Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Libertad de discusión en la Iglesia

 

Documentos, 6 zk., 1950

 

      Creen algunos que los católicos no estamos autorizados para pensar por cuenta propia y que debemos esperarlo todo de ciertas decisiones o enseñanzas totalitarias en las que, de un modo detallado y preciso, se nos diga, con previsora oportunidad, lo que hemos de saber, creer y hacer en cada momento.

      Quienes así piensan prefieren ver sacrificada la originalidad personal y el poder creador de los pensadores católicos en aras de la obediencia y de la sumisión a la Iglesia, a exponer a Esta a nuevas herejías y divisiones internas. En esto tienen razón: de los dos extremos el segundo es el peor y por eso conviene que sean contenidas las aspiraciones, aun legítimas, de novedad y de progreso, si, a causa de ellas, la unidad y la disciplina de la Iglesia o la pureza de su doctrina pueden ser puestas alguna vez en peligro.

      Supone más, en efecto, y vale más, un acto virtuoso de sumisión al superior eclesiástico, aun en la hipótesis de que éste se equivocase, que todos los descubrimientos ideológicos que cualquiera pueda llevar a cabo en una actitud de rebeldía. Si por pensar de esta manera se nos critica a los católicos, tendremos que contestar que esas críticas son injustas, pero que se hallan fundadas en un hecho real, pues nuestra actitud de cristianos es, fundamentalmente, la de una entrega incondicional a Cristo y a lo que El es también, es decir a su Iglesia.

      Una sistemática planificación de los espíritus y una concepción inmovilista de la vida de la Iglesia son, sin embargo, inaceptables.

      Se equivocan, en efecto, quienes creen que, después de dos mil años de cristianismo, no hay lugar para la iniciativa y el ingenio de las nuevas generaciones, que las experiencias fundamentales fueron ya realizadas en los siglos que pasaron y que el trabajo de los estudiosos ha de reducirse, desde ahora en adelante, a remover viejos pergaminos y a comentar y a aplicar las enseñanzas de los Doctores de otros siglos.

      Porque vivimos en una atmósfera de duda y de pesimismo, y porque el escepticismo ambiente gravita pesadamente sobre nosotros, llegamos a veces a desconfiar de la fecundidad y de la vitalidad de la Iglesia; pero si nos fuera dado contemplar el porvenir, acaso pudiésemos admirar las figuras de nuevos Doctores, singularmente distintos y al propio tiempo extrañamente parecidos a los de otros tiempos; seríamos, tal vez, espectadores de nuevos triunfos y grandiosas realizaciones sociales, coincidentes en su esencia con las del pretérito, pero con formas diferentes, llenas de originalidad, y quizás más perfectas y mejores que aquéllas. Lo que por otra parte no nos impediría reconocer en la Iglesia futura la misma Institución que hoy conocemos y amamos, la misma que los cristianos de otros tiempos conocieron y amaron.

      El inmovilismo es condenable. Decir vida es decir movilidad y espontaneidad: decir vida humana es decir más aún, es decir también novedad perenne, pues sólo la vida del instinto se repite en ciclos determinados.

      La Iglesia no permanece pues inmóvil: en sus actos presenta un permanente desarrollo. El Santo Padre lo ha dicho no ha mucho en palabras precisas: «Si es verdad que están en un error aquellos que, movidos por una pueril o inmoderada ansia de novedad, perjudican, con sus doctrinas, con sus actos y con sus agitaciones, la inmutabilidad de la Iglesia, no es menos cierto que se engañarían también los que buscaran más o menos conscientemente anquilosarla en una estéril inmovilidad. La Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, es como los hombres que la componen, un organismo viviente sustancialmente siempre igual a sí mismo; y Pedro reconocería en la Iglesia católica romana del siglo XX aquella primera sociedad de creyentes a quienes él arengaba el día de Pentecostés. Pero el cuerpo vivo crece, se desarrolla, tiende a la madurez. El Cuerpo místico de Cristo, como los miembros físicos que lo constituyen, no vive ni se mueve en lo abstracto fuera de las condiciones incesantemente mudables del tiempo y del espacio; no está ni puede estar segregado del mundo que lo circunda: es siempre de su siglo, avanza con él de día en día, de hora en hora, adaptando continuamente sus maneras y su comportamiento al de la Sociedad en medio de la cual debe obrar»1.

      Y, en efecto, la Historia de la Iglesia muestra cuán ágilmente se han armonizado en Ella en el curso de los siglos la diversidad de opiniones y el gusto de la originalidad con el culto de las tradiciones venerables y la cuidadosa conservación de la Verdad ya poseída.

      Se equivocan, pues, quienes quisieran desterrar de la Iglesia todo rastro de polémica o de discusión, sin considerar que la discreta inquietud intelectual, el diálogo y la controversia, son elementos indispensables de progreso.

      La adquisición de la verdad no pertenece exclusivamente contra lo que pudiera creerse a primera vista, a la esfera individual, sino que es obra común, que ha de llevarse a cabo con el concurso de muchos hombres y aun de muchas generaciones que mutuamente se ayuden y se corrijan.

      Para pensar con corrección necesitamos casi siempre la colaboración del contradictor. Dar martillazos en el vacío es tarea poco eficaz: siempre se requiere un yunque para descargar sobre él los golpes.

      Con frecuencia suele olvidarse, al considerar estas empresas del espíritu, el importante papel que juegan los que yerran, obligando a sus contrincantes a adentrarse por vías posiblemente inexploradas. Así el que yerra contribuye también a la tarea de adquirir la verdad y a veces en mayor medida que el que permanece en lo cierto.

      No es raro, en efecto, que un contradictor que se engaña, aporte, entre equívocos balbuceos, la idea clave que abra las puertas selladas de un mundo de nuevas ideas. Tal vez los que desde el principio de la discusión estaban en lo cierto se pavoneen luego diciendo: «¿veis cómo teníamos razón?», pero nunca se sabrá hasta qué punto la adquisición se debe también a los que se equivocaron. No, ciertamente, a causa de su error o de sus errores, sino de las buenas ideas que, mezcladas con abundante ganga de yerros, supieron llevar al palenque de la discusión.

      Toda investigación supone una incertidumbre, un tanteo, un tejer y destejer, un perderse ahora para volverse a encontrar después. El investigador dialoga consigo mismo, con sus amigos y hasta con sus adversarios. Moviéndose sobre esa línea todavía incierta y, a veces confusa, que separa la verdad del error, está permanentemente expuesto a equivocarse; pero si no acepta este riesgo, corre el peligro de no despegarse nunca del tópico, que es la retaguardia de la verdad, y de caer en la repetición enojosa de lo archisabido.

      Â«Hay que tener el valor de equivocarse», se ha dicho y es verdad, con tal de que se tenga también el valor de rectificar llegado el momento de hacerlo. También los pensadores cristianos están sujetos a esa contingencia, por muy buena que sea su intención. Pero las equivocaciones tienen menos importancia cuando existe un Magisterio infalible y se está dispuesto a acatarlo con veneración piadosa.

      El hereje no es sólo un hombre que ha errado, sino además y sobre todo, un desobediente y un soberbio que no quiere reconocer su equivocación y la autoridad del Magisterio eclesiástico. Este espíritu de insumisión abunda, dicho sea de paso, bastante más que la agudeza y el ingenio que se requieren para pensar y decir cosas falsas de algún interés, es decir que si el número de herejes no llega a multiplicarse, acaso no sea debido a la escasez de malas voluntades, sino a la penuria de inteligencias geniales.

      El progreso intelectual, la profundización de la Verdad, y la legítima diversidad de opiniones exigen, pues, cierta libertad de discusión. Suponer que esa libertad sea negada en el seno de la Iglesia es conocer mal o desconocer por completo la naturaleza y la vida de ésta, confundiéndola con la de los Estados totalitarios o autoritarios.

      Â«Una de las exigencias vitales de toda comunidad humana y por lo tanto de la Iglesia y del Estado —dijo en cierta ocasión S.S. Pío XII2— es la de asegurar durablemente la unidad en la diversidad de opiniones». Pero esta necesidad no queda satisfecha, añadía el Pontífice, ni por el totalitarismo, «que da al poder una extensión indebida, abarcando todos los campos de la actividad social, comprimiendo toda vida personal, local o profesional en una unidad o colectividad mecánica...» ni por el autoritarismo que excluye «a los ciudadanos de toda participación eficaz o influjo en la formación de la voluntad social...».

      La Iglesia no es, en modo alguno, un autoritarismo ni un totalitarismo. Su concepción de la Sociedad se asienta sobre un respeto casi infinito a la persona, dentro, siempre de una perspectiva teológica grandiosa.

      Evidentemente la Iglesia no es tampoco una democracia, pero ello se debe a otras razones y no, ciertamente, a que no exista en Ella una libertad de pensamiento y de discusión perfectamente compatible con la dignidad humana y con la realidad de los valores absolutos. Esta libertad no debe ser nunca menoscabada o incomprendida por los propios cristianos.

      La iniciativa y la originalidad del hombre —este gran navegante del espíritu, descubridor y conquistador incansable— nada pierden de su auténtico contenido al ser asumidas en la vida de la Iglesia.

      Ahora bien, en un asunto tan delicado e importante como este de la libertad de discusión, debe evitarse toda ambigüedad y todo confusionismo.

 

* * *

 

      La libertad no puede ser concebida del mismo modo en la Iglesia que en las Sociedades civiles, ya que son distintos el origen, la naturaleza y el funcionamiento y el fin de una y otras comunidades.

      Toda Sociedad se asienta sobre una verdad común, algo que se afirma radicalmente, con palabras, o, al menos, con actos sociales, algo que no puede ser puesto en tela de juicio, o desmentido en el terreno de los hechos, sin que la Sociedad misma se exponga a morir.

      Tanto es así que allí donde esa verdad no existe, hay que inventarla y poner en lugar de ella otra cosa que haga sus veces, llámese mito o convenio social.

      La libertad de discusión no puede alcanzar, en ninguna Sociedad que disfrute de buena salud, esos estratos profundos, íntimos, de la verdad social, pues ello equivaldría a vivir perpetuamente en trance de muerte.

      Pero mientras en una sociedad normal esa verdad común debe constituir algo libremente aceptado y espontáneamente vivido y que no excluye, por tanto, una natural y amplísima diversidad de opiniones, en una sociedad totalitaria la verdad viene a ser algo impuesto por la fuerza. La fuerza difícilmente reconoce límites, tiende, por esencia, a ensanchar más y más el campo de su acción, por lo cual esa verdad impuesta aspira a invadirlo todo, a convertirse en una verdad totalitaria, a no tolerar otras verdades a su lado, sean del género que sean.

      Se ha dicho humorísticamente que el Estado totalitario es aquel en el que todo lo que no está prohibido es obligatorio. Como entre la prohibición y la obligatoriedad no queda margen ni grieta alguna por donde la originalidad y la espontaneidad personales puedan filtrarse, la libertad de discusión no puede darse en el seno del totalitarismo, o al menos de un totalitarismo auténtico y acabado.

      En las democracias modernas el patrimonio de verdad se halla, en cambio, reducido a un mínimo y casi se limita a afirmar la necesidad de tolerarse mutuamente para poder convivir. Esa sombra de verdad social consiente junto a sí un máximo de opiniones o «verdades subjetivas». A este tipo de sociedad corresponde la mínima base ideológica y la máxima libertad de discusión.

      Por otra parte, el concepto de Estado ha evolucionado hoy: se ha puesto en claro que hay muchas cosas que no son de su esfera y que un Estado que pretendiera incorporarlas a su patrimonio de verdades constitucionales, y por tanto exigibles y defendibles por la fuerza, debería ser considerado como tiránico. Podría ser, por ejemplo, que todos los ciudadanos de una pequeña nación estuviesen de acuerdo en afirmar que la música de Bach es mejor que la música negroide. Esto constituiría una afirmación común, pero, desde luego, ajena a la esfera del Estado y que por tanto no debería entrar en el ámbito constitucional del mismo. Si este ejemplo se traslada al caso de la verdad religiosa, plantea un problema delicado que no hay por qué tratar aquí. Lo único que nos interesa es afirmar que la libertad de discusión tiene sus límites propios y que el Estado no puede tampoco traspasarlos sin degenerar en tiranía.

      Es natural que en una época en la que en casi todos los pueblos reina el escepticismo y en que se ha perdido la fe y la confianza en lo divino y en lo humano, estas dos posiciones sean, en general, las únicas posibles: o se reconoce la carencia de verdades comunes —y entonces no queda más solución pacífica que un régimen de amplísima tolerancia —o no se quiere reconocer tal hecho— y entonces hay que simular, hay que forzar, hay que imponer la verdad totalitaria.

      Pero la Iglesia no se encuentra en ninguno de esos casos. En primer lugar la verdad en la Iglesia no es una verdad convenida, ni una verdad impuesta, sino una verdad recibida y adquirida a la vez y además una verdad viva, la Verdad hecha Hombre, venida a los hombres, reconocida por los hombres, viviendo y manifestándose en medio de ellos.

      La verdad revelada es en primer término algo que irrumpe, o acaso penetra blandamente, en nuestra intimidad pensante; una presencia sobrenatural, que eleva nuestro intelecto a un estado de luminosidad inaccesible a la pura racionalidad. Por la revelación percibimos relaciones nuevas, nuevos elementos de la realidad objetiva «quae rationem humanam excedunt»3 y que ninguna elaboración puramente natural hubiese podido darnos a conocer jamás. En este sentido es aplicable al cristiano la frase del Eclesiástico que cita Santo Tomás: «Te han sido mostradas muchas cosas superiores al pensamiento de los hombres». Acude también la revelación en auxilio de nuestra actual debilidad intelectiva y nos muestra verdades del orden racional accesibles de suyo a la razón pero que ésta sólo logra descubrir de ordinario de un modo vacilante, oscuro e incompleto. La verdad revelada es pues ante todo una verdad recibida que se nos comunica desde fuera, desde arriba.

      Mas este origen superior y exterior de la revelación no da lugar a ninguna «extrinsicidad» tiránica, perjudicial a la libertad humana4 sino que constituye, al contrario, una posibilidad de perfeccionamiento de valor infinito, la cual no sólo respeta la forma misma de nuestra intimidad, sino que la fortalece y la sublimiza. De la misma manera que el cristiano no se siente, en ningún caso, cohibido, sino más bien sostenido, estimulado y empujado hacia el Bien por la ley moral y por la disciplina eclesiástica —pues si algo le priva de libertad no es, ciertamente, el Santo oficio, sino los propios vicios y pasiones— tampoco el Dogma o el Magisterio eclesiástico coartan o limitan su libertad intelectual, sino que, al contrario, sostienen y aseguran a la razón frente a la posibilidad de equivocarse y la estimulan a penetrar más profundamente en el cuerpo denso y misterioso de la Verdad.

      Al recibir la verdad revelada el intelecto humano no se deja, pues, esclavizar por un poder extraño, sino que, empapándose en lo divino, se esponja y da de sí mucho más de lo que en buena medida terrenal podría esperarse de él.

      Cuando el Magisterio habla, como ha hablado recientemente en la Humani Generis, el católico sabe muy bien cuál es la actitud que debe adoptar y sabe también que no hay en ella nada de humillante o de indigno. Como dice muy bien el Dr. Bernard Delfgaauw5, esa enseñanza solemne del Papa no debe ser recibida ni con el temor de ver la propia libertad truncada, ni con un sentimiento de triunfo porque se nos dé la razón en ciertos puntos, sino con la actitud reverente «del creyente frente al Maestro, del cristiano que se regocija oyendo la voz de Cristo. Cuando el Papa habla es Cristo quien habla, quien da las normas directivas que han de guiar nuestro pensamiento y nuestra actividad».

      El católico sabe que «el Espíritu Santo guía al Jefe visible de la Iglesia y que los actos del Magisterio, aun aquellos a los que no está unida la infalibilidad, no escapan a esta dirección divina»6. No es pues a la persona del Papa, por muy alto concepto que de ella nos hayamos formado, a la que prestamos el acatamiento de nuestra mente, sino al Espíritu Santo, dador de toda luz y distribuidor de todos los dones. Eso es lo que difícilmente puede hacerse comprender a quienes no participan de nuestra Fe.

      Pero la verdad en la Iglesia no es sólo una verdad recibida, sino también una verdad adquirida. Porque la razón puede y debe aplicarse a ese objeto divino de la revelación, no sólo para examinarlo y expresarlo según un orden lógico y sistemático, sino también para explicarlo en lo posible (ex-plicare, desplegar) y para sacar de él las innumerables consecuencias que nuestra ansia especulativa y nuestras necesidades individuales y sociales requieren. Hay pues una verdadera ciencia teológica, la cual difiere de las demás ciencias en que trabaja sobre «principios conocidos por la luz de otra ciencia superior, cual es la ciencia de Dios y de los bienaventurados»7.

      En este aspecto adquisitivo de la verdad religiosa se funda el valor y la necesidad de la discusión.

      La discusión en la Iglesia es eminentemente constructiva, se desarrolla en condiciones que no pueden darse en ninguna sociedad meramente humana. Mientras los hijos de los hombres están condenados a tejer y destejer perpetuamente la tela de Penélope de la verdad efímera e inestable, en la sociedad de los hijos de Dios se labora siempre para «añadir lo verdadero a lo verdadero con el mismo orden y la misma armonía que se revela en la constitución de las cosas»8.

      En el orden puramente filosófico todo es prácticamente discutible, es decir, todo es objeto de discusión entre hombres concretos y existentes. Esto no significa, en modo alguno, que la verdad sea inaccesible a la Razón humana, aun después del pecado original, sino que pueden encontrarse hombres dispuestos a negar, o al menos a poner en duda aun la evidencia, sin que pueda atribuírseles tampoco insinceridad o mala voluntad. Sin la revelación las verdades morales aparecen confusas y vacilantes, expuestas siempre a irse a pique en los naufragios de la nao humana. La revelación es, pues, necesaria para que a la mente no se le escapen por los resquicios del alma los últimos resuellos de certeza.

      Esto explica la tragedia del pensamiento filosófico: hoy vemos deshacer a los hombres lo que ayer edificaron con gran trabajo. No hay filósofo que se estime, que no empiece por negar todo o casi todo lo que afirmaron sus predecesores: esto constituye, incluso, una muestra de originalidad. Cada uno debe levantar su propia construcción en medio de un campo de ruinas. Tal es el panorama intelectual del mundo sin la revelación.

      Sin la revelación, la doble sima del liberalismo agnóstico y del autoritarismo, no puede tampoco ser esquivada, porque sin ella, y en el estado actual del género humano, las verdades fundamentales, sobre las que se asienta el orden social, no pueden ser conocidas por todos los hombres con plenitud y seguridad, de un modo cierto y seguro y sin mezcla de errores9.

      En cambio en el seno de la Iglesia ocurre lo contrario. Se sabe que se está en la Verdad, se vive de Ella y se alimenta uno constantemente de Ella. La libertad de discusión significa pues libertad para construir, mas no para destruir. Prodúcese de esta manera un progreso interno, de carácter aditivo, en el que lo nuevo se asienta sobre lo antiguo sin conflictos ni conmociones. La Iglesia no conoce crisis reales de pensamiento, sus estratos profundos permanecen siempre inconmovibles.

      Ahora bien, el mundo de hoy no concibe un progreso de este género, precisamente porque en él no existe ni puede existir cosa semejante. Hay una incomprensión notable hacia la Iglesia y esta es la causa por la que a veces se nos considera a los católicos como víctimas de una dictadura intelectual. El pensamiento cristiano, en su investigación razonable, se siente, sin embargo, plenamente libre y asistido por el ejercicio de los pensadores cristianos de todos los tiempos, desde los más empinados Doctores de la Iglesia hasta el más ignorado de los fieles que sea capaz de orar y de vivir la Fe con sinceridad.

 

* * *

 

      Por desgracia se halla bastante extendida la tendencia a empequeñecer y estrechar el dominio de lo opinable y a presentar como rígidamente resueltas todas las cuestiones. Se olvida, tal vez, la dimensión misteriosa y trascendente de la verdad religiosa. Se pretende hacer de ésta una noción matemática, una especie de aritmética que rija los movimientos de los cristianos con la misma rigidez y fatalidad con que las leyes de la Mecánica celeste rigen —o regían, porque ya casi nadie cree en ellas— los movimientos de los planetas.

      Se tiende a ensanchar desmesuradamente el «in necesariis unitas» a costa del «in dubiis libertas». Sistemas particulares son elevados a veces a un plano mucho más alto que el que les corresponde, y hay quien se sirve de ellos, como de escobas, para barrer opiniones contrarias. Incluso se estima como un bien esa especie de disciplina o cinemática mental que «standardiza» el pensamiento hasta el punto de que las gentes llegan a creer que el ideal es pensar a base de tópicos y de esquemas prefabricados...

      Yo creo que la libertad personal no debe ser reducida a límites más estrechos de los que la Verdad misma demanda. El pensamiento del cristiano debe conservar toda su fecunda lozanía y en ningún caso puede reducirse a un automatismo reflejo. Estoy de acuerdo con M. Marrou cuando dice que «no hay que confundir la ortodoxia con la pereza intelectual, la seguridad doctrinal con el psitacismo».

      Desde el punto de vista psicológico, aquel modo de proceder es un mal método, conduce, en efecto, a lo que podría llamarse la «galbana totalitaria». El intelecto humano necesita la fecundación permanente de lo problemático y de los misterioso para mantenerse en actividad. Quien no se ha planteado algo como problema, no puede tampoco asimilarlo como solución: de aquí la necesidad de repensar o de hacer vivir en nosotros las cuestiones que otros nos han dado resueltas. Por no proceder de esta manera andan por ahí muchos tísicos intelectuales, almacenes de palabras hueras, haciendo mercancía de su insinceridad.

      Existen muchas personas, sobre todo entre los intelectuales, que sufren porque se han formado la idea de que el cristianismo se reduce a un conjunto de pequeñas fórmulas que hay que aplicar al pie de la letra, tanto en el orden de la moral como de la creencia. Esta visión timorata y ruin de la verdad puede ser corregida y sin duda tales personas recibirían con ello un gran bien, aunque de momento experimentasen una conmoción análoga a la del que, estando encerrado en un estrecho y hondo calabozo, fuese trasladado de pronto a la cima de una altísima montaña.

      Aunque no fuese más que por motivos didácticos, los cristianos no deberíamos pues apartar ni un momento la mirada de lo misterioso en nuestras creencias. La idea del Misterio nos sostiene en nuestras vacilaciones y nos libra de caer en la tentación de creer que todo pueda ser explicado demasiado fácilmente, como pretenden algunos predicadores del simplismo.

      A pesar de que la Iglesia siempre dejó a sus hijos en amplísima libertad sobre las cuestiones opinables, mostrando en esto una prudencia y un cuidado extraordinario, y evitando el invadir la esfera de las legítimas posiciones particulares, son muchos los que han aceptado como válida la creencia contraria que vengo combatiendo. Suponen, pues, que en los problemas religiosos no cabe discusión ni originalidad propiamente dichas.

      Esto produce, evidentemente, cierta repulsión en el ánimo del hombre de vocación intelectual y da lugar a que muchos espíritus cultivados, bien conocidos por su agilidad en otras ramas del saber, se aparten hoy de los temas teológicos, en otros tiempos objeto de la atención preferente de los más agudos ingenios. Prodúcese así la indiferencia o el retraimiento de muchas inteligencias hacia las cuestiones teológicas. Ciertos enterradores de talentos prefieren que nadie se ocupe de estos temas a correr el riesgo, muy discutible, de que alguno pueda equivocarse alguna vez.

      La libertad de discusión en la Iglesia, concebida en sus términos justos, es un bien deseable y todos los cristianos debemos defenderlo y cultivarlo. A este efecto, debemos procurar que se acreciente la cultura religiosa en el pueblo y que poco a poco las creencias estrechas y supersticiosas, vayan siendo eliminadas por una auténtica formación cristiana.

      Sobre todo es necesario que en una atmósfera de Caridad vaya invadiendo nuestras mentes. De la Caridad y sólo de ella nace la auténtica tolerancia, el respeto a la opinión ajena, base fundamental de toda discusión constructiva.

 

 

[Notas]

 

1. Discurso con ocasión del 50 aniversario del Pontificio Colegio Leoniano de Agnani, 29 abril 1949.

2. Discurso del 2 de octubre de 1945 del Tribunal de la Sacra Rota Romana.

3. Summa I q. I a 1.

4. Theologische Enziklopaedie; Freiburg-im-Breisgau, 1935., artículo de J. Blitz. Apologétique Bloud & Gay 1948, artículo de W. Cossens.

5. En De Tijd del 15 de septiembre, artículo sobre la Encíclica Humani Generis y la filosofía. Traducción al francés por la «Documentation Catholique», núm. 1.079.

6. R.P. Rouquette. L'encyclique «Humani Generis» en «Études», octubre 1950.

7. Summa I q. I a. 2.

8. Encíclica «Humani Generis».

9. Encíclica «Humani Generis».

 

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