Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Carta a propósito del internacionalismo católico

 

Documentos, 3 zk., 1949

 

      Respetado y querido P. Bosc: El Santo Padre ha invitado al género humano a «volver a la solidaridad olvidada hace demasiado tiempo», enunciando «un deber que nos alcanza a todos, que no sufre demora alguna ni admite dilación, duda ni tergiversación de ninguna clase: el deber de hacer todo cuanto nos sea posible para proscribir y desterrar la guerra de agresión de una vez para siempre». Todos los esfuerzos que hasta el presente han sido realizados en este sentido, «han fracasado y seguirán fracasando mientras la parte más sana del género humano no tenga la firme voluntad de cumplir, como obligación de conciencia, la misión que en otros tiempos había sido iniciada con insuficiente resolución».

      Esas palabras, pronunciadas por S.S. Pío XII en su Mensaje de Navidad de 1944, y repetidas en términos más o menos análogos en innumerables ocasiones, nos señalan, a todos los que, como miembros de la Iglesia, integramos «la parte más sana del género humano», una grave «obligación de conciencia» cuyo exacto sentido quisiera yo me ayudara usted a poner en claro.

      En primer lugar, es patente que esta gran empresa de la paz no está exclusivamente reservada a los políticos, de suerte que los simples ciudadanos debamos despreocuparnos de ella dejándola en manos de los gobernantes. Cada día se ve más claramente que, mientras los hombres permanezcamos separados por odios y prejuicios seculares, mientras reine el egoísmo y la incomprensión subsista entre las gentes de dentro y de fuera de las fronteras, los esfuerzos pacificadores de los Gobiernos, por sinceros y desinteresados que sean —y sobre este punto podrían formularse muchas reservas— sólo podrán conducir a acuerdos epidérmicos, a equilibrios efímeros e inestables. Resulta, pues, que para que los votos del Pontífice puedan realizarse, hace falta que cada uno de nosotros trabaje en su limitada esfera para superar esa montaña de rencores y prevenciones que nos separa. Y al decir «nosotros», quiero decir nosotros católicos, concretos e individuales, usted y yo, por ejemplo.

      Ahora bien, planteada la cuestión en estos términos, yo me pregunto en qué ha de consistir nuestra acción armonizadora. Y hasta dónde debe y puede llegar en el momento presente.

      Claro está que hay una realidad de carácter sobrenatural, pero no menos real por eso, que nos une a todos los católicos y sobre cuya eficiencia no nos es posible formular ningún género de dudas: me refiero al Cuerpo Místico de Cristo, en el que, pese a nuestras divergencias temporales, nos hallamos unidos todos, ustedes y nosotros, los cristianos franceses y españoles, polacos y rusos.

      Pero del mismo modo que la acción de la Gracia no excluye el esfuerzo personal, a fin de que Ella vaya impregnando lentamente de espiritualidad todos los actos de la propia existencia, y, de esta suerte, llegue incluso a proyectarse sobre el plano temporal de nuestra vida, es evidente que nos obliga a los católicos un deber especialmente importante, que es el de hacer que el «ut sint unum», se traduzca también en el plano de la historia, de un modo manifiesto y visible, en una unidad que sea como el armazón de la unidad misma del género humano.

      Debemos pues, ponernos a trabajar inmediatamente para deshacer todas las incomprensiones, todas las actitudes apasionadas, partiendo, como base de operaciones, de esa gran unidad sobrenatural que, aunque invisible, existe y obra sobre el género humano sin distinción de nacionalidades.

      Pero aquí se suscita una primera duda. Porque, si hemos de ser realistas, no debemos ocultarnos a nosotros mismos la inmensa dificultad de una tarea de este género. Dígase lo que se quiera, estamos viendo a cada paso que, para muchas personas, la religión, en lugar de ser un elemento de unión y de amor, constituye una causa de división, un motivo más de discordia, y acaso más poderoso que ningún otro. Claro está que, en tales casos, no podemos pensar que se trate de una religiosidad auténtica, sino de desviaciones lamentables, casi morbosas, del sentimiento y de la idea religiosa. Pero el hecho no puede negarse, y, a los que nos ocupamos de estas cosas, se nos presenta con triste evidencia. Yo no dudo de que un francés y un español puedan ser sinceros y aun perfectos amigos; pero si me dicen que ambos son católicos, no debo ocultarle que me parecerá un poco más difícil esa amistad que si los dos son librepensadores o comunistas. Acaso resulte esta afirmación un poco cruda, dura, desagradable... lo que usted quiera. Pero, ¿no es cierto que hay un contenido de verdad en ella?

      Los sentimiento nacionales se hallan tan arraigados en todos los pueblos que, con frecuencia, vemos que los hombres los anteponen en su actuación práctica —pese a toda clase de proclamas verbales— a las exigencias de la Fe y de la Caridad.

      Por eso yo me pregunto —y me gustaría conocer la opinión de usted— si una colaboración sincera entre católicos de distintos países, sería capaz de suprimir, o, al menos, de atenuar, las diferencias ideológicas, políticas y económicas que en la práctica oponen a los pueblos.

      Reconozco que las ideologías no se hallan compartimentadas por líneas divisorias coincidentes con las fronteras políticas, pero creo, también, que existen climas espirituales e intelectuales, tan reales, si no tan sensibles, como los climas meteorológicos, ya que, a fuerza de establecer barreras materiales, los Estados han terminado por crear, asimismo, artificiales dominios del pensamiento, en los que el hombre medio, piensa y siente de manera inconscientemente uniforme. Eso sin contar con el peso de la Historia y de las características raciales que, a pesar de las aspiraciones universales del mundo actual, siguen siendo fuerzas enormes y disgregadoras. A mi juicio, sólo algunas individualidades acusadísimas pueden escapar a la influencia de estos climas espirituales, que sin llegar a ser determinantes, tanto significan en la vida social de cada uno de nosotros. En resumen, yo temo que nuestros esfuerzos para buscar la concordia, la unidad de puntos de vista, y aun la ayuda material entre católicos de distintas nacionalidades, choquen con esas gigantescas fuerzas separadoras. Y que es posible que, precisamente los católicos, por ser, en general, mejores ciudadanos y más apegados a los sentimientos nacionales, sean los hombres peor preparados para una colaboración internacional. El camino no es, pues, tan fácil como algunos, que prontamente se dejan impresionar por fáciles frases retóricas, han podido creer.

      Pero hay una segunda cuestión que yo quisiera proponer a usted.

      Aun suponiendo que una acción de este género, tendiendo a la colaboración de los católicos en el plano temporal internacional —social, político y aun económico— pudiera realizarse en el momento actual, ¿dicha colaboración sería efectivamente deseable? A primera vista puede parecer que esta cuestión es obvia y que no debe ser siquiera planteada, pero, a mi juicio, no es así. No es que yo me incline, en modo alguno, hacia una solución negativa, pues, gracias a Dios, conservo en todo momento el optimismo cristiano y una gran confianza en la acción unitiva y educativa de la Iglesia en el plano temporal. Quiero decir, sólo, que éste es un asunto que no puede darse por resuelto antes de haberlo meditado.

      Hay, en efecto, algunos pensadores católicos que opinan que toda «temporalización» de las realidades místicas es peligrosa. Sobre todo, entre ustedes los franceses, abundan quienes creen que la Cristiandad debe ser como un Universo diseminado, algo así como un cielo estrellado constituido por cristianos excelentes, santos si es posible, pero que, fuera del orden estrictamente religioso, no se presenten ante el mundo como miembros, de una comunidad, ni compartan tampoco las mismas ideas culturales, políticas y sociales. Los que así piensan, son, por tanto, partidarios, por lo que afecta al orden interno de los Estados, de que no existan instituciones culturales católicas, sindicatos católicos, ni agrupaciones políticas católicas. Según ellos, sería mejor que, en lugar de instituciones culturales católicas, hubiese buenos católicos en las instituciones culturales; en vez de sindicatos católicos, católicos en los sindicatos, y así sucesivamente. Si aplicásemos este modo de pensar al orden internacional, ¿no llegaríamos a la conclusión de que no deben existir grandes organizaciones católicas internacionales, para la colaboración cultural, social, económica, etc., sino católicos en las grandes organizaciones internacionales?

      Sin llegar a ese punto de vista extremo, que yo estoy muy lejos de compartir, creo, sin embargo, que no puede pedirse a los católicos de diferentes nacionalidades que unifiquen sus puntos de vista sobre muchas cuestiones temporales, ni su acción en diversos terrenos en los que ciertos antagonismos son perfectamente explicables y hasta justos. Sería un gravísimo error, a mi juicio, llevar la tendencia unificadora hasta ciertos dominios en que los hombres y los pueblos deben conservar su diversidad. Por otra parte, si los católicos, al actuar en política internacional, pretendieran hacerlo como una fuerza única, algo así como un Kominform católico, al servicio de una política común, este modo de proceder tendría la consecuencia desagradable y lógica de que, en cada país, los grupos católicos pudieran ser considerados como quintas columnas al servicio de una potencia extranjera. Esto no es, yo creo, lo que desea la Iglesia de nosotros. Conviene, pues, saber hasta dónde debe llegar una acción unificadora de los católicos en el plano temporal internacional, para hallarse verdaderamente de acuerdo con los deseos de la Iglesia y con las enseñanzas de nuestro actual Papa, S.S. Pío XII, a este respecto. Reciba, reverendo Padre, la expresión de mi respeto y de mi cordial amistad.

 

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