Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Algunos puntos de vista sobre la Iglesia y la Política

 

Criterio, 1.264 zk., 1956-07-26

 

      La expresión «neutralidad política» es demasiado equívoca para que pueda ser empleada sin riesgo de confusión o de error. Sobre todo no puede ser aplicada a la Iglesia sin muchas reservas, porque hablar de la «neutralidad política de la Iglesia», sea para afirmarla, sea para negarla, puede conducir a apreciaciones injustas y de graves consecuencias.

      Es evidente que la Iglesia se declara ajena a las luchas políticas. «No se atribuye a sí misma el derecho de inmiscuirse en los asuntos temporales y puramente políticos»[1]; admite que el Estado es una sociedad perfecta, independiente en su propia esfera, destinada a la realización del bien común temporal; no tiene preferencia por unos u otros regímenes políticos a condición, claro está, de que la religión y la moral sean respetadas[2].

      La Iglesia considera como inaceptable la opinión de aquellos que «identifican la religión con determinados partidos políticos, hasta el punto de creer separados del catolicismo a los que pertenecen a otros distintos»[3]. Reconoce en cierto sentido la autonomía de lo temporal y condena asimismo a los que no separan suficientemente las cuestiones religiosas de las cuestiones puramente políticas y que utilizan la religión para defender los intereses de determinados partidos[4] o que desearían «atraer la Iglesia hacia ellos y emplearla para vencer a sus adversarios»[5].

      En el Mensaje de Navidad de 1951 Su Santidad Pío XII critica severamente «a los hombres políticos e incluso a los hombres de Iglesia que intentan hacer de la Esposa de Cristo su aliada, el instrumento de sus combinaciones políticas, nacionales e internacionales» «incluso si con ello trataran de realizar objetivos o de defender intereses legítimos».

      De todos estos textos y de otros muchos análogos que no nos sería difícil entresacar de los documentos pontificios parece pues deducirse que la Iglesia es «neutral» en cuestiones políticas.

      Sin embargo la Iglesia misma rechaza el vocablo «neutral» y, lo que es aún más importante, el concepto de indiferencia o de total extrañeidad respecto de la política que algunos intentan atribuirle.

      Su Santidad Pío XII ha declarado que la palabra «neutral» es demasiado «pasiva y ambigua» y que no expresa correctamente la actitud de la Iglesia[6]. Que la Iglesia «no conoce la neutralidad política en el sentido en que se aplica este concepto a las potencias terrestres» porque «Dios no es nunca neutral respecto de los acontecimientos humanos ni frente a la Historia y por tanto su Iglesia no puede serlo tampoco»[7].

      Más aún, como acabamos de decir, no es difícil mostrar que los Papas han rechazado la idea de que la Iglesia se desentienda por completo de la política y sea enteramente extraña a ella. La Iglesia «no puede ser indiferente a que tales o cuales leyes rijan los Estados; la Iglesia no puede acordar su patronato o su favor a gentes que le son hostiles y que se niegan abiertamente a respetar sus derechos». «El deber de la Iglesia es favorecer a aquellos hombres que tienen sanas ideas sobre las relaciones de la Iglesia y el Estado»[8].

      San Pío X, en su alocución consistorial del 9 de noviembre de 1903, afirma que el Papa debe ocuparse necesariamente de política «incluso aunque esto extrañe o moleste a algunas personas» puesto que «no tiene derecho a desvincular los asuntos políticos del dominio de la fe y de las costumbres».

      Pío XII protesta, asimismo, contra aquellos que pretenden restringir o reducir la Iglesia al dominio puramente religioso y enumera diversas cuestiones políticas que tocan al orden moral: «la cuestión de los fines y de los límites del poder civil, la de las relaciones entre los individuos y la sociedad; la de los «Estados totalitarios» sea cual sea su principio y su origen; la de la «laicización total del Estado»; la de la «laicización completa de la escuela»; la de la moralidad de la guerra, su carácter legítimo o ilegítimo en las condiciones en que se realiza en nuestros días y la posibilidad de colaborar en ella para el hombre que tiene principios religiosos; la de los compromisos y lazos morales que se establecen entre las naciones y rigen sus relaciones»[9].

      Vemos, pues, que la cuestión no es tan simple como podría creerse a primera vista.

      El problema tiene, sin duda, dos vertientes: la una, que mira hacia el terreno de los principios, de la defensa de la fe y de las costumbres cristianas, en la cual la Iglesia no puede menos de estar presente, manifestando en todo momento las enseñanzas que le han sido confiadas por el propio Cristo; la otra que es la de la libre actuación de los ciudadanos en el ejercicio de sus preferencias legítimas y de sus opiniones políticas particulares y que comprende también las cuestiones de técnica y de estructuración política, la elección de los medios y de las personas, la opción prudencial en lo concreto y tantas otras cosas en las cuales la Iglesia ni se inmiscuye ni pretende imponer criterios de principio. La dificultad práctica consiste en distinguir y separar estas dos vertientes.

      De cualquier modo la palabra neutralidad expresa una idea de indiferencia y de inhibición que no conviene a la Iglesia cuando se trata del conjunto de las actividades políticas de un pueblo. La afirmación que acabo de hacer se funda precisamente en el carácter esencialmente moral de la actividad política, la cual persigue un bien genuino, aunque intermediario, en relación con el fin último de la vida humana.

      Nada tiene pues, de extraño, que el Papa actual considere más propio el que se hable de «independencia o imparcialidad» política de la Iglesia, que de «neutralidad»[10].

      El terreno en que nos encontramos es, como se ve, resbaladizo; fácilmente puede incurrirse en él en desviaciones, sea porque se exagere la intervención de la Iglesia en la política, sacándola fuera de su propio terreno espiritual, sea porque se defienda la intervención de la política en el campo mismo de la Iglesia o porque se intente utilizar a ésta como un instrumento en las batallas políticas.

      Vemos aquí distintas figuras de error de las cuales resulta muy difícil despegarse enteramente cuando se trata de actuar de un modo efectivo en el campo político.

      En primer término el neutralismo táctico, falsa prudencia que pretende reducir a la Iglesia al silencio y a la reserva, en espera de los acontecimientos, para evitar que choque o pueda molestar a los gobiernos, o a uno u otro de los dos grandes bloques ideológicos que hoy se enfrentan.

      Para mantener tal actitud la Iglesia tendría que separarse enteramente del mundo, cerrar los ojos a la realidad que la circunda, dejárselos vendar, para no ver las injusticias sociales, para ignorar los males y los falsos principios que en la doctrina, más o menos explícita, o en la actuación de los gobiernos y de esos grandes complejos bloques, se hallen contenidos. Tendría que ignorar el materialismo práctico o teórico y la negación de la persona que, a uno y otro lado del telón de acero, son defendidos doctrinalmente o afirmados efectivamente con los hechos. En suma debería ella misma colocarse en una actitud agnóstica que es incompatible con la propia conciencia que la Iglesia tiene de su misión.

      Muy próximo al error anterior pero de un carácter más genérico y, en cierto modo, más profundo, es el error que llamaríamos falso sobrenaturalismo, el cual consiste «en querer defender a la Iglesia contra los peligros de lo temporal, encerrándola en el terreno de las enseñanzas puramente dogmáticas y de la administración de los sacramentos e impidiéndola intervenir en el orden público y en la vida social»[11]. Aquí no se trataría ya sólo de una actitud táctica, sino de un modo falso de interpretar la misión de la Iglesia en el mundo y su manera de estar en la Historia. Este silencio, esta inhibición, táctica o principal, de la Iglesia no deben desearlos los cristianos: al contrario, allí donde prive la injusticia, donde la dignidad humana y los valores superiores de la existencia sean conculcados, la palabra de la Iglesia debe ser pronunciada por la Jerarquía o por los propios cristianos, según los casos, y no habría en tales situaciones mayor escándalo que el del silencio y la «neutralidad» de la Iglesia.

      De signo opuesto a los anteriores errores es el politicismo, que trata de hacer entrar a la Iglesia en las luchas y las combinaciones políticas como si fuese una institución humana más, puesta al servicio de intereses e ideologías partidistas o de regímenes caducos, confundiendo éstos con las instituciones sagradas, de suerte que la religión sea en último extremo un instrumento de la acción política o, si se quiere, patriótica y su fin trascendente quede sometido a los fines puramente temporales y efímeros de los Estados. El «maurrasismo» sería un caso particular de este género de politicismo.

      Es también viejo en la Iglesia un falso realismo o falso espíritu de cruzada que quiere que la Iglesia, como una sociedad humana cualquiera, prescinda o postergue los medios sobrenaturales de que dispone y trate de defenderse e imponerse al mundo por procedimientos «eficaces», y, casi siempre, violentos, capaces de asegurarle a corto plazo y con absoluta seguridad y firmeza, la paz y la estabilidad. Este falso realismo confía sobre todo en la victoria de las armas y teme que la religión sucumba si los que la sostienen son vencidos en los campos de batalla (Balmes) olvidando enteramente el carácter espiritual, sobrenatural y universal, del Mensaje Evangélico. Cierto género de «fascismo cristiano», que siempre apunta como posible, sería la manifestación social de este tipo de pensamiento católico «realista».

      No lejano de esta mentalidad, el imperialismo religioso-político, temporaliza también la acción de la Iglesia y hace o pretende hacer de ella una potencia temporal en lucha con otras contrarias. Quiere, por tanto, que «la Iglesia renuncie a su neutralidad, considerándola casi como una potencia terrestre, una especie de imperio mundial»[12].

      No podemos terminar esta enumeración sin hacer mención del llamado clericalismo, pretensión de poder temporal bajo título o apariencia espiritual que ha tenido muchas manifestaciones en el curso de la Historia y que está caracterizada esencialmente por una invasión de la esfera propiamente política y una exigencia de sumisión del poder temporal al poder espiritual, con total ignorancia de la legítima concepción de la autonomía del poder civil.

      Estos seis errores, y otros parecidos que con ellos se relacionan, pueden manifestarse tanto en el terreno de los principios —como desviaciones doctrinales— como en el orden de los hechos— como verdaderas herejías prácticas, inspiradas en muchos casos por las mejores intenciones, pero que se apartan de lo legítimo y perjudican extraordinariamente a la Iglesia, aunque no sea más que por deformar a los ojos de los no creyentes su verdadera faz.

      Como es sabido, hay en la Iglesia un elemento humano constituido por todos los que somos miembros del Cuerpo místico. La Iglesia arrastra debilidades y pecados de los cristianos, los cuales son causa de riesgos y de dolores que ella tiene que afrontar y padecer en el curso de los siglos. Las adulteraciones que hemos señalado son una manifestación de la debilidad y pecabilidad de este elemento humano de la Iglesia. No puede negarse que esto sea motivo de escándalo para los no creyentes, ni que hiera también y enfríe, muchas veces, la conciencia de los creyentes, que no aciertan a ver a la Iglesia con ojos suficientemente puros y sobrenaturales.

      Cuando la Iglesia se ve obligada a intervenir en política, en su plan altísimo, para defender la fe y las costumbres y mantener pura e incontaminada la revelación, muchos la acusan de clericalismo. Pero, si por casualidad, se mantiene alguna vez en silencio, frente a los abusos de poder y a las injusticias cometidas por fuerzas y poderes políticos en sus relaciones con otros poderes o con sus propios ciudadanos, entonces increpan a la Iglesia acusándola de complicidad y queriendo hacerla responsable de esos males.

      Los mismos que en nombre de aquel falso sobrenaturalismo, de que antes hacíamos mención, pretenden encerrar a la Iglesia en el templo, luego, cuando las cosas no van bien en la calle, le echan en cara su inhibición y su presunta indiferencia.

      Estos males se hallan hoy muy extendidos y hace falta realizar un gran esfuerzo para explicar y dar a conocer a las gentes el verdadero sentido de la actitud de la Iglesia con relación a la política. La principal dificultad consiste en hacerles creer en las elevadas intenciones y en los objetivos sobrenaturales de la Iglesia. Porque, si ésta es juzgada con criterios humanos y vista con ojos de pecado, fácilmente se le atribuirán objetivos humanos y actitudes pecaminosas.

      Es necesario, además, separar la enseñanza moral y religiosa de la Iglesia de sus consecuencias y de sus efectos políticos que muchas veces la Iglesia no intenta y que más bien quisiera eludir.

      Por causa de la inter-acción entre los distintos dominios del vivir humano, esta separación no siempre es posible y lo que la Iglesia realiza dentro de su dominio espiritual, para afirmar y defender la verdad y los sanos principios de la vida social, repercute y produce inevitables impactos en el campo de las luchas políticas partidistas, totalmente extraños a los designios de la Iglesia, los cuales no dejan de ser explotados turbiamente por elementos interesados, sea para utilizar la fuerza de la Iglesia en su favor, sea para denigrarla y atacarla por obscuros motivos antirreligiosos.

      Como ya hemos afirmado, no cabe hablar de entera inhibición de la Iglesia con relación a la política. Sus enseñanzas afectan muchas veces a los grandes principios y a las grandes líneas de la vida social de los pueblos, de las relaciones de los gobiernos entre sí, y a los aspectos de la vida social que más estrechamente afectan a la vida religiosa, como son por ejemplo, los derechos de los padres, la escuela, el matrimonio, etc.

      Algunos piensan sin embargo, que esta intervención debe ser de un tipo puramente docente y que la Iglesia no puede en ningún momento realizar una acción política propiamente dicha. «Ella —dicen— debe limitarse a sentar los principios, a enseñar la doctrina, pero nunca puede entablar una acción política más o menos coordinada».

      En cierto modo, quienes así piensan tienen razón, porque la Iglesia no es una fuerza política, no pertenece al dominio de las potencias temporales, es una potencia sobrenatural, religiosa y moral. Por tanto en el caso de que se decida a una acción social, tal acción no podrá ser estrictamente calificada de acción política, porque no sería, en ningún caso, homogénea con la que llevan o pueden llevar a cabo los partidos, los grupos políticos o los gobiernos.

      Pero esta separación no puede tampoco admitirse demasiado fácilmente. Incluso, aunque la Iglesia no quisiera hacer política, sus actitudes y sus enseñanzas, sus órdenes y sus orientaciones tendrían siempre consecuencias políticas innegables.

      En ciertos casos la Iglesia tiene que condenar determinadas ideologías políticas a causa de los errores teológicos o disciplinares que las mismas implican. La acción de la Iglesia se proyecta pues necesariamente sobre el plano político.

      Otras veces ocurre que ciertas organizaciones o regímenes políticos atacan a la Iglesia, impidiéndola la realización de sus objetivos y de sus fines religiosos. La Iglesia se ve entonces obligada a defenderse y a defender los intereses espirituales de las almas, con lo cual se entabla una lucha que tiene, al menos, las apariencias de lucha política.

      Las acusaciones contra la Iglesia son diversas, y aún opuestas: a veces se la considera como una fuerza conservadora al servicio de regímenes o de situaciones instauradas, y otras, al contrario, como un fermento revolucionario que mina por su base el poder establecido.

      Como consecuencia de todo esto vemos que la Iglesia juega, bajo ciertos aspectos, e incluso en contra de sus propios deseos, el papel de una fuerza política. Los dirigentes políticos que la tienen en cuenta, sea como aliada, sea como enemiga, demuestran, hasta cierto punto, una «prudencia humana» perfectamente explicable. Pero desde un punto de vista cristiano no tenemos más remedio que protestar contra esa actitud demasiado humana por el enorme equívoco que ella implica.

      Nuestros esfuerzos deben tender a evitar ese equívoco; pero no puede asegurarse que sea enteramente evitable. Tal vez esa misma complicación es una constante histórica necesaria en la vida de la iglesia, en virtud de su modo especial de ser y estar en el tiempo. Tal vez esta necesidad no exista y quepa reducir o evitar el fenómeno que comentamos mediante una acción paciente e inteligente por parte de los cristianos.

      La cuestión se complica todavía más si se tiene en cuenta que, aunque la Iglesia no haga propiamente política los católicos tienen el derecho y el deber de hacerla. En primer término en su cualidad de ciudadanos, ya que la Iglesia les invita a cumplir sus deberes cívicos como una exigencia de la justicia social, y, después, a título de cristianos, pues la política constituye para ellos un medio eficaz de inyectar las esencias del mensaje evangélico en la vida social de los pueblos.

      Ciertos partidos proclaman su confesionalidad y sus fines religiosos para atraer los votos y el apoyo de los católicos: se declaran defensores de la Iglesia y hasta cierto punto lo son; pero al mismo tiempo defienden, naturalmente, ideologías concretas e intereses enteramente ajenos a la religión e incluso, a veces, extraños al bien común.

      Hay partidos confesionales que defienden la monarquía o la república, las ideas aristocráticas o las ideas democráticas, la conservación de las estructuras económicas y sociales o la transformación de estas mismas estructuras. Los hay también fuertemente influidos por una mentalidad nacionalista.

      La Iglesia aprueba y estima la defensa que tales partidos hacen de los derechos de la religión y de la proyección que intentan realizar del mensaje evangélico sobre el plano social, pero no puede asumir la responsabilidad de sus variadas y opuestas doctrinas, ni de los intereses más o menos justos que los mismos defienden. El programa de esos partidos corresponde en su mayor parte a cuestiones opinables que la Iglesia ni quiere ni puede dar por zanjadas.

      El nacimiento y el desarrollo de regímenes democráticos que en muchos casos han puesto en graves aprietos la libertad de la Iglesia, ha obligado a los católicos a constituir partidos más o menos declaradamente confesionales, con lo cual muchas veces se ha visto a la Iglesia, bien contra su voluntad, mezclada en asuntos políticos concretos.

      Nadie puede pretender que la fórmula de los partidos políticos sea un ideal católico: más bien parece tratarse de un recurso exigido por el mecanismo político de los tiempos modernos. Sin la presencia de tales partidos, la enseñanza católica, el matrimonio y la familia cristiana, se hubieran encontrado indefensos ante poderosas corrientes políticas de tendencia profundamente anti-cristianas. En muchos países occidentales sigue hoy discutiéndose la vieja cuestión de la enseñanza y, a pesar de los inconvenientes que ello implica, los católicos se ven forzados a moverse en el plano político para salvar valores esenciales de gran trascendencia.

      Algunas veces se emplea con excesiva facilidad la expresión: «política cristiana» pero esta misma fórmula resulta también equívoca por muchos conceptos.

      La expresión «política cristiana» puede designar en algunos casos una posición concorde con la doctrina de la Iglesia respecto a la vida política. Según esto una política sería cristiana siempre que aceptase los principios fundamentales del derecho público católico. Pero parece que esto es demasiado vago e insuficiente para justificar el uso de una locución constituida por términos tan ambiciosos.

      La doctrina evangélica no concierne solamente a los individuos sino que se proyecta a través de ellos sobre las estructuras y la vida social. Una política cristiana sería pues «una política orientada hacia las verdades eternas», «la más realista y la más concreta de las política»[13].

      El mensaje evangélico no se desentiende por completo de las cosas temporales; lleva consigo, en cierta manera, una renovación de todo el orden humano y una posibilidad de que el mismo sea elevado sobrenaturalmente. En este sentido la política, nobilísima actividad, no estará sólo sometida a preceptos y limitaciones morales sino que deberá ser informada por la universal renovación de todas las cosas humanas que realiza la humanidad redimida.

      Pero al mismo tiempo la citada expresión «política cristiana» se presta a confusiones y a errores deplorables: la explotación de esta etiqueta puede incluso llegar a ser escandalosa. Ante tales falsificaciones la Iglesia no tiene la posibilidad de mantenerse o mostrarse indiferente.

      Notemos además que en ésta como en otras cuestiones análogas no cabe pensar en resolver las dificultades únicamente por criterio abstractos. La realidad es muy compleja y la misma Iglesia está obligada a definir su posición frente a circunstancias concretas diversísimas.

      La actitud de la Iglesia respecto de la política, es en resumen, muy compleja: por una parte ella es independiente de la política, pero, por otra, no es indiferente a la política ni debe considerársela propiamente como neutral.

      Realiza en el dominio de la política, lo mismo que en todos los dominios de la vida humana que pueden interesar al orden moral, su deber de mostrar al hombre el camino de salvación: reacciona en relación con los movimientos políticos, sea para estimularlos, sea para condenarlos, en lo que pueden tener de bueno o de malo. Sin invadir el dominio político y sin renunciar a la independencia que le corresponde por naturaleza, la Iglesia ejerce, pues, una influencia sobre la política y bajo ciertos aspectos es también influenciada por la política.

      Para ver con claridad en este punto es absolutamente necesario realizar, por tanto, una investigación histórica. La historia de un ser social corresponde a su realidad existencial y no siempre a su naturaleza esencial. La historia nos habla del «es» o del «ha sido» pero no del «debe ser». Los hombres, lo mismo que las instituciones por ellos creadas, no siempre responden a las exigencias éticas de su propia naturaleza. La historia es maestra de la vida, pero esto no significa que los hechos históricos, por la simple razón de haber acontecido, puedan sin más ni más ser canonizados.

      En cambio en el caso de la Iglesia, institución divina, constantemente animada y vivificada por su divino Fundador, el «es» coincide, en cierto modo esencial, con el «debe ser». Nuestra fe nos obliga a creer que en los grandes hechos esenciales, en los acontecimientos fundamentales de su propia vida histórica, la Iglesia ha respondido siempre a los designios divinos. En sus líneas maestras y en sus puntos claves, la historia de la Iglesia nos revela, pues, no solamente el «es» o el «ha sido» de la misma, sino también su «deber ser».

      En este problema de la neutralidad política de la Iglesia hay que mirar, por tanto, sobre todo, cuál ha sido su actitud frente a las potencias terrestres y en las luchas políticas a través de la historia.

      La investigación histórica nos mostrará, por una parte, la debilidad y las deficiencias del elemento humano falible y pecador que constituye la Iglesia, las dificultades de orden político, los esfuerzos de la Iglesia para mantenerse al margen de las influencias temporales sin abandonar su propia tarea, las consecuencias o los efectos políticos de su enseñanza, sea que ella haya sido escuchada, sea que ella haya sido combatida o ignorada por los gobiernos y los grupos políticos.

      Por otra parte esta misma elucidación histórica mostrará la existencia de una línea recta inflexible, por así decirlo, a través de los siglos, en lo que concierne a la defensa de los granes principios que son los inspiradores de la concepción cristiana de la vida humana.

      En nuestra época histórica, es decir, a partir de la revolución francesa, se ha visto a la Iglesia debatirse ante las situaciones más diversas y difíciles: la política concordataria de la Iglesia desde la época de Napoleón, la progresiva liberación de la fidelidad a los viejos regímenes; los planteamientos diversos frente a gobiernos democráticos de Europa y de Estados nacientes en otros continentes; la crisis del modernismo y del liberalismo católico; la pérdida del poder temporal; la lucha del Kulturkampf; los esfuerzos de la Iglesia para impulsar las legítimas aspiraciones del mundo moderno, la condenación del marxismo; la actitud de la Iglesia frente a los regímenes totalitarios de Hitler y Mussolini y hoy frente al comunismo, nos muestran la enorme complejidad del problema y el error en que incurrirían quienes quisieran darlo por resuelto con fórmulas simplistas y unilaterales.

 

 

[Notas]

 

[1] Ubi Arcano Dei.

[2] Sapientiae Christianae 34. Diuturnum 6. Dilectisima nobis 3, etc.

[3] Cum multa 5.

[4] Pergrata.

[5] Sapientiae christianae, 35.

[6] Discurso a los corresponsales extranjeros, 12 de mayo de 1953.

[7] Mensaje de Navidad de 1951.

[8] León XIII: Sapientiae christianae.

[9] Pío XII: Alocución a los Cardenales y Obispos, 2 de noviembre de 1954.

[10] Mensaje del 24 de diciembre de 1951.

[11] Discurso al Congreso Internacional de mujeres católicas, el 11 de septiembre de 1947.

[12] Pío XII. Mensaje de Navidad de 1951.

[13] Mensaje de Navidad de 1945.

 

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