Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Juan de Yepes

 

El Diario Vasco, 1965-11-21

 

      Juan de Yepes fue un «medio fraile» —así le llamaba Santa Teresa, por su poca estatura— que se fue «a cantar maitines al cielo» un 24 de noviembre, ahora va a hacer justamente 374 años. Su nombre figura en el santoral católico y es además objeto de admiración por parte de muchos pensadores, creyentes y no creyentes, que han prestado enorme atención a su versión mística del mundo y de las cosas.

      Unamuno —que, dígase lo que se quiera acerca de la anarquía de su obra, ha de ser entre los hombres del 98 quien alcance mayor perdurabilidad, precisamente porque fue el único en ocuparse a su manera del tema eterno— sentía un gran respeto por este frailecito. Y en la lectura de sus libros descubrió quizás la mejor parte de sí mismo.

      Me gusta traer el nombre de fray Juan aquí y en esta fecha —como ya lo he hecho antes de ahora en ocasión análoga— porque pienso que sus sublimes teorías se corresponden, hasta cierto punto, con el estado del alma y la ansiedad espiritual del hombre —o de cierta especie de hombres— de nuestros días.

      En nuestro mundo técnico y automatizado, que apenas deja sitio libre para anhelos profundos —tan ocupada está la gente en aturdirse y «ansiar», aunque sea a plazos, el frigorífico y la televisión— el ansia espiritual va extendiéndose cada vez más y brota, incluso, donde menos se piensa.

      Cada vez va siendo más frecuente el caso de esos hombres y mujeres «que sienten una tristeza callada en las tardes de los domingos, sobre todo en otoño».

      Un amigo mío, un pacifista cristiano, que tuvo ocasión de viajar por la URSS y de entrevistarse allí con altas personalidades civiles y religiosas, me contaba, hace unos años, que se encuentran en aquel país bastantes personas intelectualmente ateas y que padecen de una especie de dolencia espiritual, cierto mal indefinible del alma, que ellas mismas no aciertan siquiera a determinar. La necesidad apremiante de algo que no entra en las propias categorías mentales materialistas, el hueco de una realidad que no se puede llegar a saber lo que es y que en nuestro vocabulario denominamos «Dios». Es el hueco de Dios lo que, sin saberlo, padece hoy mucha gente en el mundo.

      Pues bien, este hueco esencial, la mayoría de las personas se empeñan —o nos empeñamos— en llenarlo con mil cosas y productos terrenales. «Bisogna avere mille cose nella testa» —como decía aquel napolitano citado por Ortega y Gasset.

      La historia de la estupidez humana está cuajada de las más pintorescas invenciones para tratar de aturdirse. Porque eso es lo que se busca sistemáticamente cuando se intenta llenar el hueco de Dios: el aturdimiento.

      De ahí ese agitarse constante, ese ir y venir sin detenerse en parte alguna. hay mil formas de aturdimiento y algunas de ellas se revisten incluso de nombres y maneras sagradas. Hasta la misma religiosidad tiende a adquirir para muchos un aire deportivo y afanado, el de un constante aparecer y hacer que se hace. Pero tan temible como la diversión orgiástica puede resultar a veces el aturdimiento devoto.

      En el fondo, sólo se persigue una cosa: colmar el hueco de Dios con cosas humanas, que no son el propio Ser incomprensible.

      Toda la doctrina de fray Juan, ese Juan de la Cruz, cuyo sermón estoy anticipando a su fiesta, desde mi ángulo laical y profano, consiste en esto, en negarse radicalmente a semejante operación en cualquiera de sus formas. No querer saber, ni entender, ni recordar, ni apetecer cosa alguna con la que artificialmente se pretenda llenar el vacío que el hombre lleva dentro de sí. «No questo, ne questo, ne questo, ne questo».

      Sólo así, rumiando el vacío como vacío y la noche como noche, se puede escuchar quizás alguna vez la «soledad sonora» o la «música callada», que suena cuando ella quiere; beneficiarse acaso de la «sosegada ventura» donde el espíritu no ve, no entiende, ni sabe, ni busca, ni apetece.

      Juan de Yepes fue ignorado en su tiempo, entre sus propios hermanos. Perseguido, depuesto de todo mando e influencia en la orden, los cuales nunca había deseado ni buscado, lo mandan a trillar garbanzos al desierto de la Peñuela («Es lindo manosear estas criaturas mudas, mejor que no ser manoseado de las vivas». Allá se van fray Juan con sus tristezas gozosas, sus obscuridades luminosas y su vacío que no se puede nunca colmar.

      No tratemos de henchir las tristezas calladas. Dejémoslas mejor vacías que intentar rellenarlas de cosas hueras.

 

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