Carlos Santamaría y su obra escrita

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Propiedad señorial

 

El Diario Vasco, 1960-06-12

 

      En Madrid se ha celebrado recientemente un curso de conferencias sobre el tema «De la propiedad señorial a la empresa agrícola», referido principalmente a Andalucía y Extremadura, que es donde el tipo de propiedad, que se ha dado en seguir llamando «señorial», abunda más.

      El asunto no puede menos de interesar a todo el que, aquí o fuera de aquí, sienta preocupaciones sociales y afanes reformadores. De Andalucía sabemos en general poco y mal sabido. Se habla siempre del embrujo de Andalucía, del temperamento ardiente y de la sal andaluza, del porte bravío y de los ojos negros de las mujeres de aquellas tierras cuasiafricanas.

      En cuanto a la miseria y al insuficiente desarrollo del pueblo andaluz, casi todos le echan la culpa a la pereza de su gente y con esto se quedan tan tranquilos, como si semejante explicación explicase algo y sirviera para algo.

      Si hemos de creer a Ortega y Gasset, «la pereza andaluza no es sino una defensa, una especie de freno instintivo que el andaluz le pone a aquella Naturaleza demasiado tentadora y exuberante». El hombre que llega del Norte encuentra «en la luminosidad y en la gracia cromática de la campiña andaluza un terrible excitante que le induce a una vida frenética», dice Ortega en su «Teoría de Andalucía».

      En cambio, el andaluz «reduce al mínimo su reacción sobre el medio: no ambiciona más, vive sumergido en la atmósfera deliciosa como un vegetal». Ni siquiera necesita comer: el aire y el sol le alimentan. «Un jornalero de Azpeitia come más y mejor que un ricacho de Córdoba o Jaén», añade el señor Ortega.

      Creo en verdad, dicho sea de paso, que se ha exagerado un poco en esto de la etereidad nutritiva del andaluz, hasta el punto que uno llega a figurarse que aquella gente tiene menos necesidades pancreáticas que cualquier lepidóptero. He leído, por ejemplo, no sin cierta alarma, lo que don Juan Muñoz Rojas, agricultor, dijo en el aludido curso, de que en el setenio 23-30, en aquellas regiones, «hubo que prohibir el consumo de carne a los segadores porque su baratura y el poder adquisitivo de la moneda les permitían comprarla, pero los 45º al sol no lo toleraban». Sin saber qué admirar más, si la supuesta incapacidad digestiva de los segadores andaluces o la previsión paternal de sus benéficos señores al prohibirles la ingestión de tan peligroso alimento, uno se queda sumido en dudas sobre las realidades sociológicas del agro bético.

      Â¿Qué sería de Andalucía, tierra en gran parte ubérrima y generosa, si el andaluz, sacudido por un poderoso acicate, se lanzase a vivir con el ardor, la tenacidad y el ímpetu del hombre norteño? No lo sabemos, claro está. A lo mejor esto es imposible. En todo caso uno no se resigna a aceptar que la «vita minima», la «existencia vegetativa» y la fórmula, en opinión de algunos, única, de la emigración endémica de los andaluces, como solución del crecimiento demográfico, constituyan un ideal presentable en 1960.

      No idealicemos la pereza andaluza y sobre todo no pretendamos idealizar la miseria.

      Existe un verdadero problema de desarrollo insuficiente en Andalucía del que Ortega parece no haberse enterado porque a este «espectador» de la torre de marfil no le llegaban, sin duda, ciertos malos olores callejeros.

      Â¿Dónde se halla el mal?, ¿En el latifundio? ¿En el monocultivo? ¿En el absentismo? ¿En la estructura económica? No lo sé; pero para mí la transformación debe venir ante todo y sobre todo, allí como en cualquier otra parte, del hombre, es decir, de la educación, de la instrucción, de la mentalidad, de la conciencia social.

      A la conciencia social andaluza hay que darle una sacudida y eso es lo que, sin duda, han pretendido, con no demasiado éxito, reconozcámoslo, los organizadores del ciclo.

      Así lo dijo en la conferencia inicial de presentación del ciclo el señor Garicano Goñi, gobernador que fue de Guipúzcoa: «Uno de los más graves problemas que tiene el campo andaluz es la formación de las conciencias de los propietarios, gran parte de ellos personas de buena fe, buenos cristianos, pero con una deformación que nos impresiona terriblemente a los que no somos de allí».

      Flotando queda, como una exigente frase lapidaria, como un toque de clarín, el dicho, sin duda apenas escuchado, del señor obispo de Málaga: «El concepto señorial de la propiedad en Andalucía es un anacronismo inexplicable».

 

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