Carlos Santamaría y su obra escrita

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Arteche y Saint Cyran

 

El Diario Vasco, 1959-03-22

 

      Â«Aborrezco a los hombres que hablan como libros y amo los libros que hablan como hombres», decía don Miguel de Unamuno en una de aquellas deshilvanadas «conversaciones» que solía escribir cuando no sabía acerca de qué escribir.

      Los libros de José Arteche suelen ser de esa clase: libros en que uno se encuentra con un hombre que siente y que dice lo que siente. Y esto ya es enorme en un mundo en el que parece haber poca gente que sienta y muchísima menos todavía que quiera decir lo que siente.

      Al «Saint-Cyran» de Arteche se asomarán últimamente todos los que se interesen por la figura del tétrico teólogo bayonés. El desafortunado inspirador de las monjas de Port-Royal, «puras como ángeles y orgullosas como demonios», que tanto trabajo dieran al arzobispo Péréfixe —y él a ellas—, es, en efecto, un tipo singularmente representativo de la caracteriología vasca y merece la pena de que se le considere bajo este aspecto, como lo hace Arteche en su libro.

      Pero en este libro el lector no se encontrará sólo con Saint-Cyran, sino además, y sobre todo, con el propio Arteche y con sus evocaciones de infancia y de juventud que nos transportan, en el recuerdo, a un cristianismo de «fúgites» y «vade-retros», centrado, con obsesionante exclusividad, en la idea de la culpa y del castigo, del que se hallaban ausentes otros horizontes más vastos y bellos, y sobre todo más esperanzadores, de la revelación de Cristo, como si en este mundo no tuviera el hombre otra cosa que hacer que entrenarse para cadáver.

      Â¿Pervivía en este cristianismo, no tan lejano, que muchos de nosotros conocimos —y padecimos— un hálito de inspiración jansenista? El alma vasca que dio vida a Saint-Cyran, como se la dio a Unamuno y a San Ignacio —hombres de una pieza, para los cuales la religión era justamente considerad como la cosa más terriblemente seria que exista—, ¿imprimió también su sello a la desdichada aventura «saint-cyranista»?

      Arteche se plantea estas dos cuestiones e intenta resolverlas afirmativamente.

      No debe olvidarse que la severidad y la sombría austeridad del catolicismo después de las guerras de religión, constituyen un fenómeno general bien conocido y que alcanza a toda la Iglesia. Fue la lucha contra el calvinismo primero y contra el jansenismo más tarde, lo que la endureció, realizándose algo de aquello que dice Arteche, que «casi siempre que un católico lucha contra un error, sobre todo si, preferentemente, lucha con armas temporales, queda más pronto o más tarde, de alguna manera inficionado por las mismas ideas que con tenacidad combate».

      En nuestro país, como en otros muchos de Europa, misioneros capuchinos y jesuitas superaron las maneras terroríficas de los jansenistas y se olvidaron demasiadas veces, quizás, de hablar a la gentes del amor y de la belleza de este mundo y de esta singular criatura de Dios que, a pesar de todo, sigue siendo el hombre.

      Sin embargo, no puede considerarse a estos hombres como jansenistas ni interpretar de esta guisa la piedad de nuestro pueblo y, menos aún, la de nuestras admirables madres vascas, severas educadoras, pero profundamente tiernas y humanas.

      El vasco mira terriblemente en serio la vida y todo lo convierte en religión. Hasta la política y el negocio, cuando son abordados por él, lo son con alma religiosa y espíritu de entrega absoluta —la política, mucho; el negocio, más—. Esta es nuestra dificultad, que solemos tomarnos todas las cosas en serio, lo que no hacen algunos grandes pueblos de nuestro derredor.

      Pero sea de todo ello lo que quiera, el caso es que el libro de que estoy hablando tiene la virtud de interesarle a uno de la cruz a la raya y, también, en muchos de sus pasajes, de sacarle a uno de quicio, sea a favor, sea en contra —que esto es lo de menos—. ¡Nos hace tanta falta que un alma caritativa venga de cuando en cuanto a desquiciarnos, a sacarnos del quicio en que vivimos enquiciados!

      Es un libro del que —«rara avis»— no están ausentes, ni mucho menos, el alma y la conciencia del autor.

 

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