Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Carta abierta de Carlos Santamaría

 

Ensayos, 30 zk., 1962-04

 

      Queridos amigos de ENSAYOS:

      Evidentemente, en toda clase de asuntos, lo primero, y sin duda alguna lo más importante, es tener ideas claras y distintas. Tratar de construir algo sobre una base que no sea ésta, puede resultar puro sentimentalismo.

      También en esta cuestión del cristianismo y de la acción temporal que ustedes se plantean ahora hacen falta ciertas ideas primeras, para evitar el riesgo de que hagamos de todo ello un mero asunto de temperamentos, de talantes o, yendo un poco más lejos, de «situaciones».

      Algunos suponen que el problema de hoy consiste en elegir entre dos cristianismos. En escoger entre dos cristianismos —«cristianismo de trascendencia»— cuál es el que más nos gusta, o el que mejor le va a la sociedad de hoy o a esta o a aquella situación social.

      En otros siglos —suele decirse— el cristianos vivía con su mirada enteramente vuelta hacia el «más allá» y las realidades terrestres eran más bien consideradas como ilusiones demoníacas o como obstáculos tentadores en el camino de la salvación. Hoy, en cambio —se sigue diciendo—, en virtud de un imperativo histórico ineludible y grandioso, el cristianismo tiene que ocuparse del mundo y de su inmensa gama de valores en plena ebullición creadora. El creyente de los primeros siglos nunca hubiera podido imaginarse esta maravillosa explosión del universo humano a que asistimos hoy. Nuestra tarea está ahí. La situación de antes exigía un «cristianismo de trascendencia», la de ahora, un «cristianismo de encarnación».

      Semejante planteamiento es, a mi juicio, falso. No se trata de elegir ni de escoger posturas. Se trata de vivir una realidad esencialmente misteriosa.

      Al razonar de aquella manera, es decir, al tratar de operar esa especie de difracción del cristianismo a que nos hemos referido, nos dejamos llevar de una tendencia nuestra, muy natural y muy humana, ante el misterio.

      Siendo el misterio algo radicalmente inabordable para nuestra razón carnal, procuramos descomponerlo en piezas aisladas que nos resulten fácilmente racionalizables: para poder digerir el misterio los descomponemos en partes digeribles. Lo trágico es que, de esta manera, el misterio se desvanece, se destruye, y, con él, nuestro cristianismo, porque no hay verdadero cristianismo sin misterio.

      Así, por ejemplo, si Cristo fuese solamente el jefe de una Iglesia invisible, de una Jerusalén trascendente, que no tuviera prácticamente nada que ver con la Historia, nuestra razón carnal no se sentiría demasiado inquieta.

      Si, por el contrario, considerásemos a Cristo como el fundador de una Iglesia visible, meramente visible, de una Iglesia de este mundo y para este mundo, con masas, publicidad, ideología y organización, como cualquier otro movimiento humano, nuestra razón carnal se encontraría a sus anchas porque todo esto, al fin y al cabo, es de su entera competencia. Pero que estas dos realidades constituyan una sola unidad sustancial, que esta Iglesia que vemos y conocemos, esta Iglesia en la Historia, con todas sus debilidades, sea ya, en cierto modo, la Iglesia de la Eternidad, la propia Jerusalén celeste anticipada, esto es lo que nuestra razón carnal no puede aceptar por sí misma. Cristo, Señor del Tiempo; Cristo, Señor de la Eternidad: he ahí el misterio.

      Se comprende, hasta cierto punto, que el hombre se entregue con ardor a la acción temporal cuando, cerrando los ojos a toda trascendencia, y, sobre todo, a la radical miseria de la cosa, empujado por pasiones y afectos fortísimos, atribuye a esa misma acción un valor absoluto. Se comprende también, por otro lado, que cuando ha llegado uno al convencimiento de la esencial inconsistencia de las realidades temporales, quiera abandonarlas todas y elevarse a un plano de universal desprendimiento y desnudez mística.

      Pero estas dos posiciones son falsas. La primera —la de los que se apacientan de viento— es la que espanta a Pascal y horroriza a toda conciencia religiosa —o, sencillamente, profunda— de la realidad. La segunda es pura y simplemente una falsa mística, un fruto torcido de la pereza, del hastío, de la repugnancia y del empalago que acaba por causar la vida.

      Habiendo comprendido la miseria de este mundo, la fragilidad y la inconsistencia de lo humano, la esencial banalidad de tantas cosas pretendidamente graves —llámense arte, ciencia, cultura, política o finanza—, vista la nada radical de las realidades terrestres y habiendo descubierto, al mismo tiempo, la grandeza de Dios, su plenitud —en todo esto lleva razón—, el falso místico desea huir de lo temporal para sumergirse en lo eterno. Trata de saltarse la Historia, el tiempo, la vida, y dice a Dios: «Señor ¿para qué me entretienes con todas esas cosas perecederas? No perdamos, Señor, más tiempo, vayamos de una vez a lo tuyo, sin más preámbulos pasemos, Señor, a lo eterno. Dispuesto como estoy a dejar la noche, dame, Señor, el día y déjame de crepúsculos». Es la tentación de los apóstoles en el monte Tabor. «Quedémonos aquí». Pero otra es la voluntad de Dios y el cáliz de la vida ha de ser bebido.

      Como quiera que, razonando de este modo, el falso místico menosprecia el don de la vida temporal, la riqueza misteriosa que se oculta en la naturaleza, criatura de Dios, y en este crepúsculo que es el tiempo, y desconoce, en suma, la voluntad divina sobre nuestro destino, resulta que ese falso místico no encuentra a Dios, sino que se encuentra a sí mismo, retorciéndose en su propia nada. Aunque crea desprenderse del amor de las cosas se aferra cada vez más a ellas y al amor de sí mismo.

      La verdadera postura cristiana es la de aquel que, habiendo realizado aquel doble movimiento —miseria de la criatura, grandeza de Dios— después de haberse desprendido de las cosas, vuelve a la sucia y repugnante realidad de la historia y se abraza a ella, amándola en caridad. Cobran entonces las realidades terrestres un valor de absolutez y de eternidad que nunca pudieran tener por sí mismas. Ya no se las ve bajo la luz espectral de la muerte, sino iluminadas por la verdadera luz de la Vida. Entonces, el patriotismo, la política, el arte, la ciencia, la cultura, y hasta las finanzas —sí, señor, hasta las finanzas, aunque esto pueda parecer increíble—, todo recobra a los ojos del cristiano el perdido atractivo. En todas estas cosas ve el cristiano la mano de Dios, la voluntad de Dios, y entonces descubre que son amables, que vale la pena de batirse por ellas, de poner en juego los innumerables resortes que en ellas se encierran, de construir con ellas un mundo. Un mundo perecedero, cierto, pero que en Dios, en la mente de Dios, en su eternidad, adquirirá de algún modo misterioso que no sabemos un valor de eternidad.

      Cristianismo de encarnación, no. Cristianismo de trascendencia, tampoco. Cristianismo de misterio, es decir, de encarnación y trascendencia a la vez, fundidas ambas cosas en un solo metal de cuño eterno:

      Desde este punto de vista convendría volver a enjuiciar nuestras actitudes políticas, sociales y culturales. Bajo una apariencia de desprendimiento o de pretendida espiritualidad —angelismos, apoliticismo de los puros—, ¿no se ocultan a menudo el hastío, la pereza, el miedo y otras pasiones peores?

      Â¡Ay de los presuntuosos puros si al atardecer de la vida se les arguye con la parábola de los talentos!

 

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