Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

V. Pacifismo y razones éticas contra el arma nuclear

 

1. Pacifismo y militarismo en la era nuclear

 

     Desde los más remotos tiempos, dos grandes tendencias se han contrapuesto y han luchado entre sí en la conducta de los pueblos: el militarismo y el pacifismo.

     Por lo que hace al primero, existen, evidentemente, diversas interpretaciones perfectamente válidas de la palabra «militarismo». Cabe hablar, por ejemplo, de un «militarismo de casta o de clase», aspecto sociológico bien definido y fácil de detectar, en la mayor parte de los casos, en las sociedades antiguas y modernas. Puede y debe hablarse también —claro está— de un «militarismo instrumental», es decir, una teoría que insiste en la utilidad de las guerras como medio válido para dar salida a determinadas situaciones políticas.

     No obstante, empleamos aquí la palabra militarismo en un sentido más fundamental, es decir, como concepción que atribuye a la fuerza y a la violencia un lugar primordial en la Historia. El héroe, el guerrero, el militar victorioso, son los modelos de hombre preferidos en la postura básicamente militarista. Para el militarista «fundamentalista» las guerras no son, por tanto, hechos episódicos o accidentales. Constituyen, al contrario, una actividad esencial del hombre, la más característica de su existir histórico.

     Apoyándose en la teoría darwiniana de la selección natural de las especies, los militaristas afirman que las guerras son necesarias para que el género humano pueda autoseleccionarse y desarrollar su máxima potencialidad. Por medio de la guerra, los pueblos fuertes imponen su voluntad a los pueblos débiles. A fin de que la Historia avance, éstos deben ser eliminados o conducidos como rebaños por los pueblos duros y fuertes.

     Sin las guerras, las culturas se empobrecen, se encierran en sí mismas y degeneran; las naciones se debilitan; la Humanidad, en lugar de avanzar, retrocede. La guerra, en cambio, es creadora. En realidad, contribuye a unir a los hombres, unos con otros, construyendo civilizaciones y abriendo los caminos del progreso.

     La doctrina nazi de la superioridad de la raza germánica y de la función que ésta debe desempeñar frente a la decadencia occidental es una aplicación clara de estas ideas. Hitler que —notémoslo— no era militar, fue militarista consumado y basta leer «Mein Kampf» para convencerse de ello.

     El militarismo básico al que aludimos aparece en las literaturas más antiguas y lo encontramos también en la Biblia, como exaltación de las virtudes guerreras del pueblo judío al servicio de un Jehová tonante, Señor de los Ejércitos, que conduce a su pueblo permanentemente hacia la victoria.

     Pero, frente al militarismo, vive también desde los más lejanos tiempos la otra corriente, la idea de Paz o —si se quiere— la idea «pacifista», la cual encuentra formas de expresión muy vivas y ricas en las viejas literaturas y concepciones religiosas de la India, de China y del antiguo Egipto. También en la Biblia aparece esta idea y lo hace con enorme fuerza, en formas proféticas que anuncian el camino hacia un futuro Reino de Paz, de Amor y de Justicia.

     Kant intenta fundamentar filosóficamente la posición pacifista con su famosa teoría de la «Paz perpetua». Pero esta teoría es reconocida por todos como un ideal irrealizable, mientras el mundo sea mundo. Esto no significa, sin embargo, que la misma sea pura especulación. La idea de Paz puede inspirar una dinámica que actúe permanentemente sobre los pueblos, inclinándoles a buscar en todo momento los caminos y las soluciones pacíficas con preferencia a las militares y guerreras. Scheler[21] ha hecho notar que la esperanza de la paz resurge siempre después de las guerras. Se celebran, en efecto, grandes Conferencias de Paz; se constituyen organizaciones para la Paz, como la Sociedad de Naciones, al final de la guerra del 14, y la Organización de Naciones Unidas, tras la segunda guerra mundial. Las gentes llegan a concebir grandes esperanzas de que las guerras no volverán. Pero las guerras vuelven.

     De todos modos, esto no significa que los esfuerzos de los pacifistas sean por completo inútiles y que debamos renunciar a luchar contra la guerra. Algo ha cambiado en los últimos tiempos —tanto para bien como para mal— y los hombres modernos se dan cuenta de la necesidad de destruir la guerra antes de que ésta destruya a la Humanidad.

     La invención de la bomba atómica introdujo al mundo en una nueva era estratégica en la que el concepto de guerra experimenta una profunda transformación. La guerra nuclear entre las dos superpotencias no podría ser la continuación de la política por otros medios, sino el fin de toda política. Tampoco podría servir, como algunos pretenden, para favorecer la justicia y la libertad en la vida de los pueblos.

     La bomba atómica, con sus tremendos efectos, puso en evidencia el carácter aberrante de las armas modernas. Con ello el militarismo fundamentalista, basado en la glorificación de la guerra, debía haber perdido toda influencia. Sin embargo, vistas las cosas desde la perspectiva opuesta, la posesión de la bomba atómica se ha convertido en el más grande objetivo que el militarismo fundamentalista haya conocido jamás. Representa, en efecto, una concentración de poder militar nunca imaginada hasta ahora.

     El militarismo pro-nuclear adquiere así unas dimensiones demenciales. Sólo un loco o un grupo de locos podría lanzarse a una guerra atómica. Este es, precisamente, el gran temor de la hora presente. ¿Qué ocurriría en el caso de un nuevo Hitler, de un Hitler nuclearizado, que tuviese en sus manos la posibilidad de emplear las armas atómicas?

     Paradójicamente, la aparición de las armas atómicas no sólo ha servido para incrementar el militarismo, sino también el pacifismo. Gracias al arma nuclear, éste adquiere actualmente una mayor consistencia e importancia que en el pasado. Lo que en algún tiempo fuera principalmente una concepción especulativa e idealista, constituye hoy en día un gran movimiento de protesta universal con un objetivo concreto: la destrucción de los nuevos armamentos de represalia masiva que amenazan la supervivencia del género humano. La oposición al arma atómica es, actualmente, un objetivo plenamente justificado y que atrae el interés de las multitudes.

     Ahora bien, cuando hacia el año 50 empiezan a manifestarse los primeros brotes del nuevo pacifismo nuclear, el movimiento adquiere un tinte prosoviético que sus adversarios le echan inmediatamente en cara.

     Era lógico que, mientras no existiesen más bombas atómicas que las americanas, denunciar las armas nucleares equivalía a favorecer los intereses de los soviéticos. Que éstos se aprovechasen de la situación para reforzar su propaganda y dividir a los occidentales parece cosa normal. Los Estados Unidos eran, por el momento, la única potencia atómica del mundo y todo lo que se dijese contra las armas nucleares repercutía contra ellos.

     El Consejo Mundial de la Paz fue visto, pues, por mucha gente como un arma de los comunistas. Hay que reconocer, sin embargo, que la exigencia presentada por sus dos Manifiestos —el de Estocolmo, de marzo de 1950 y el de Viena, de enero de 1955— de que las armas atómicas fuesen destruidas, eran, en su esencia, justas y razonables y muchos millones de personas que no tenían nada de prosoviéticas las apoyaron.

     Pero lo notable del caso es que los soviéticos, al mismo tiempo que impulsaban la propaganda pacifista occidental, seguían trabajando en la fabricación de sus propias bombas atómicas. En el momento del Manifiesto de Viena disponían ya de varias bombas termonucleares y no tardarían mucho en aumentar sus stocks de modo extraordinariamente alarmante para los EE.UU. Transcurridos unos pocos años ya no podía, pues, hablarse del arma nuclear como de una exclusiva de los americanos. Frente a los EE.UU., la URSS se había convertido también en una potencia atómica.

     A pesar de esto, el equívoco continuó: la propaganda antinuclear siguió siendo considerada como básicamente prosoviética.

     Durante muchos años —e incluso en la hora actual— todo el que públicamente se exprese contra las armas nucleares se expondrá a ser considerado como un instrumento, consciente o inconsciente, de la propaganda rusa.

     De esta manera, los militaristas logran anular los esfuerzos que hoy realizan los pacifistas para convencer al mundo del enorme peligro que representan las armas nucleares, tanto rusas como americanas.

     Ronald Reagan ha manifestado en varias ocasiones que los movimientos pacifistas están orquestados y financiados por los soviéticos y que tienen un carácter unilateral, puramente antiamericano.

     Habría mucho que decir acerca de esto, claro está. Pero de todos modos Reagan consigue así cortar la protesta anti-nuclear en el mundo y dar curso libre a sus nuevos proyectos de armas nucleares y posnucleares.

     Muchos pacifistas europeos, como E.P. Thompson, se levantan contra las acusaciones de Reagan y de sus colaboradores. Repiten, una y otra vez, que su acción se opone tanto a las armas nucleares soviéticas, como a las americanas; mantienen la necesidad de una tercera vía, de un «neutralismo activo», destinado a superar el bipolarismo y la ruptura del mundo en dos bloques, que tantos daños está causando actualmente a la Humanidad; tratan de hacer presión sobre los gobiernos, tanto del Oeste como del Este, para que lleguen a un acuerdo eficaz de desarme nuclear acelerado; propugnan para Europa una desnuclearización total —lo que Thompson llama la «opción cero»— como único medio de salvar al continente de la destrucción a que está expuesto al ser utilizado como teatro de guerra nuclear; se oponen, sobre todo, a la idea fatalista o «exterminista» de que contra la «situación nuclear» no hay nada que hacer, porque la misma es consecuencia de una serie de causas concatenadas e ineluctables.

     El actual pacifismo tiene, a nuestro juicio, un valor muy superior al que ordinariamente se le concede en los medios políticos. Con el tiempo llegará probablemente a convertirse en un gran movimiento de opinión universalmente extendido, que los gobiernos, tanto del Oeste como del Este, no tendrán más remedio que escuchar.

 

2. Pacifismo físico y pacifismos éticos

 

     Cuando los americanos lanzaron las bombas de Hiroshima y Nagasaki no hubo en el mundo —como ya hemos visto en el primer capítulo de este libro— ningún movimiento de protesta. Sólo al cabo de unos años empezó la Humanidad a reaccionar contra aquel bárbaro suceso.

     La gente fue informándose poco a poco del número de víctimas causado por las bombas; de los sufrimientos experimentados por los heridos y del estado en que habían quedado muchos de ellos tras haber sido radiactivizados a decenas de kilómetros de distancia del centro de la explosión; de la posibilidad de que algunos efectos se extendiesen a las generaciones futuras y de la enorme concentración del poder letal que la nueva arma ponía en manos del hombre.

     Todo esto no podía menos de producir un sentimiento de horror y de repulsa contra el arma atómica.

     Fue hacia el año 50 cuando empezaron a surgir las primeras condenaciones y las primeras reacciones de protesta contra la bomba. Las razones que se dieron para exigir la erradicación de ésta fueron fundamentalmente humanistas.

     El Papa Pío XII habló entonces de la «monstruosa crueldad de la bomba». La calificó de «arma inhumana» y afirmó que ante el horrendo espectáculo de Hiroshima, no sólo la bomba, sino la guerra misma debía ser desterrada mediante el esfuerzo común de todos los hombres de buena voluntad.

     Sin duda alguna, se puede y se debe condenar el arma nuclear por razones humanitarias. Pero un pacifismo puramente humanitarista, que pretendiese reducir la idea de paz a las de no-sangre, no-destrucción, no-guerra, sin querer atribuirle ningún contenido propio, más elevado, más profundo que esto, no sería aceptable.

     Esta forma de pacifismo que podríamos llamar el «pacifismo físico» ha sido criticada por Paul Thibaud, en la revista «Esprit» (julio 83). «Respecto a la vida humana —afirma Thibaud— no basta con decir que hay que hacer todo lo necesario para que continúe. Para que la vida humana pueda seguir existiendo hace falta, ante todo, que sea humana, es decir, libre».

     Para que el pacifismo tenga un sentido hace falta, pues, que su idea de paz se subordine a un bien superior, es decir, a una concepción ética —y no meramente biológica— de la vida. Sólo la vida ética permite al hombre superar la tiranía de la materia y el fatalismo del destino.

     En oposición, pues, al pacifismo físico podemos y debemos hablar de un pacifismo ético.

     Para vencer al monstruo del arma nuclear, para poder emerger de la situación de disuasión en la que el mundo actual se encuentra metido, el pacifismo físico resulta por completo insuficiente. El terror de la situación no basta para salir de la situación de terror. La idea de no-guerra convertida en un absoluto o en un fin-en-sí no nos sirve para combatir el verdadero combate de la paz.

     Ahora bien, en el mundo actual hay que reconocer la existencia, de hecho, de una pluralidad de «ética» y por tanto también de varios «pacifismos éticos» contrapuestos o, por lo menos, diferentes.

     En la medida en que se puede hablar de una moral marxista[22], el pacifismo comunista es también, evidentemente, un pacifismo ético. Desde el punto de vista marxista el pacifismo absoluto no es aceptable. Para un comunista, la «no-guerra» no es un valor supremo. Si, en cualquier momento, la guerra se hace necesaria para obtener la victoria del proletariado, la guerra debe hacerse sin consideraciones humanitaristas pequeñoburguesas. Paradójicamente, el pacifismo comunista viene así a tener algunos puntos de contacto con el militarismo «fundamentalista». Pero esto no es de extrañar, ya que los contrarios se tocan.

     Notemos que otro tanto le ocurre al pacifismo católico o, para ser más preciso, a la doctrina católica de la paz entre los pueblos a la que muchos partidarios del pacifismo acusan a menudo de belicista.

 

3. No-violencia y desarme nuclear unilateral

 

     La postura de no-violencia frente a la guerra y al arma nuclear es, en cierto modo, la antípoda del pacifismo físico. No procede del miedo, sino de un acrisolado espíritu de sacrificio.

     El pacifismo no-violento no acepta el juego fatal de la disuasión, porque parte de la base de que la verdadera y definitiva victoria sobre las armas no se logrará nunca por medio de las armas —lo que sería una contradicción—, sino por la renuncia total al uso de las mismas.

     Así, la idea del desarme no es, para el pacifista no-violento, una simple medida práctica —como puede serlo para los estrategas— destinada a reducir los peligros de la guerra en determinadas circunstancias. El principio del desarme unilateral está en la esencia misma de la doctrina de la no-violencia. Es así cómo concebía Gandhi su teoría de la «espada del espíritu».

     Aplicada esta doctrina al caso actual de Europa —al alcance, toda ella, de los misiles soviéticos—, resulta que la verdadera salida de esta situación no ha de consistir en aumentar el número de euromisiles, sino en renunciar totalmente a éstos, dando prueba a los soviéticos de una voluntad de paz indudable.

     Gandhi no es, evidentemente, el único inspirador del pacifismo no-violento. En la tradición cristiana ha existido, desde los primeros siglos, una fuerte corriente pacifista inspirada en la doctrina del amor a los enemigos y en la realización del Reino de Cristo, como un reino de justicia, de amor y de paz sobre la tierra.

     La resistencia al servicio de las armas de muchos jóvenes cristianos en la Roma pagana y la actitud triunfante de los mártires son significativos a este respecto y han sido explicadas muchas veces, no como un signo de impotencia, sino como manifestación de una fuerza del espíritu superior, en su esencia, a todas las fuerzas materiales.

     Es un hecho conocido que una gran parte de las doctrinas pacifistas actuales arranca a las doctrinas religiosas de ciertas confesiones y sectas protestantes que condenan el empleo de las armas y el uso de la violencia en todas sus formas.

     Ante la presencia de las armas nucleares, estas ideas recobran hoy en día actualidad. Son muchas las personas que piensan que el tremendo problema de las armas nucleares sólo podrá ser resuelto mediante un cambio fundamental de actitud que sitúe la idea de la no-violencia y de la construcción de la paz por la justicia en el centro de las preocupaciones del hombre moderno.

     El teólogo católico Edward Schillebeeckx, entre otros, ha manifestado su postura favorable al desarme unilateral, aunque expresando su incapacidad para definir las condiciones políticas en las que este desarme pueda ser llevado a la práctica.

     Â«Al margen de estrategias concretas —escribe Schillebeeckx—[23] creo que los cristianos en su praxis política deben atreverse a caminar hacia un desarme nuclear unilateral y que también los responsables de las Iglesias deben tener la osadía de indicarnos a los fieles el camino de la confianza arriesgada del evangelio».

     Por su parte, los especialistas de la disuasión adoptan una postura completamente opuesta al desarme unilateral. Ni siquiera se toman la molestia de examinar esta hipótesis, ya que la misma carece, en su opinión, de toda verosimilitud. El desarme nuclear unilateral en Europa —dicen— sería, en este momento, la mejor manera de provocar una guerra inmediata. Una Europa nuclearmente desarmada frente a un Pacto de Varsovia nuclearmente armado sería, para los rusos, una tentación «casi física» de invasión: la estrategia —como la naturaleza— aborrece el vacío.

     Muchas veces ha sido criticada la imprevisión y la debilidad de las potencias occidentales en el período que precedió a la segunda Guerra Mundial. De haberse mostrado más enérgicos los gobernantes ingleses y franceses frente a las exigencias de Hitler y al rearme realizado por éste, los alemanes no hubiesen atacado.

     Pero la desastrosa impresión causada por los ejércitos aliados en el momento en que se vieron obligados a reaccionar contra el ataque hitleriano, después de la «guerra crepuscular», fue la demostración de la total falta de preparación en que se encontraban. Hitler lo sabía, y por eso atacó.

     Ciertamente, nadie sabe lo que ocurriría en el caso de que el desarme nuclear unilateral se produjese realmente. ¿Reaccionarían los soviéticos de modo no-violento? La cosa es tan impensable, que no vale siquiera la pena de tomarla en consideración. El camino de la «confianza arriesgada» no parece el más aconsejable en el dominio de la ciencia estratégica[24].

     Sin embargo, nada impide que la idea de una Europa militarmente desnuclearizada puede ser adoptada como meta de una acción paulatina y tenaz de los pacifistas y de los políticos favorables a la paz.

     Un desarme simultáneo, progresivo y controlado no es imposible y podrá ser realizado el día en que los dirigentes de las dos superpotencias desciendan de las arrogantes posiciones en las que ahora se hallan colocados.

     Incluso el principio de una desnuclearización unilateral es ya posible en el caso de que se intente realizarlo gradualmente a base de pequeñas iniciativas de una u otra parte.

     E.P. Thompson y el Comité pro-desarme nuclear europeo propusieron, en abril de 1980, a los Estados Unidos que detuviesen los planes de establecimiento de los euromisiles, al mismo tiempo que pedían a la URSS que hiciera lo mismo con los SS-20. Es evidente que las superpotencias despreciaron olímpicamente estos llamamientos. Pero, en el futuro, nada asegura que, si una acción de este género se continuase y fuese apoyada por un número creciente de «hombres de buena voluntad», no pudiera la misma tener un éxito, al menos parcial. Por pequeño que fuese este éxito, podría ser el comienzo de una situación completamente nueva para el desarme nuclear mundial.

     Aparte de lo que llevamos dicho, y que afecta casi exclusivamente a los aspectos prácticos de la cuestión, queda pendiente un problema teórico, y es el de saber si la doctrina de la no-violencia es, de suyo, generalizable, es decir, traspasable de la conducta de los individuos a la de los pueblos y los estados.

     La no-violencia, que parece en principio excelente para la conducta personal, puede ser por completo inaceptable para el estado.

     Gandhi defendió siempre la no-violencia, no sólo como el método de acción más valioso para su pueblo desde el punto de vista moral, sino también como el más eficaz en la lucha por la independencia de la India. Pero nunca negó a los partidarios del uso de las armas el derecho a usarlas contra los ingleses.

     Â«Entre la violencia y la cobardía, yo aconsejaría la violencia... Esta es la razón por la cual pienso que los que creen en la violencia deben aprender el manejo de las armas. Preferiría ciertamente que la India no renunciase a las armas para defender su honor, antes que verla convertirse cobardemente en testigo de su deshonor».

     Estas palabras de Gandhi, escritas en agosto de 1920[25], plantean en el fondo el problema de la legitimidad de la guerra defensiva que en la era nuclear se convierte en uno de los principales caballos de batalla entre pacifistas relativos y pacifistas absolutos.

     Preguntado Gandhi: «¿cuando la India sea libre, tendrá que renunciar al empleo de las armas, incluso si una nación extranjera llegara a invadirnos?», el Mahatma responde: «En el Swaraj —es decir, cuando la India logre la independencia— yo no dudaré en aconsejar a los que deseen tomar las armas que luchen en defensa de su país».

     Está claro, pues, que Gandhi no es un pacifista absoluto y que deja a salvo el derecho de un país a defenderse si es atacado. Pero esto no obsta para que, una y otra vez, repita que la no-violencia es el mejor y más eficaz medio de defensa.

     Desgraciadamente, esta afirmación gandhiana no ha sido probada por los hechos. En los tiempos modernos no puede citarse un solo caso en el que la defensa no-violenta haya dado resultados prácticos para detener a un invasor o para evitar una guerra.

     Pretender aplicar la doctrina de la no-violencia a la situación actual parece, pues, un propósito excesivamente azaroso. Un moralista inteligente debe atenerse a la realidad de los hechos y, según parece, éstos no favorecen a los partidarios del desarme nuclear sin contrapartida.

     Debemos preguntarnos si el desarme nuclear unilateral sería, en realidad, un medio eficaz para anticiparse al peligro de una guerra nuclear en Europa.

     He aquí algo que —según acabamos de indicar— parece extremadamente dudoso.

     Precisamente, la única razón de principio que podría alegarse en el contexto actual para el mantenimiento de los armamentos nucleares por parte de una nación atómicamente armada —como Francia, la URSS y los EE.UU.— sería la de asegurar su defensa en caso de ataque nuclear o, al menos, la de disuadir «pre-entivamente»[26] a su presunto atacante.

     Pero no cabe duda de que sí puede y debe exigirse con toda energía a los gobernantes de los países nucleares que hagan cuanto sea necesario para renunciar conjuntamente y simultáneamente a sus armamentos atómicos.

     Ejercer esta presión sobre los gobernantes es, sin duda alguna, la misión primordial de los movimientos pacifistas. Damos en esto la razón a E.P. Thompson cuando afirma que «lo que necesitamos no es tanto un control de las armas nucleares como un control de los dirigentes militares y políticos que las tienen en sus manos».

 

4. La moral católica ante las armas nucleares

 

     La Iglesia católica posee una larga historia y una doctrina muy amplia y coherente sobre la paz y la guerra entre las naciones. Al testimonio de los primeros cristianos en el ámbito de la Roma pagana, sigue la doctrina de San Agustín, quien por primera vez se plantea en toda su profundidad el problema de la construcción de una ética de la guerra.

     La idea agustiniana de una «guerra justa» es completada y perfeccionada por Santo Tomás, a quien suceden en su misma línea otros teólogos de gran prestigio. Pero, para cuando éstos empiezan a reflexionar, la guerra ha cambiado ya de naturaleza. Con la aparición de la pólvora y de los cañones —primera gran mutación en la historia de las armas— ha perdido ya una parte de su primitivo carácter caballeresco y se ha convertido en algo mucho más mortífero y terrible.

     Las gentes, consternadas, evocan las antiguas guerras con un lenguaje parecido, quizás, al del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en su famoso discurso de las letras y de las armas. «Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo, para mí, que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención».

     En el transcurso de los siglos, nuevas y sucesivas mutaciones van acrecentando el poder mortífero de las armas y cambiando el panorama de la guerra, hasta convertirla en un fenómeno de masas, lo que ahora se llama la guerra total.

     Las dos guerras mundiales —sobre todo la segunda— vuelven a plantear el problema de la moralidad o inmoralidad de la guerra, pero ya en términos mucho más acuciantes, de mucho mayor gravedad y urgencia que en el pasado.

     Desde Benedicto XV hasta Juan Pablo II todos los papas se ocupan del tema de la guerra: lo hacen en forma de discursos, encíclicas y otros documentos que adquieren con frecuencia un relieve mundial.

     A partir de 1946 el tema del arma nuclear forma parte habitual de la pastoral de la Iglesia católica. El primer documento eclesial en el que se alude a esta cuestión es, al parecer, la Carta pastoral del Cardenal Saliège, de 11 de febrero de 1946.

     Después, este género de manifestaciones se generaliza y adquiere una creciente modernidad y adecuación a la situación real. Últimamente los obispos alemanes, americanos y franceses han tratado en sendas cartas pastorales las cuestiones más importantes desde el punto de vista moral en relación con las armas nucleares, y es posible que los obispos españoles lo hagan también ante la proximidad del referéndum sobre la OTAN, que va unido, sin duda, al asunto de los armamentos atómicos en Europa y en el mundo.

     Independientemente de los motivos de fe que los creyentes tienen para depositar su confianza en estas enseñanzas, este conjunto doctrinal es altamente estimable en sí mismo. Nadie que se proponga conocer a fondo los planteamientos de tipo ético en torno al tema de las armas nucleares, puede razonablemente ignorarlo.

     La moral católica no acepta la idea de que la paz deba ser considerada como un bien absoluto o supremo. Al contrario, dicha doctrina afirma que la paz está subordinada a la realización de otros bienes, como la libertad y la justicia, sin los cuales no puede ser nunca una «verdadera paz».

     Â«Un mundo exento de guerra, como la Iglesia lo reclama sin cesar, no será posible más que cuando los derechos del hombre y el derecho de gentes hayan obtenido reconocimiento universal y no circunscrito por los intereses hegemónicos» (Obispos de la RFA, 1983).

     Algunos pretenden que en la actual «situación nuclear», es decir, la nueva situación política y estratégica creada en el mundo por la aparición de las armas atómicas, todo ha cambiado de tal manera que ya no tiene sentido hablar de «legítima defensa», esto es, del derecho de cada pueblo a defenderse contra un agresor que intente destruirle.

     No es ésta la posición que mantiene la ética católica de la paz. Desde su punto de vista, los gobernantes tienen, no sólo el derecho, sino también el deber, de proteger a sus pueblos contra la opresión y de defenderlos, incluso con las armas, cuando son invadidos y se pone en peligro su propia existencia como pueblos.

     Más aún, la doctrina de la Iglesia reconoce a los gobernantes el derecho a preparar esta defensa. En una situación como la actual —decía Pío XII en 1953[27]— hay que contar con la posibilidad de que «criminales sin conciencia» desaten en cualquier momento la guerra total, una guerra moderna que llevaría consigo «ruinas, sufrimientos y horrores inimaginables». Esta es la razón por la cual los pueblos tienen que prepararse para el día en que se vean en la necesidad de defenderse. Este derecho a mantenerse a la defensiva no se le puede negar, incluso en la actualidad, a ningún estado». (Subrayado nuestro).

     Si el derecho a la defensa fuese totalmente excluido, como quieren los partidarios de la no-guerra, el panorama moral de la Humanidad sería, por demás, trágico y tenebroso.

     Se explica, pues, que la moral católica se resista a condenar toda guerra, de modo radical y absoluto. Ha de dejar abierto el portillo de la guerra defensiva sin el cual quedaría el campo libre a la injusticia y a la opresión: el derecho del más fuerte a avasallar y destruir al más débil, de acuerdo con los principios del militarismo fundamentalista más detestable.

     En los documentos católicos sobre la paz y la guerra, aparece constantemente afirmado el derecho de los pueblos a defenderse, hasta el punto de convertirse en un tema repetitivo. A las más duras fórmulas de rechazo a la guerra acompaña, casi siempre, la salvedad de la legítima defensa.

     Así, mientras los pacifistas absolutos se pueden permitir el lujo de condenar, de modo categórico y sin paliativos, toda clase de guerras y toda clase de armas de guerra, el moralista católico tiene que andar con pies de plomo ya que ha de moverse en un universo de tensiones y contradicciones no fácilmente armonizable.

     En el contexto actual del mundo, la Iglesia condena, por supuesto, la guerra, no sólo por las enormes dimensiones que ésta ha cobrado gracias a las armas modernas, sino también por el peligro que entraña todo conflicto armado, por pequeño que parezca de conducir a una guerra nuclear total. Pero la moral católica no puede ignorar el derecho esencial de un pueblo a defenderse contra un invasor que ponga en peligro su propia existencia como pueblo.

     Este es un asunto muy serio para poder desconocerlo, mucho más serio, sin duda, de lo que parece interpretar Ronald Reagan cuando, en recientes declaraciones, ha afirmado —quizás no se trataba más que de un gesto de humor— el derecho de los Estados Unidos a su «legítima defensa» contra Nicaragua.

     Así —bromas aparte— la condenación de la guerra por la Iglesia no puede ser absoluta, ya que tiene que dejar siempre a salvo la posibilidad de defenderse de un estado contra una invasión real de su propio territorio (invasión, por cierto, poco esperable en el caso de Nicaragua y de los EE.UU.).

     Pero no es esta la única causa de «ambigüedad» de la citada doctrina, ya que una vez afirmado el principio de la legítima defensa, la moral de la Iglesia católica lo tiene que acotar o condicionar: no todo medio de defensa es admisible. Antes de recurrir a un medio o un arma inmoral es preferible «sufrir la injusticia».

     Los moralistas católicos establecen dos reglas o principios que deben ser respetados en todo caso, incluso en el de una guerra defensiva. El primero de ellos es el principio de proporcionalidad, el cual exige que la defensa sea proporcionada al ataque. Evidentemente, no se puede correr el riesgo de destruir el medio natural, el «ecos» de la especie humana, o de aniquilar la civilización, con el fin de defender la independencia nacional de un pueblo.

     Tampoco cabe admitir la utilización de medios bélicos cuyos efectos sean incontrolables o indiscriminados (segunda regla). En el caso de que los efectos de un arma afecten a las poblaciones o se extiendan más allá de los objetivos militares propiamente dichos, dicha arma debe ser considerada como inmoral.

     Que las armas de represalia masiva se encuentran en este caso parece cosa obvia: es muy difícilmente concebible que un bombardeo nuclear, por ejemplo, pueda ser realizado con respeto de los principios de proporcionalidad y de controlabilidad.

     Ciertos medios de guerra convencionales utilizados en el transcurso de la Segunda guerra mundial —coventrización, bombardeos de poblaciones civiles, etc.— traspasaban ya los límites de la ética: eran y siguen siendo condenables. Mucho más lo sería actualmente el empleo de armas nucleares cuya acción catastrófica está ya calculada de antemano en centenares de megatones.

     Incluso una operación militar de defensa iniciada con armas nucleares miniaturizadas tendría siempre muchas probabilidades de traspasar la frontera de lo nuclear táctico a lo nuclear estratégico.

     Todas estas cosas deben ser tenidas en cuenta, a la vez, para fijar los límites morales de una defensa en el contexto de una estrategia nuclear.

     Como consecuencia de estas tensiones internas dentro de la doctrina católica de la paz, se produce, a veces, una cierta sensación de «ambigüedad» a la que ya hemos aludido. Los pacifistas absolutos acusan a la Iglesia de que no acaba de tomar postura contra la existencia de armas nucleares y de que esta especie de indefinición favorece, en último término, las posiciones de los militaristas y belicistas.

     Esta acusación no es justa. Se parte en ella de una simplificación del problema, no exenta, en algunos casos, de intencionalidad política.

     Un «incidente» ocurrido en 1951, y del que oímos hablar mucho por entonces en los medios cristiano-pacifistas, puede servirnos de ejemplo para explicar la anterior afirmación.

     Acababa de celebrarse en Varsovia el Segundo Congreso mundial de «partisanos» de la Paz, con la participación de delegados de 80 países y bajo la presidencia del atomista francés Frédéric Joliot-Curie. En cumplimiento de los acuerdos adoptados en las sesiones Joliot-Curie dirigió al Papa Pío XII una carta en la que solicitaba su apoyo para las dos peticiones elevadas por el Congreso a las Naciones Unidas.

     Las peticiones eran éstas: Primera, prohibición de toda clase de armas de represión masiva y —entre ellas— en primer lugar, de las armas atómicas. Segunda, denuncia como criminal de guerra de todo gobierno que tomase la iniciativa de utilizar tales armas.

     Es evidente que en un momento en que los EE.UU. era realmente la única potencia atómica del mundo, mientras que los rusos preparaban todavía su primera bomba termonuclear —la cual había de tardar aún más de dos años en llegar a ser una realidad— la doble petición del Congreso de Varsovia era prácticamente una excelente maniobra para dar tiempo a que los rusos adelantasen en sus investigaciones nucleares hasta ponerse al par de los americanos.

     La demanda de Joliot-Curie tenía, pues, todos los caracteres de una celada. Si el Papa la aceptaba se habría logrado un tanto en la campaña publicitaria contra EE.UU. Si, por el contrario, la rechazaba, se pondría en evidencia ante todo el mundo que la Santa Sede se colocaba al lado de los belicistas.

     Como era de esperar, en la respuesta dirigida a F. Joliot-Curie, en nombre del Papa, con fecha 16 de febrero de 1951, por el Secretario de Estado Montini, se eludía manifiestamente la cuestión planteada en la carta. No eran recogidas —ni siquiera mencionadas en la citada respuesta— ni la prohibición de las armas de represalia masiva ni la denuncia como criminales de guerra de los gobiernos que las aplicasen. Esta se limitaba a decir que la Iglesia seguía estando en favor de la paz, como lo había estado siempre, y en contra de las «monstruosas armas inventadas por la técnica moderna», expresiones suficientemente generales como para que nadie pudiera darles sentido político alguno.

     Algún observador hizo notar que, al no condenar las armas nucleares de manera expresa y tajante, la Santa Sede parecía adoptar una actitud de comprensión o de tolerancia hacia los poseedores de la bomba, y, más concretamente, hacia los gobernantes norteamericanos.

     Sin embargo, esta actitud no tenía nada de extraño ni de unilateral. El respeto a la libertad de acción de los gobernantes forma parte de las normas de conducta habituales de la Iglesia. Aunque, en principio, lo deseable era que las «monstruosas armas» fuesen destruidas, la Santa Sede no podía inmiscuirse: no podía adoptar una postura concreta sobre lo que los EE.UU. debían hacer con la bomba en aquel momento. La cuestión estaba ya siendo discutida desde 1946 entre los EE.UU. y la URSS y eran los gobiernos de ambos estados —y los de todos los demás estados del mundo— quienes debían decidir sobre el porvenir de las armas nucleares.

     Las conclusiones del Congreso de Varsovia, tal como habían sido formuladas por éste, tenían todo el aspecto de una declaración política. Iban, sin duda, mucho más allá de lo que puede ser un enunciado de principios morales y, en este sentido, la Santa Sede no podía suscribirlas.

     Por otra parte, a los moralistas no se les puede exigir que den respuesta categórica y completa a todas las interrogantes éticas que la actual situación de «pre-guerra» nuclear plantea.

     Muchas de estas cuestiones, como la licitud de la guerra nuclear limitada, la fabricación y posesión de armas atómicas, la investigación científica para la producción de nuevas armas presuntamente defensivas, etc., etc., están aún en discusión y dependen, en gran parte, de información técnica de difícil interpretación. Convengamos, pues, en que los moralistas deberán ser sumamente cautelosos al abordarlas. Pero existen puntos fundamentales respecto de los cuales no queda la menor duda. Así, por ejemplo, la condenación de los medios bélicos indiscriminados o incontrolables.

     La frase de la «Gaudium et spes»: «todo acto de guerra que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de vastas regiones con sus habitantes, es un crimen contra Dios y contra el hombre que debe ser condenado firmemente y sin la menor vacilación», es lo suficientemente dura y clara para que ningún político o militar, que pretenda proceder moralmente, pueda llamarse a engaño.

     Desgraciadamente no parece que la Humanidad pueda confiar demasiado, en este momento, en la conciencia moral de estos hombres llamados a conducir la política mundial, ya que gran parte de ellos se ven conducidos por una especie de fatalismo que, de alguna manera, les eximiría de responsabilidades personales. Han adquirido hábitos. Han inventado una lógica y un lenguaje especializados que son los del común de los mortales. Sus planteamientos técnicos se repiten siempre, casi en los mismos términos, faltos de imaginación y de esperanza.

     A los que hablan de otro modo, como pueden ser, por ejemplo, los obispos —véase a título informativo la carta de Weinberger a la Conferencia episcopal norteamericana, en octubre de 1982, o las del consejero de Reagan, William P. Clark, al presidente de la Comisión redactora de la misma— les dicen que no entienden nada del arma nuclear, que las cosas son como son y que no pueden ser de otra manera; que al mundo no le queda otro camino que la disuasión, el perfeccionamiento constante de las armas y la invención de nuevas armas cada vez más poderosas para oponerse a los enemigos de la paz.

     Los problemas que plantea el arma nuclear no pueden ser abordados «more geometrico». Al contrario, las actitudes que se adopten ante ellos han de inspirarse en una percepción completa de la realidad en todos sus aspectos, tanto políticos y estratégicos como psicológicos y humanos.

     Â¿Qué ocurriría, por ejemplo, si la cuestión moral de la legitimidad o no legitimidad de la disuasión nos condujera a una condenación total, categórica y definitiva de dicha estrategia? ¿Cambiaría en algo la situación? ¿Qué podría ponerse de la noche a la mañana en lugar de ella? ¿De qué otra alternativa real dispondrían los gobiernos de las dos superpotencias?

     Al decir esto no tratamos, evidentemente, de dar por buena la disuasión, tan justamente criticada por muchas personas, entre las que nos incluimos, sino de conducir el problema al terreno que le corresponde, que es el de la prudencia política. En efecto, ante una cuestión de tamaña complejidad, la actitud moralista no debe, al parecer, traducirse en condenaciones categóricas, sino en la presentación de «cuadros prudenciales» dentro de los cuales puedan moverse realmente los hombres de carne y hueso que tienen, en estos momentos, la responsabilidad de la situación.

     Desgraciadamente las palabras que acabamos de utilizar: «prudencia» y «prudencial», resultan chocantes en el lenguaje moderno. Son palabras que han venido a menos. Su significado actual apenas tiene nada que ver con la grandeza que les atribuían los antiguos.

     La genuina prudencia consiste en una percepción de los principios al mismo tiempo que de la realidad a la que éstos deben ser aplicados. Ambas cosas se funden en el espíritu del hombre verdaderamente prudente y es la virtud de la prudencia política lo que permite al gobernante proceder de modo racional y moral en medio de las situaciones más complejas y difíciles que puedan presentársele.

     Ninguna de las dos abstracciones: abstracción de los principios, abstracción de la realidad, puede conducirnos a una solución correcta de los tremendos problemas que tiene planteados la Humanidad actual por causa de la existencia —¡cuarenta años ya!— de las armas atómicas.

     Un ejemplo muy significativo de la prudencia de la actitud católica ante los muy complejos problemas del arma nuclear nos lo da el Mensaje de Juan Pablo II a la sesión extraordinaria de las Naciones Unidas en 7 de julio 1982.

     En este mensaje, el Papa hacía un repaso a la situación de «no-guerra actual»: pocos progresos en el desarme, aumento anormal de los gastos militares, espectro de un posible choque entre las dos superpotencias, crisis ética que afecta a las sociedades actuales que da lugar a que sean aceptadas como cosa normal la producción y posesión de armamentos apocalípticos.

     Pero el punto más importante de este mensaje fue, seguramente, la alusión que Juan Pablo II hizo en él al tema de la disuasión. Son unas palabras muy citadas y comentadas en estos últimos tiempos: «En las condiciones actuales, una disuasión basada en el equilibrio, no, ciertamente, como un fin en sí, sino como una etapa en la vía del desarme progresivo, puede todavía ser juzgada como aceptable. Sin embargo, para asegurar la paz, es indispensable no contentarse con un mínimo, siempre cargado de un peligro real de explosión».

     Estas palabras de Juan Pablo II dejaron desconcertadas a muchas personas convencidas de que la estrategia de disuasión es, en sí misma, inmoral. El Papa no condenaba la disuasión, no negaba a los gobernantes el derecho a aplicarla mientras no dispongan de otra alternativa que habrá de ser lograda por la vía de la negociación; pero tampoco la aprobaba de buen grado: parece como si en sus palabras hubiese una especie de forcejeo. Este hecho podría ser, tal vez, explicado en función de las ideas que acabamos de exponer sobre los judíos y opciones prudenciales.

     En realidad, una buena parte de las actitudes actuales de la Iglesia respecto a las armas nucleares parece inspirarse en la grande —aunque, para algunos, sospechosa— doctrina de la tolerancia de los males. Desde este punto de vista nos aventuramos a formular la siguiente conclusión: En el momento presente, dada la situación en que se encuentra la política mundial, el mal menor de la disuasión deberá ser tolerado para evitar el mal mayor de la explosión a corto plazo.

 

 

[Notas]

 

[21] Max Scheler, «L'idée de Paix et de Pacifisme», Aubier 1953.

[22] José Luis L. Aranguren, «El marxismo como moral», Alianza Editorial.

[23] «Concilium», nº 184, 1983.

[24] Algunas posturas favorables al rearme de Europa frente a la URSS —«antes muertos que rojos»— son inteligentemente expuestas por Mariano Aguirre en su libro «De Hiroshima a los euromisiles», Tecnos, 1984(2).

[25] «La jeune Inde», Eds. Stocks, París 1948; en «La doctrine de l'épée», pág. 107, y en «Mon inconséquence», pág. 177.

[26] Dada la enorme rapidez con la que puede desarrollarse una guerra nuclear, no cabe establecer una distinción neta entre el período previo a ésta y el despliegue inmediato de la misma. Para marcar esta diferencia se emplea actualmente un neologismo, procedente de la palabra inglesa pre-emption (derecho de prioridad), consistente en la expresión «guerra preentiva», la cual no debe confundirse evidentemente con la de «guerra preventiva» o guerra previa. Según esto, «guerra nuclear preentiva» es una acción nuclear realizada para obtener una posición prioritaria dentro de una situación en la que se tiene la seguridad de ser atacado nuclearmente a muy breve plazo.

[27] «Discurso a los miembros del VI Congreso Internacional de Derecho Penal», 3 octubre 1953.

 

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