Carlos Santamaría y su obra escrita

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Capacidad de indignación

 

El Diario Vasco, 1956-07-01

 

«Expulsad a la Naturaleza con una horca; volverá siempre corriendo». HORACIO (Epístolas).

 

      El hombre normal posee una capacidad de indignación que, en cierto modo, mide su sensibilidad moral y su sentido de la justicia.

      Ante la brutalidad, el desorden la injusticia, el hombre normal reacciona indignándose.

      Se indigna contra los demás y se encoleriza también contra sí mismo, porque conoce su propia debilidad para oponerse a lo indigno.

      Quien no sea capaz de indignarse —aunque sea en su fuero interno—, es porque ha decaído de su condición de hombre. Ya no lo es. No es un hombre, sino una marioneta o un tentemozo.

      Tantos años de tiranía y de presión estatal podían haber llevado a los rusos a esta situación. Temíamos que hubieran perdido la capacidad de indignarse; pero parece que no es así, y esto es una ventaja, pues ya hay algo de común entre ellos y nosotros.

      Una noticia periodística sobre el informe de Kruschev dice así: «El viejo bolchevique camarada Kedrov había sido reconocido como inocente por el tribunal militar, pero, a pesar de ello, fue fusilado por orden de Beria. (Indignación en la sala)».

      Lo que para mí tiene valor en esta información es el paréntesis. Esta acotación —si es algo más que un supuesto periodístico— prueba que aquellos hombres conservan aún cierta «indignabilidad», aunque en este caso la estén poniendo en juego con cierto retraso. No pudo lo artificial destruir lo natural y por debajo del credo ideológico, imperante, tiránico, cierta conciencia moral subsiste.

      Esto trae a mi memoria el verso de Horacio: «Naturam expelles furca tamen usque recurret», que el dramaturgo Destouches tradujo por el ya famoso «Chassez le naturel, il revient au galop».

      Pero si fuésemos a precisar este pensamiento y a aplicarlo en la práctica, tendríamos que distinguir entre lo natural y lo artificial, lo cual no es tan fácil como parece a primera vista. Si no se recurre a consideraciones de carácter moral, tal distinción me parece incluso imposible.

      Para un materialista de «estricta observancia», el hombre es una fuerza de la Naturaleza como otra cualquiera, aunque más densamente poderosa; una fuente organizada de energía, gobernada por muchos millones de circuitos electrónicos. Tan natural es una sinfonía de Mozart como el canto de un ave canora o el estruendo de las cataratas del Nilo. El pensamiento es un fenómeno físico, como puede serlo un terremoto o la explosión del Krakatoa, solamente que afecta a capas más profundas de la organización corpuscular de la materia. No hay, pues, distinción posible entre estos dos reinos o mundos, en la perspectiva estrictamente materialista.

      Si al contrario se parte de la dualidad del ser humano, «espíritu-cuerpo», «libertad-determinación», el reino de los artificial aparece como la creación del espíritu, la obra de la libertad frente al fatalismo del mundo físico.

      Lo artificial, en este sentido noble, y, por decirlo así mayor, no sólo no debe ser motivo de escándalo, sino que constituye una especie de elevación y dignificación de lo natural mediante su recreación por el hombre, considerado como fuerza inteligente, ordenadora de la naturaleza material.

      Pero hay también un sentido menor, en el que la acción del hombre se opone a la Naturaleza, la corrompe y vulnera sus propias leyes. El producto de esta actividad es lo que pudiéramos llamar lo «artificioso». Frente a lo artificioso, a lo propiamente antinatural, todo hombre espiritual siente la necesidad de indignarse.

      El animal se encoleriza. El espíritu —sólo espíritu— se indigna.

 

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