Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Buñuelos y soplillos

 

El Diario Vasco, 1960-02-28

 

      Opina el escritor inglés G.S. Fraser que en la literatura contemporánea, o al menos en una parte importante de lla, «existe una desesperanza arbitraria e impuesta por un exceso de tortura propia».

      Me permito disentir del calificativo de «arbitraria». Para mí ese fenómeno no es una cuestión de moda o de gusto literario. Si el hombre de hoy se tortura a si mismo, no lo hace probablemente por puro capricho, sino porque necesita hacerlo por alguna razón oculta.

      Es demasiado cómodo decir a una persona: «No se preocupe usted, no se torture». La preocupación no es un fantasma, tiene también su lógica y su realidad en alguna parte y no bastan los buenos consejos para ahuyentarla.

      A mi juicio, cierta dosis de angustia resulta indispensable hoy para condimentar una novela medianamente profunda, precisamente porque vivimos una época angustiada de la Historia.

      Me molesta el escritor que no compromete en sus escritos más que la epidermis de su personalidad, es decir, nada. No llego a comprender para qué escribe ni cual es su vocación de escritor, si toda su literatura se reduce a pretendidas ingeniosidades que ni vienen ni van a ninguna parte.

      Prefiero leer a aquellos otros en los que se descubre un arcano entre cada dos líneas. Y cuando aquel escritor es joven me pregunto: «Pero, ¿qué clase de jóvenes son éstos?».

      Â«No creáis que leéis novelas para sentiros emocionados —dice Alan Pryce-Jones—, sino para encontraros a vosotros mismos». ¿Cómo va a ayudarme a que me encuentre el escritor que se ignora a sí mismo, que hace lo posible y lo imposible por entapujar su propio yo?

      La novela a la manera de Kafka, de Dostoievski, de Camus o de Unamuno, parece llamada a ejercer una especie de función medicinal. Claro está que al administrar medicamentos tóxicos y excitantes terriblemente enérgicos, semejante terapéutica puede resultar contraproducente y en muchos casos mortal.

      Â¿Qué enfermedad del espíritu puede ser atacada por este medio? La banalidad, la horrible banalidad en la que muchos viven, al parecer tan satisfechos, fingiéndose a si mismos una tranquilidad y una felicidad inexistentes.

      El hombre banal es alérgico al absoluto. Por definición se alimenta de buñuelos y soplillos —que la cotidianidad le suministra en gran cantidad—, es decir, que se apacienta de viento. Tal es la enfermedad mortal —la banalidad— más peligrosa aún que la desesperación, de que nos habla Kierkegaard.

      Pero lo más trágico del caso es que el hombre banal puede asomarse a lo angustioso por pura diversión. Puede recrearse y divertirse en el espectáculo de la tragedia humana por eso, por puro entretenimiento.

      Y entonces si que está perdido del todo. A nadie se le exige que haga el milagro de transformar el agua en vino, pero el que encuentra placer en transformar el agua en vino, pero merecería que se le atara al cuello una rueda de molino y se le echara al mar para que se hinchase a tragar agua.

 

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