valga: las armas clásicas serán siempre necesarias para ganar las guerras. «El fin de la guerra no puede ser otro que la destrucción de las fuerzas armadas del enemigo, no el ataque a sus objetivos de retaguardia». Esta actitud de infravaloración de las armas nucleares es típica de la estrategia soviética en la etapa del monopolio americano.

     Pero lo más importante de la estrategia staliniana no se encuentra en la idea de la revalorización de los ejércitos convencionales, sino en la invención de una nueva arma en cierto modo más poderosa que la bomba atómica: el arma ideológica, la guerra revolucionaria, la subversión mundial.

     En efecto, sin necesidad de enfrentarse directamente con los americanos ni de traspasar en ningún momento el «techo nuclear», los soviéticos pueden hostigar a aquéllos indirectamente, utilizando conflictos entre los pueblos o en el interior mismo de éstos: situaciones de miseria y de injusticia en países poco desarrollados; lucha de clases en las naciones industriales; movimientos independentistas de liberación nacional de naciones o razas sojuzgadas; constitución de regímenes anticapitalistas en países del tercer mundo; zonas de inestabilidad política; conflictos menores entre países secundarios, etc.

     Los EE.UU., que se consideran a sí mismos como los «gendarmes del mundo» —en virtud, por lo menos, de su superioridad atómica en las épocas a que nos referimos— no podían menos de acudir a estos envites —que nunca llegarán a órdagos. A causa de ello, se verán metidos en contiendas sumamente comprometedoras para ellos y en las cuales el arma atómica no les servirá para nada, como ocurrirá, por ejemplo, en la guerra de Vietnam.

     La guerra subversiva resulta de gran rentabilidad para los soviéticos. Multiplica su acción bélica en muchas partes del mundo y causa a los americanos enormes problemas políticos y militares.

     Pero las cosas no se quedan ahí. Los científicos rusos siguen trabajando —como lo deseaba Stalin— y consiguen grandes progresos en la investigación de las nuevas armas. Avanzan incluso más rápidamente que los americanos, por ejemplo en la fabricación de misiles.

     Como quiera que los alemanes en la última parte de la guerra habían retirado hacia el Este de su territorio los laboratorios y elementos de investigación de los nuevos desarrollos del cohete V-2, todos estos preciosos materiales caen en manos de los soviéticos, al final de la guerra, al ocupar éstos la parte oriental de Alemania. Esto permite a los técnicos rusos reanudar los trabajos de los alemanes en las condiciones más favorables.

     A finales de 1956, los soviéticos realizan ya trayectorias de ICBM (misiles intercontinentales) de más de 5.000 kilómetros de longitud y, en septiembre de 1957, causan una tremenda impresión sobre la opinión americana con el lanzamiento de su Sputnik, primer satélite puesto en órbita por el hombre alrededor de la tierra.

     Pocos años después, disponen ya de doscientos misiles intercontinentales y se encuentran en condiciones de causar en el «santuario» americano una gigantesca destrucción.

     Como consecuencia de todos estos progresos, la URSS se ha creado ya, en los comienzos de los años sesenta, un verdadero poder atómico. Aunque todavía no puede hablar de igual a igual con los EE.UU., su nueva situación le permite desbordar en gran medida la estrategia staliniana de «diversión» a la que, como hemos visto, se había reducido en la época del monopolio. La estrategia staliniana ya no le basta, pero esto no significa que haya de renunciar al contenido de la misma: sin prescindir, pues, de las dos bases esenciales de la estrategia staliniana —la guerra subversiva y el reforzamiento de los ejércitos masivos convencionales—, los rusos van a añadir a su estrategia un tercer pie de la mayor importancia: un armamento atómico plenamente desarrollado.

     En 1962, en el momento de la crisis de los misiles de Cuba, esto no es todavía más que un proyecto, un intento en vías de realización, porque el desnivel de armas atómicas entre las dos partes es todavía demasiado grande. No se ha llegado aún al equilibrio, pero sí puede hablarse de una relativa paridad: las dos superpotencias tienen ya una convergencia de estrategias propiamente nucleares, dentro de la cual pueden, de alguna manera, empezar a medirse.

     Esta situación decide a Khruschev a aventurarse en la operación de Cuba, la cual probablemente no hubiera tenido lugar de haber vivido Stalin, mucho más cauto y continuista que su sucesor.

     En Cuba los soviéticos se aventurarán cuando todavía no tienen fuerza suficiente para llevar a cabo una acción de verdadera envergadura. Fracasarán, pues, pero tras el fracaso aprenderán la lección de la realidad. Se darán cuenta de que su poder atómico es todavía insuficiente y que necesitan seguir trabajando hasta adquirir un verdadero equilibrio con los americanos y un auténtico poder atómico para poder hacer frente en este terreno a su adversario occidental.

     Gracias a esta constatación realizarán un gran progreso en poco tiempo. Así, al término de la década de los sesenta, habrán igualado ya, e incluso superado, a los americanos, tanto en número de misiles como en potencia de fuego atómico.

     Las cosas habrán cambiado, pues, radicalmente respecto al 62. También los americanos habrán recibido su lección. Se darán cuenta de que su superioridad no puede ser mantenida en los mismos términos en que lo había sido hasta entonces.

     En el 57 Foster Dulles había corregido su propia doctrina. No hablaba ya de «represalias masivas». Había centrado su atención sobre todo en la necesidad de utilizar armas nucleares tácticas, mediante las cuales se pudiera actuar sobre objetivos concretos y no simplemente aterrorizar al enemigo potencial.

     Después de Cuba, esta evolución de la estrategia nuclear americana se desarrollará aceleradamente. Se renunciará a la idea de «estrategia total» reemplazándola por la de «estrategia suficiente». Se dejará de lado la disuasión aterrorizante unilateral para plantear al «disuasión gradual», la «defensa flexible», la «guerra nuclear limitada», etc.

     En realidad, a partir del 65 podrá afirmarse que se ha entrado en una nueva etapa de la historia del arma nuclear: la etapa del equilibrio

     La distensión durará hasta el 79, año en que se producen dos hechos calamitosos: la invasión de Afganistán por los soviéticos, que impedirá el refrendo del SALT-2 por los americanos, y la «doble decisión» de la OTAN, con la cual se abrirá un paréntesis de grandes incertidumbres, que, en realidad, sigue aún abierto.

 

 

[Notas]

 

[1] Véase p. ej. «Les réactions de la conscience mondiale», en volumen colectivo: «L'atome pour ou contre l'homme». «Pax Christi» (1958).

[2] Ref. en Claude Delmas, «La Stratégie nucléaire» (1963), PUF, pág. 52.

[3] «Estrategia y política de la era nuclear», Tecnos, 1979.

[4] Ver, por ejemplo, «Crisis de los Euromisiles», Ed. Debate 1984, pág. 195.

 

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