Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Principios clásicos y realizaciones actuales

 

Documentos, 4 zk., 1950

 

      Ser católico significa, aun humanamente hablando, un singular privilegio en esta gran hora crítica en que vivimos. Significa tener algo —algo muy sólido y firme— a que agarrarse. Y esto, cuando se está, como en el momento actual, en pleno naufragio, representa sin duda un valor enorme.

      Los cristianos, firmes y asegurados por la Fe, interiormente consolados por el «no prevalecerán», sabemos muy bien que la barca de Pedro no puede hundirse: somos ciertamente los únicos que podemos capear con confianza el temporal. Pero esto no significa, sin embargo, que nos hallemos a cubierto de las molestias y penalidades del momento; diríase, más bien, que las olas se encrespan más en torno a la nave de la Iglesia, y que su puente es hoy uno de los lugares más batidos e incómodos del universo.

      En realidad no tenemos ninguna razón para lamentarnos de ello. El Señor prometió la estabilidad de la nave, pero nunca aseguró a sus pasajeros una navegación cómoda y apacible, sino acaso todo lo contrario.

      Es posible que los cristianos hayamos experimentado siempre la tentación de extender la promesa de eternidad, el «non provalebunt», a muchas cosas de orden temporal, enseres y objetos queridos, que poco a poco han ido amontonándose en las cámaras de la nao o adhiriéndose a su acastillaje. Cosas familiares y venerables, que acaso algunos pensaron que también formaban parte de la embarcación, pero que en realidad no son sino aditamentos inesenciales, que nada tienen que ver con la obra viva de la misma. Por otra parte, esta nave, vieja ya de dos mil años, ha surcado tantos y tan diversos mares, y se han sucedido sobre ella tantos pasajeros, que el número de estos objetos temporales y perecederos que han ido incorporándose a Ella y como cobijándose entre sus sagrados y recios maderos, es muy grande y, hasta cierto punto, abigarrado.

      Constituyen algo así como la estructura exterior o forma temporal y mudable de la Iglesia, lo cual en nada afecta a su esencial inmutabilidad. Pero de cuando en cuando hace falta vaciar las calas de tantas mercancías efímeras, rindiendo tributo al tiempo. Nadie tiene derecho a escandalizarse de ello, porque «el Cuerpo místico de Cristo, como los miembros físicos que lo constituyen no vive ni se mueve en lo abstracto, fuera de las condiciones incesantemente mudables del tiempo y del espacio; no está ni puede estar segregado del mundo que lo circunda; es siempre de su siglo, avanza con él de día en día; adaptando continuamente sus maneras y su comportamiento al de la Sociedad en medio de la cual debe obrar» (Discurso de Su Santidad Pío XII, el 29 de abril de 1949).

      Vemos así cómo en el curso de este siglo, va haciéndose patente el carácter pasajero de muchas cosas que las gentes mal informadas consideraban unidas sustancialmente a la Iglesia, y en virtud de las cuales, la atacaban declarándola definitivamente anticuada y retrógrada, aunque en realidad nada tenía que ver con su esencia incorruptible. Acaso cueste algún trabajo a muchos cristianos desprenderse de esas cosas, modos de vida, instituciones, conceptos, hábitos y tradiciones sociales, que la actual y profunda conmoción ha roto definitivamente por su base, como el viento rompe los pecíolos de las hojas secas. El destino de lo caedizo, es al fin y al cabo, el caer.

      Saber desprenderse de lo accidental y abrazarse a lo esencial de Fe y de la vida de la Iglesia —de la Iglesia peregrinante y crucificada— es, sin duda, el gran Sacrificio que Ella exige hoy de muchos de sus hijos.

      Vemos así cómo los Papas han declarado la indiferencia ante las formas de Gobierno. La voz de León XIII se repite como un eco en la de Pío XII cuando dice que «la Iglesia no trata de tomar partido por una u otra de las formas particulares y concretas con las cuales cada pueblo y cada Estado tienden a resolver sus problemas de orden interior» (Mens. Nav. 1941). Quienes pensaban y auguraban que el hundimiento de los tronos seculares, traería consigo el fin de la Iglesia, estaban, pues, muy equivocados. La Iglesia al defender el principio de autoridad y el origen divino de toda potestad, no tenía por qué consagrar determinadas realizaciones históricas, de las que pura y simplemente venía a desentenderse, como extrañas por completo a la esencia de su doctrina.

      Pero cabía pensar que algunas estructuras sociales tradicionales en las que, al parecer, se asentaba el orden y la estabilidad de la ciudad temporal, merecerían mejor que las formas de gobierno, la defensa y la protección de la Iglesia. Pudieron creer así algunos que la Iglesia, inclinándose del lado «conservador», se opondría a determinadas innovaciones sociales y, especialmente, a las exigencias de la clase proletaria. Esta errónea creencia fue quizás causa de que la Iglesia perdiese la mayor parte de las masas obreras. Los propagandistas marxistas engañaron a las gentes, dándoles a entender que la Religión, opio de los pueblos, se oponía a las reivindicaciones que ellos planteaban y que la Iglesia era aliada de los «burgueses». Pero las enseñanzas desde León XIII a Pío XII vinieron a demostrar, a todos los que estaban en disposición de escucharlas, la benevolencia de la Iglesia hacia las justas aspiraciones de los trabajadores. La Iglesia no era la rémora y el obstáculo de los avances sociales.

      No faltaron, ciertamente, quienes con escándalo farisaico, se rasgaron las vestiduras, afirmando que la Iglesia se había pasado al socialismo, y había hecho traición a su propia doctrina. Una vez más se hubiera querido utilizar la nave de la Iglesia para hacer pasar de contrabando concepciones y sistemas que habían perdido ya toda vigencia social y debían ser, por ley natural de la vida, sustituidos o renovados. Quienes habían creído que la Iglesia no podría admitir la reforma social, se equivocaron. Y se equivocaron precisamente porque no poseían una visión exacta del contenido esencial de su doctrina.

      Todavía hace pocos días, contestaba el «Osservatore Romano» a ciertas manifestaciones del líder comunista Togliati y de otros escritores marxistas, en las que éstos pretendían hacer ver que la Iglesia, por estar ligada a las estructuras económicas capitalistas, desaparecería forzosamente con el advenimiento de una sociedad sin clases. El «Osservatore» invocaba en esta ocasión el testimonio de la Historia, para mostrar que la Iglesia no ha sido afectada por la desaparición de los regímenes temporales con los que ha tenido que colaborar por las exigencias de su propia temporalidad: el imperio romano, el feudalismo o el poder absoluto. Si el capitalismo debe caer, añadía el periódico oficioso del Vaticano, hay un hecho cierto, y es que la Iglesia no caerá en él...

      Â«Que en determinadas épocas y lugares, una u otra civilización, uno u otro grupo étnico o clase social, haya hecho sentir preponderadamente su influjo sobre la Iglesia, no quiere esto decir que la Iglesia sea feudo de nadie, que Ella se petrifique por decirlo así en un momento de la Historia, cerrándose a todo progreso interior... La Iglesia, en su progreso, sigue sin descanso y sin choques el camino providencial de los tiempos y de las circunstancias. Tal es el sentido profundo de su ley vital de continua adaptación, que algunos, incapaces de elevarse a esa magnífica concepción, han interpretado y presentado como oportunismo». (Discurso de Su Santidad Pío XII el 20-2-46).

      Al parecer asistimos en este siglo, y especialmente bajo el gran pontificado de nuestro Papa Pío XII, a una gran «muda» en la actitud práctica y, quizás, en el pensamiento de los católicos, un cambio de «corteza», es decir, de formas accesorias y exteriores, que viene exigido por las necesidades de los tiempos, y que en nada —repetimos— altera la circulación interior de la savia divina en el ánima de este tronco sagrado.

      Ahora bien, lo que hemos dicho hasta ahora se refiere más bien a la concepción social de la Iglesia, la cual es, en gran parte, cuestión de aplicación, cosa accesoria y movediza; y bien se entiende que todo ello en nada altera, ni puede alterar, la perennidad de la Doctrina. Pero a medida que este movimiento renovador penetra, alcanzando zonas más hondas y estratos infradérmicos y vitales del árbol, va haciéndose más difícil y peligroso y también más importante. Así ocurre con esa empresa titánica, bautizada, casi antes de nacer con el nombre, que no sin razón asusta, de Nueva Teología.

      Una operación en el cerebro debe ser, en general, mucho más delicada que otra en un brazo o en una pierna.

      Si hoy se pone en tela de juicio el valor mismo de la llamada filosofía perenne, que ha sido durante siglos el órgano o el instrumentos fundamental de que se han valido los teólogos católicos para profundizar el Dogma y expresarlo en lenguaje humano, se comprenderá muy bien que las cuestiones que este hecho plantea a la Teología son en extremo delicadas.

      Cierto es que tampoco se trata de una caprichosa aventura, sino de algo que viene impuesto por las circunstancias históricas y las directrices culturales de este tiempo. En realidad desde hace tres siglos el mundo profano había abandonado el saber escolástico, emprendiendo otros caminos, harto azarosos pero, al fin y a la postre, caminos reales de la Historia, colmados de caravanas que acaso escapan de las moradas del Padre. La Iglesia no puede mirar con indiferencia esta trágica dispersión: bien vale la pena de indagar hasta qué punto elementos deleznables, vinieron a mezclarse en la expresión de los Dogmas eternos y hasta qué punto también puede ésta adaptarse a los nuevos lenguajes o jergas filosóficas en que peroran estos apresurados transeúntes.

      Al hacerlo así córrese el peligro de poner al descubierto neuronas muy sensibles e íntimas del pensamiento cristiano. Justo es que se aconseje a quienes han de manejar el bisturí, lo hagan con la máxima prudencia. Si el piadoso Eneas pidió a los leñadores encargados de cortar los árboles-deidades del bosque sagrado del monte Ida que antes de iniciar su faena besaran con veneración las hachas que habían de entrar en contacto con la Divinidad, justo será que la Iglesia exija de todos sus hijos, el piadoso respeto que, aun en sus exteriores y tenues envolturas, merece el tesoro de la Fe.

      Pero, volviendo al problema religioso-político y a la Ciudad temporal, preciso será recordar aquí que prudencia no equivale a conformismo: ni las realizaciones del pasado, ni, mucho menos, las del presente, pueden satisfacer ni de lejos las aspiraciones del alma cristiana en el orden comunitario.

      Cerrar los ojos a la realidad de este mundo, en el que de un modo alarmante va creciendo la marea del pecado privado y público (Sermón de S.S. Pío XII en 26 de marzo de 1950) y pretender gobernarlo como si fuera una comunidad monjil, constituiría una notoria ingenuidad en la que la Iglesia no incurrirá jamás. Supo y sabe Ella, atemperarse a todos los climas históricos y nunca trata de refugiarse en la intemporalidad ni en el ensueño teorizante.

      No se trata ya, en 1950, del problema del pluralismo religioso, sino de otro mucho más difícil de resolver: los cristianos se hallan, aun en países católicos como el nuestro, ante una enorme masa de indiferentes y ateos prácticos, que no sienten el menor deseo ni la menor preocupación religiosa, sino, a lo sumo, un sordo, rebelde y difuso anticlericalismo, que pretende culpar a la Iglesia de muchas injusticias sociales. Actualmente priva un «sentido vivo y puntilloso de la dignidad personal y de la libertad interior del espíritu» (Sermón del 26 de marzo), una concepción muy suspicaz de esa dignidad y de la autonomía individual, que hace que las gentes se sientan inclinadas a rechazar cualquier tutela moral más o menos coercitiva. Basta espumar en los distintos medios sociales de cualquier país, para darse cuenta de que, de un modo o de otro, todos ellos participan de esta mentalidad.

      Este espíritu de independencia flota en el ambiente y aun las gentes honradas participan de él, sin darse siquiera cuenta; de modo que se ofenden y se irritan cuando la Iglesia trata de mostrarles el buen camino. Los mismos cristianos, por reacción contra el totalitarismo y el comunismo, tienden a desconfiar de todo lo que pueda degenerar en gregarismo y colectivismo espiritual.

      Esta situación no puede ser encauzada de la noche a la mañana. Con el tiempo se hallarán las fórmulas justas de equilibrio, pero, hoy por hoy, hay que contar con esta atmósfera tal como se da en la realidad. También las costumbres de los pueblos nórdicos tardaron siglos en dulcificarse bajo el influjo del Cristianismo y la Iglesia tuvo que transigir con aquella rudeza bárbara y considerarla como un supuesto histórico fundamental para su acción apostólica. Es decir, que la Humanidad como el hombre individual tiene sus pasiones que hace falta dirigir y no destruir, tiene sus edades y sus crisis difíciles, que hay que superar. Estos modos típicos y transitorios deben ser conocidos para ponderar los movimientos sociales y prever las acciones reflejas de la multitud. Una acción apostólica inteligente sabe siempre contar con las características psicológicas y espirituales de la sociedad a la que se dirige.

      El problema está, pues, en saber cuál será la reacción de estas masas, en oculta rebeldía espiritual e intelectual, si se trata de imponerles la práctica o la verdad religiosa por un proceso de carácter colectivo, que tenga los menores visos de coacción.

      La hora presente exige mucho más que una machacona y escolástica reiteración de los principios clásicos. Buscar las fórmulas prácticas y los métodos de realización no es sin embargo fácil. Resulta desde luego, mucho más cómodo y menos aventurado el moverse dentro de un mundo de estructuras irreales y de tópicos gastados. La Iglesia puede y debe recuperar su popularidad sin renunciar para ello, claro está, a ningún elemento esencial de su doctrina. Pero ¿cómo? Aquí radica el verdadero problema. Lo primero que hará falta es que muchos católicos abandonemos esta plaza de Berkeley, en la que —inquilinos del pretérito— pretendemos vivir de espaldas a la realidad y nos decidamos de una vez a sumergirnos en el estruendo de la City.

 

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