Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Camino y horizonte

 

El Diario Vasco, 1960-10-16

 

      Uno puede tratar con mucha gente sin salir en absoluto de sí mismo. La actitud típicamente inhumana consiste en ésto: uno habla y oye hablar, hace tratos, se reúne, cambia impresiones, adquiere compromisos, concierta negocios, discute, ama, lucha... Y, sin embargo, en todo ello no ha salido para nada de sí mismo.

      En todas estas operaciones el «otro» no ha sido sino puro objeto o cosa. En ningún momento se ha tenido conciencia de que los demás existían también como sujetos, con su mundo interior de ideas y sentimientos.

      En esta inconciencia en que se vive acerca del vivir de los otros cabe preguntarse si llega uno a tener conciencia de su propio existir. Quizás tampoco. Lo uno es, al fin y al cabo, función de lo otro. Sólo se existe genuinamente en la medida en que se reconoce el existir de los demás.

      Sólo quien es capaz de silencio, es capaz de diálogo. Sólo quien es capaz de soledad, es capaz de compañía. Sólo quien es capaz de pasión, es capaz de compasión. Sólo quien vive, convive.

      Â«Perdido en medio de los otros, apenas existo», dice Gaston Berger en una pequeña y preciosa «fenomenología de la soledad».

      En este «apenas existir», que es un existir no auténtico, tampoco los otros existen para mí, con genuina existencia. Son como fantasmas, imágenes, obstáculos, formas o condiciones de mi «yo». Pero esto no vale. Esto, señores, es trampa.

      Tales consideraciones me hacía yo, recordando un tema capital de la problemática existencialista —el tema del «otro»—, al hojear, con toda la simpatía que merece, el nuevo libro de José de Arteche: «Camino y horizonte».

      Desfilan por las páginas de este libro los recuerdos vivos de un gran número de personas. Arteche, alma sensible como pocas, ha ido almacenando en su interior innumerables impresiones de sus contactos humanos a través de muchos años y en las circunstancias más diversas.

      No es Arteche el frío «espectador» que analiza los sucesos y las vidas de los otros como si fueran cosas, sino un hombre poseído de ansia de comunicación, que necesita soledad y sufre al mismo tiempo de esta soledad. Su soledad está llena de muchedumbre de gentes que perviven dentro de ella. De su soledad arranca abundancia de comunicación.

      Tienen además estas páginas un interés histórico y evocador que muchos lectores han de gustar extraordinariamente. Sus descripciones —pinceladas firmes y cortas— retratan no sólo la figura exterior de muchos de estos coetáneos nuestros, a los que conocemos o hemos conocido, sino que también, hasta cierto punto, intentan dibujar trazos interiores de las almas. Y esto es lo más importante, lo que de verdad trasciende.

      Se ve que estos hombres que pasaron por la vida del autor, no lo hicieron como simples «otros», sino que éste estableció con ellos —o intentó al menos hacerlo— ese difícil puente, que raras veces llega a enlazar a las almas unas con otras.

      El mayor elogio que yo haría de este libro es el que Unamuno solía hacer con los libros que hablan como hombres. En este caso se trata de un libro que habla de hombres y que lo hace como un hombre.

      Es —«rara avis»— un libro humano.

 

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