Carlos Santamaría y su obra escrita

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La inquietud

 

La Voz de España, 1950-01-27

 

      Cuatro charlas sobre el existencialismo ha dado en nuestra ciudad un azcoitiano ilustre, profesor de Filosofía en Oña: el Padre Iturrioz, de la Compañía de Jesús. Diáfano y preciso a la vez, intelectualmente amplio y doctrinalmente seguro, el Padre Iturrioz ha encantado a los oyentes, despertando mágicamente en sus almas una inquietud de buen cuño que ojalá sobreviva y de sus frutos.

      Cierto es que algunos consideran la inquietud como un mal, como una enfermedad, algo así como una agitación convulsiva del espíritu que no deja descansar al que la padece. A la inquietud oponen la paz, la serenidad, el equilibrio de las potencias, la certeza y el goce intelectual de lo que ya se posee.

      Olvidan éstos que la existencia no nos es dada para descansar y que difícilmente puede imaginarse una vida auténticamente humana sin inquietud. Las esponjas, los pólipos y las caracolas, dejándose mecer blandamente por las aguas profundas de los Océanos son, seguramente, excelentes modelos de vida sin inquietud. Pero vivir simultáneamente tiempo y eternidad, absoluto y contingente, espíritu y animalidad, realidad y deseo —que todo es vida humana— no puede hacerse sin conflicto ni pelea interior.

      El verdadero contrario de la «in-quietud» es la quietud. Y la quietud se halla teñida, por definición, con esta vida perecedera, mudable, que no es otra cosa que in-quietud esencial. «Dejemos la quietud para las estatuas», ha escrito alguien con acierto. El movimiento es ley de nuestra existencia perdurable y no nos es posible, aunque nos empeñemos en ello, modificar las reglas del juego de la vida. En vano intentaremos representar, como en la tragedia griega, papeles de dioses inmortales, elevándonos sobre la cotidianidad pasajera con el coturno de la sabiduría estoica. Humanos somos, y dicho está con esto todo.

      Pero también queda escrito que la inquietud que el P. Iturrioz ha sembrado en sus charlas es de bueno, excelente cuño. Porque hay inquietudes e inquietudes. Inquietamente vivimos pero no «somos» inquietud. De nuestra esencia es el mudar, mas «no somos sólo mudanza». En estas distinciones hállase precisamente el busilis, la trampa de los existencialistas.

      Â«Pero, en resumen —preguntará algún lector impaciente—, ¿qué es el existencialismo?». Desdichada pregunta si va dirigida a un existencialista. Porque pedir definiciones a un hombre de esta escuela —si escuela puede llamársele— es como mentar la soga en casa del ahorcado. Si algo hay que repugne al existencialismo es el dar definiciones. Definir es querer apresar las cosas entre las paredes de los vocablos, aherrojarlas entre las cadenas de los conceptos abstractos, ponerlas, en suma, en conserva. La definición, el concepto, son a la existencia lo que una sardina en salazón es a una agilísima sardina, vivita y coleando entre la espuma.

      Las esencias específicas, los géneros y categorías que el filósofo —infatigable artífice de la abstracción— emplea, porque no tiene más remedio que hacerlo, no satisfacen el ansia del existencialista, que gusta sólo de la carne fresca, de lo vivo, de lo individual y concretamente existente.

      El existencialismo no es, pues, definible. No se define, se vive.

      Y ahí radica lo más interesante y, acaso, lo más grave de la moda existencialista.

 

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