Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Situación del hombre en el mundo

 

BAC, 1968

 

Iglesia, mundo, historia

 

      La constitución Gaudium et spes expone en un lenguaje actual, inteligible para el hombre moderno, la «presencia y la acción de la Iglesia en el mundo de hoy».

      Este documento no se dirige exclusivamente a los cristianos, sino a todos los hombres[1]. La constitución pastoral insiste repetidas veces en esta misma idea. El concilio quiere «hablar a los hombres del hombre y de sus problemas»[2]. Quiere ofrecer «a todos los hombres una colaboración sincera para la instauración de una fraternidad universal»[3]. Esta insistencia resulta muy significativa, precisamente porque corresponde a uno de los fines primordiales de la Gaudium et spes: el diálogo con el mundo de nuestro tiempo.

      Por su tono y su lenguaje, por los temas tratados y por su misma forma de presentación de las ideas, la Gaudium et spes constituye una innovación sin precedentes en relación con los documentos conciliares de los tiempos pasados.

      Algunos han querido ver en este texto una especie de gesto de reconciliación de la Iglesia con el mundo y con la historia.

      Ciertamente, esta reconciliación no era necesaria, porque la Iglesia nunca estuvo ausente del mundo, nunca pretendió situarse al margen de la historia o frente a ella.

      Pero es cierto, sin embargo, que la postura de la Gaudium et spes constituye una reacción saludable contra cierta tendencia que pudiéramos llamar aislacionista o antihistórica.

      Lo característico de esta tendencia consiste, precisamente, en una especie de difracción de la historia: por una parte, una historia divina, historia sagrada de redención y de gracia; y, por la otra, la historia profana, mundana, donde se realizan hechos y obras perecederos, accidentales, puros incidentes, que en el fondo deben tener sin cuidado al cristiano.

      De esta manera no sólo se desvanece el mundo, al quedar éste reducido a una ilusión, a un fantasma inconsistente, sino que la misma historia de salvación pierde todo sentido auténtico. La «historia sagrada», separada de esta suerte de la «historia profana», aparece como un simple «encadenamiento de intervenciones milagrosas que privan al quehacer humano de su propia sustancia»[4].

      Según esta concepción, variante de una visión jansenista en la que el tiempo aparece sobre todo como envejecimiento, muerte y pecado, no se ve que la Iglesia pueda mantener un diálogo genuino con el mundo. La Iglesia hablará del mundo únicamente para condenarlo, para prevenir a los cristianos de los peligros que en él se encierran, para mostrar el carácter efímero y radicalmente pecaminoso de cuanto acontece en él.

      Tales tendencias se habían intensificado notablemente en estos últimos tiempos, es decir, a partir de la Revolución francesa, de la gran explosión moderna del progreso técnico y de la transformación política y social del mundo.

      No han faltado entre los cristianos de nuestra épocas quienes pretendiesen presentar los avances científicos e industriales, la liberación y expansión política y social de los pueblos democráticos y el movimiento filosófico y cultural moderno, como un proceso histórico hostil a Cristo y a la Iglesia, fundado sobre bases pecaminosas y radicalmente condenado al fracaso.

      Según el historiador Latreille, en los últimos tiempos muchos cristianos han dado pruebas de una actitud contraria al progreso y se han mostrado incapaces de entender los sueños, más o menos inciertos, de sus contemporáneos.

      Â«Hay que lamentar que no hayan sido lo suficientemente audaces desde el punto de vista intelectual para analizar las componentes de los nuevos temas de la esperanza humana y para extraer de entre los mismos aquellos que, aunque no parezcan a primera vista de origen evangélico, puedan al menos ser bautizados. Les ha faltado simpatía hacia el hombre y confianza en su obra»[5].

      En la Gaudium et spes, la Iglesia no ha hablado en tono condenatorio. Ha rechazado semejante forma de pesimismo radical y ha declarado su interés profundo por el esfuerzo del hombre y por su obra constructiva dentro del mundo y de la historia.

      No es de extrañar, pues, que algunos se hayan sentido escandalizados al ver que la Iglesia, dejando de lado sus condenaciones, muestre ahora una actitud tan abierta, tan confiada, tan condescendiente, hacia el mundo de nuestro tiempo.

      En el fondo, dicen éstos, ¿no es verdad que el mundo y la Iglesia son fuerzas antitéticas? ¿No es cierto que el mundo ha sido siempre considerado por la Iglesia como un reino opuesto al reino de salvación y de gracia?; ¿que los cristianos tenemos que aborrecer al mundo y que debemos huir de él?[6]

      Hay, o puede haber, en esta clase de consideraciones un equívoco debido a la ambigüedad del lenguaje.

      La palabra «mundo», como la palabra «historia», es una voz equívoca que se presta a varias interpretaciones y que, de hecho, ha sido utilizada con diversa significación en la literatura eclesiástica y cristiana.

      Por eso la misma constitución pastoral, desde sus primeras líneas, precisa el significado de este vocablo dando una definición de «mundo» que conviene retener cuidadosamente.

      Es cosa bien sabida que, en la terminología escriturística, «mundo» ha significado la obra de la creación, el universo, el cosmos, con todas las criaturas que lo forman. También ha servido esta palabra para designar la humanidad, la especie humana, el conjunto de los hombres peregrinantes a lo largo de la historia.

      En estos sentidos no representa ninguna realidad opuesta o contraria al reino de salvación, sino la materia misma de la obra redentora: la creación, el hombre, el género humano.

      Pero «mundo» ha significado también, y de modo muy especial en la teología paulina y joánica, el mundo del pecado, es decir, el dominio del príncipe de las tinieblas; la humanidad pecadora en cuanto tal. Este es el sentido que el evangelio de San Juan le atribuye cuando dice «que el mundo no conoció al Verbo», «que el mundo aborrece al Hijo de Dios» y a sus discípulos, una realidad con la que Cristo «no quiere ni puede tener parte alguna»[7].

      Esta interpretación del mundo como reino de las tinieblas e imperio de Satanás ocupa un lugar muy importante en el lenguaje cristiano, y por eso resulta algo difícil desembarazarse de ella cuando se trata de hablar de la familia humana, viviente en el seno de la historia, en el sentido en que lo hace la constitución pastoral.

      El propio papa Pablo VI, en la encíclica Ecclesiam suam, se refiere a la Iglesia como una realidad profundamente diferenciada del mundo. «El Evangelio —dice Pablo VI— subraya esta distinción cuando nos habla del «mundo», entendido como la humanidad opuesta a la luz de la fe y al don de la gracia, la humanidad que se ensoberbece en su ingenuo optimismo y que pretende valerse únicamente de sus propias fuerzas para alcanzar su plena realización, o bien la humanidad que se sumerge en un pesimismo sin salida»[8].

      Pero no es éste el sentido que el concilio ha querido dar a la palabra «mundo». La postura de la Gaudium et spes dista mucho de ser la actitud meramente defensiva y recelosa que, con mayor o menor razón, se había atribuido a la Iglesia del siglo pasado en relación con el progreso histórico de la humanidad.

      En la Gaiudium et spes, la Iglesia no ha hablado en ese tono. Ha rechazado semejante forma de pesimismo radical y ha declarado su interés profundo por el esfuerzo del hombre y por su obra constructiva dentro del mundo y de la historia.

      La Gaudium et spes atribuye a la palabra «mundo» un sentido parecido al que hoy se le da en el lenguaje profano: el escenario humano, el cosmos humanizado, que es como una naturaleza transformada por la acción civilizadora, libre e inteligente del género humano.

      El concilio, al referirse al mundo, no piensa, pues, en algo que está fuera de la Iglesia, frente a ella, sino en una realidad eminentemente histórica, a la que la Iglesia misma contribuye y dentro de la cual se encuentra, porque la Iglesia vive en el mundo y en la historia.

      Como venimos diciendo, esta idea es muy importante para deshacerse desde el principio del viejo tópico cristiano que sitúa a la Iglesia fuera del mundo, sea porque la mire como una familia de predestinados, de seres singulares, separados del resto de la humanidad, o como una realidad exterior al tiempo y a la historia.

      Si nos atenemos a las propias palabras de la constitución pastoral, el mundo es aquí la familia humana en su totalidad, con el universo en el seno del cual vive; el teatro en que se juega la historia del género humano; el mundo marcado por el esfuerzo del hombre, sus derrotas y sus victorias.

      En nuestro tiempo ha surgido, en efecto, una idea dinámica del hombre con relación al mundo. A la consideración del hombre como un «ser del mundo», un «ser en el mundo», le ha sucedido la de un ser creador de su propio mundo. Aquí el mundo es, ante todo, el «mundo del hombre», el mundo construido por el hombre mismo.

      Así como el pensamiento griego y el pensamiento medioeval habían concebido al hombre como un ser actuante en el interior de un mundo fijado o predestinado, en la actualidad se le va viendo cada vez más como el constructor o el artífice de ese mundo.

      El mundo no es sólo situación, es también misión: tarea, quehacer, obra del hombre. Podemos, pues, decir que el hombre no sólo está y vive en la historia, sino que hace o contribuye a hacer la historia. Aparece así el hombre de acción, entregado a una ingente tarea cósmico-histórica.

      La Iglesia acepta sabiamente esta visión moderna, dando a la acción humana todo el valor que tiene dentro de sus propios límites y de los planes providenciales de Dios. Dios respeta la libertad humana; el mundo y la historia aparecen así decisivamente «marcados por el esfuerzo del hombre, sus victorias y sus derrotas».

      Al definir el mundo de esta manera, como «el teatro en que se juega la historia del género humano en su totalidad», la Iglesia muestra una mayor sensibilidad y da pruebas de una actitud más favorable y más abierta hacia el esfuerzo común del género humano.

      Ella viene así a sumar sus fuerzas espirituales a la tarea común de muchos hombres, de diferentes creencias o ideologías, que confían en la utilidad del sacrificio y del trabajo humanos.

      Como ya decía Pío XII, la Iglesia reacciona hoy fuertemente contra el pesimismo de «los que no quieren ver en el mundo más que un océano de crueldades y de dolores, consecuencia directa o indirecta de las realizaciones del progreso». «La acción del hombre sobre la tierra no está condenada a la desarmonía»[9].

      Ante un mundo que se esfuerza en luchar frente a enormes dificultades para abrirse un camino hacia la civilización, la paz y el progreso humano, la Iglesia no puede menos de mostrar su simpatía por ese esfuerzo común.

      En su discurso del 25 de agosto de 1965 decía el papa Pablo VI: «Nuestro observatorio extiende su mirada a la escena presente, a la realidad histórica presente, a las vicisitudes actuales en las que la Iglesia y el mundo se encuentran y se confrontan mutuamente. Hoy en día, más que en ningún otro tiempo, esta mirada se abre sobre los 'signos de los tiempos', y en la intensidad de la misma ¡hay siempre tanto optimismo, tanta simpatía, tanto amor, tanto interés!».

      Optimismo, interés, simpatía, amor. Tal es la actitud de la Iglesia respecto del mundo de hoy, de la familia humana, que hoy como siempre sigue luchando en el gran teatro del mundo.

 

Solidaridad y diálogo con la familia humana

 

      La construcción de un mundo más humano exige como primer paso una reintegración del «hombre considerado en su unidad y en su totalidad»..., «el hombre, cuerpo y alma, corazón y conciencia, pensamiento y voluntad»[10].

      Esta tarea salvadora del hombre y de lo humano es el «eje» de la constitución pastoral, y así lo declara explícitamente el texto conciliar[11].

      En el fondo, la Iglesia trata de contribuir con todas sus fuerzas espirituales a la creación de una humanidad nueva: «una humanidad menos egoísta, más interesada en el bien de todos, más consciente de su solidaridad histórica y de su responsabilidad colectiva»[12].

      Determinadas corrientes del pensamiento contemporáneo se han propuesto ignorar o negar al hombre, y con ello le han cerrado todos los caminos de salvación. Así, por ejemplo, la desconfianza radical en la razón humana, como medio de conocimiento de la realidad trascendente; el olvido de los fines y destinos individuales y la reducción de los fines humanos a lo colectivo, al bienestar de la raza o de la especie; la negación de la libertad personal y de la responsabilidad moral, como fundamentos de la vida social. Todas estas aptitudes negativas destruyen al hombre y su mundo y llevan a la desesperación.

      Ahora bien, «negar al hombre es casi más grave que negar a Dios, porque, negando al hombre, se le cierran todos los caminos para poder ir hacia Dios»[13].

      Y así el obstáculo humano mayor para la acción espiritual es la ausencia del sentido del hombre. Si se quiere devolver a los hombres el sentido de Dios, hay que empezar por buscar entre los hombres el sentido del hombre, y entonces el hombre podrá encontrar el sentido de Dios[14].

      La Iglesia no se aparta, pues, de sus fines religiosos cuando defiende al hombre y sus valores. Es preciso salvar al hombre en su propio terreno humano, para que la obra redentora pueda realizarse en el hombre. Y esta salvación del hombre en su propio terreno —en la que están interesadas gentes de las más diversas creencias e ideologías— es precisamente un gran tema de la constitución pastoral Gaudium et spes: salvar al hombre para que el hombre pueda caminar hacia Dios libremente, inteligentemente, humanamente.

      A los cristianos de los últimos tiempos les había faltado quizás fe en el hombre, confianza y simpatía hacia el hombre. Las pruebas sufridas, el temor de nuevos males, la necesidad de defenderse contra un ambiente hostil, condujeron a los cristianos a una postura de desconfianza respecto de la acción del hombre para la liberación de sus propios males. Y esta actitud de desconfianza sólo sirvió para acrecentar el pesimismo y la desesperación del género humano.

      El mal resulta todavía más grave por el hecho de que el ateísmo contemporáneo aparece como un inmenso esfuerzo del hombre para liberar al hombre; como una extraordinaria tentativa de recuperación íntegra del hombre por el hombre[15].

      La confianza en el hombre, ¿se habrá refugiado, pues, en el ateísmo? La fe en Dios, ¿será acaso un obstáculo para que se mantenga la fe en el hombre? La creencia cristiana, ¿se verá desplazada en este terreno por el escepticismo ateo?

      Nadie en el campo cristiano pensaba de esta manera, pero era absolutamente necesario que pensadores cristianos, firmes en su creencia en un Dios, Padre de todos los hombres, se dedicaran a fortalecer la esperanza humana, la confianza de los hombres en el valor de su propia obra, a fin de que la humanidad no se dejase arrastrar al pesimismo.

      Era forzoso asimismo que se plantease ante el mundo el problema último del papel del hombre y del destino de las cosas humanas. En el fondo, esta preocupación late en el pensamiento contemporáneo, aunque no siempre se manifiesta de un modo explícito.

      Â«El género humano se interroga con angustia sobre la evolución presente del mundo, sobre el lugar y el papel del hombre en el universo, sobre el significado de sus esfuerzos individuales y colectivos, en fín, sobre el destino último de las cosas y de la propia humanidad»[16].

      Pero está claro que las respuestas a estas cuestiones distan mucho de ser unánimes. Las diversas «antropologías» que hoy están vigentes en el mundo, presentan visiones muy diferentes, y aun enteramente opuestas, sobre el destino del hombre y de la especie.

      Para contribuir de algún modo a los esfuerzos generosos de hombres de tan distintas ideologías, es preciso que la Iglesia entable una colaboración estrecha con ellos.

      Según sus propias palabras, la constitución pastoral es una prueba expresiva de «solidaridad de respeto y de amor hacia el conjunto de la familia humana»[17].

      Â«La comunidad de los cristianos se reconoce realmente solidaria del género humano y de su historia»[18].

      Semejante solidaridad puede manifestarse de muchas maneras, y una de ellas, la más importante quizá, es el diálogo. Diálogo, más necesario que en ningún tiempo, «acerca de los diferentes problemas de la familia humana, aclarándolos a la luz del Evangelio y poniendo a la disposición del género humano el poder salvífico de la Iglesia»[19].

      La verdad fundamental que la Iglesia aporta al nuevo humanismo es la de que en el hombre se halla depositado un germen divino[20]. Y de que, por lo tanto, puede esperarse que la acción del hombre sea aún más eficaz y pueda ir más lejos todavía de lo que el hombre mismo, en su visión terrena de las cosas, pueda proponerse. La Iglesia añade un elemento más, de importancia trascendental, a la esperanza del mundo de hoy.

      De este modo, la relación de la Iglesia con el mundo no será en ningún caso «ni separación, ni indiferencia, ni temor, ni desprecio»[21]. Porque la Iglesia no es indiferente a los éxitos o fracasos del hombre ni desprecia los esfuerzos que éste realiza para mejorar su propia condición o situación.

 

El hombre, demiurgo

 

      Para salvar al hombre de hoy, es decir, para restablecer su fe y su confianza en los verdaderos valores humanos, es preciso empezar por interrogarle.

      No es posible darle unas respuestas válidas sin conocer previamente las cuestiones que él mismo se plantea frente a su situación real, a la condición humana tal como hoy se manifiesta.

      Por otra parte, muchas de las interrogantes del hombre actual no aparecen en forma completamente clara o explícita. Bastantes de ellas se traducen en estados latentes de malestar o de angustia colectiva, de los que ni siquiera tienen conciencia las sociedades mismas que las padecen. Por esta razón resulta necesario analizar, interpretar y descifrar dichos estados dentro del gran contexto de hechos e ideas contemporáneos.

      Antes de intentar cualquier género de diagnóstico, se precisa pulsar, palpar y sondear concienzudamente la condición humana en su forma contemporánea.

      Por eso la constitución pastoral «escruta los signos de los tiempos»[22] y trata de interpretarlos a la luz del Evangelio con objeto de dar una respuesta a los problemas, a las esperanzas y a las inquietudes dramáticas del hombre de hoy.

      Es cierto que muchos de los temas que actualmente se agitan son temas eternos, los mismos que los hombres de todos los tiempos se han planteado acerca del sentido de la vida y del destino de la existencia humana. Es cierto también que, bajo este aspecto, pudiera repetirse una vez más la afirmación bíblica de que nunca ocurre nada nuevo bajo el sol.

      Pero es evidente también que esas mismas cuestiones eternas se presentan actualmente bajo formas nuevas, particulares, típicas y distintas de las de cualquier otra época de la historia. Y las respuestas de ayer no pueden servir para las interrogantes de hoy, de la misma manera que las respuestas de hoy no servirían tampoco para las interrogantes de mañana.

      Algunos pretenden negar esta novedad, y recuerdan que el hombre es siempre igual a sí mismo y que las grandes cosas que se pueden decir acerca de él están ya dichas, y dichas definitivamente.

      Desde el punto de vista de la Iglesia esto es verdad, pero sólo hasta cierto punto. Porque no puede negarse que existen caracteres propios y específicos de nuestro tiempo que, si no modifican sustancialmente la situación humana, la alteran de modo profundo y dan lugar a nuevos problemas y nuevos conflictos entre el hombre y la situación.

      Hoy, por ejemplo, puede decirse que, como consecuencia del progreso técnico acelerado, la velocidad de la historia, su palpitación, su ritmo, se han acrecentado enormemente.

      Â«El género humano vive hoy una nueva edad de su historia, caracterizada por cambios profundos y rápidos que se extienden poco a poco al conjunto del globo»[23].

      No se trata simplemente de un proceso cualitativo que afecte sólo a la dimensión o a la medida de las cosas. En realidad, el factor velocidad influye de tal manera sobre la historia, que la crisis de hoy pudiera ser caracterizada como la crisis de la velocidad.

      Mientras los individuos apenas han podido acelerar su propio ritmo fisiológico y psicológico —y ello mediante un gran esfuerzo cultural y de adaptación—, las máquinas, que son el vehículo material del pensamiento y de la acción del hombre, parecen haber alcanzado ritmos casi inaccesibles para la resistencia humana. Así los acontecimientos se precipitan endiabladamente y escapan al control de los dirigentes.

      Â«El movimiento mismo de la historia se hace tan rápido, que no puede ser seguido por el hombre individual [...]. De ahí nace una problemática nueva e inmensa que obliga a nuevos análisis y a nuevas síntesis»[24].

      Puede, pues, hablarse de una verdadera metamorfosis[25] cuyos efectos alcanzan zonas profundas del vivir humano.

      Aunque el hombre aumenta y extiende su poder, no logra siempre dominarlo[26]. La experiencia trágica del aprendiz de brujo está hoy en las mentes de todos nosotros.

      Y este proceso se produce, hasta cierto punto, de manera irreversible, sin que el hombre mismo pueda hacerlo cambiar de signo.

      Nada ni nadie puede lograr, por ejemplo, que la humanidad actual renuncie espontáneamente a los medios modernos de transporte, que vuelva a usar la rueca y el candil, que prescinda de la energía atómica o de los cerebros electrónicos. Todos estos movimientos de retroceso, a contracorriente de la historia, son tan irrealizables como lo sería la pretensión de cambiar el sentido de la ley de la gravedad. Los gestos de un Gandhi son gestos simbólicos de un gran valor y que el mundo debe tener en cuenta por las enseñanzas que encierran. Pero no cabe extenderlos a la común medida del género humano. A éste no le queda más remedio que seguir avanzando por el mismo camino, tratando de manejar el volante con acierto, pero renunciando a frenar lo que en ese mismo proceso hay de físicamente irrefrenable.

      Hablando de la autonomía, decía, por ejemplo Pío XII[27] que esta nueva dimensión de la técnica «inaugura un período enteramente nuevo en la historia». «Con la automación comienza a existir un mundo nuevo completamente hecho por el hombre [...]. Hoy, por primera vez, el hombre, iluminado por las ciencias exactas, ocupa el lugar del demiurgo, el del dueño autónomo del mundo» [...]. «La automación confiere al hombre el poder de convertirse en el demiurgo de un mundo hecho enteramente por él».

      Lo más grave es que, en realidad, resulta necesario también que el propio hombre se transforme para poder adaptarse a las exigencias de las nuevas técnicas.

      El hombre moderno se ve empujado y arrastrado por sus propios afanes demiúrgicos. No sólo intenta una especie de re-creación del mundo, la creación de un nuevo mundo hecho a imagen y semejanza de la técnica, sino también la fabricación de un nuevo tipo de hombre que pueda hacer frente con éxito a las futuras estructuras de la vida individual y social.

      Es éste uno de los puntos más arriesgados en el dominio de la técnica.

      Algunos biólogos han llegado a considerar la posibilidad de actuar sobre las fuentes mismas de la vida, sobre el huevo humano, de intervenir en el funcionamiento del cerebro e incluso de aplicar determinadas técnicas biológicas para modificar el proceso generativo. Se ha logrado, por ejemplo, modificar completamente las características de determinadas especies animales por inyección de compuestos de la célula viva.

      Â¿Por qué lo que resulta posible con animales —se preguntan algunos biólogos— no será también realizable con la propia especie humana? Sin duda este tipo de acción tiene unos límites morales que en ningún caso deben ser traspasados. Pero ¿quién puede garantizar que hombres desprovistos de conciencia moral, o insensibles a esta clase de argumentos, no emprendan hoy o mañana experimentos con individuos de la especie humana, destinados a modificar ésta en uno u otro sentido?

      Este poder del hombre sobre el hombre turba profundamente todas nuestras ideas antropológicas.

      Â«Pone entre las manos de hombres sin conciencia armas terribles. Y puede temerse que en el momento en que el hombre intervenga de esta manera en el destino de la especie, lleguen a producirse desviaciones abominables»[28].

      Resulta, pues, una situación de desorientación a la que alude la Gaudium et spes. El hombre, al querer penetrar más y más en los resortes de su propio ser, aparece a menudo más incierto e inseguro acerca de sí mismo[29].

      Esta misma desorientación se manifiesta en orden a la organización de la vida social. La psicología social y la moderna sociología, dotadas de armas científicas muy poderosas para el estudio de los fenómenos colectivos, han descubierto la existencia de leyes sociales más o menos exactas y rigurosas. A partir de estas leyes, las colectividades humanas pueden ser tratadas, hasta cierto punto, como sistemas físicos o mecánicos. Se han inventado, por ejemplo, métodos de acción psicológica que permiten manejar masas humanas como si fuesen simples masas moleculares. Hay una dinámica psicológica como hay una dinámica de los fluidos.

      Algunos ensayos de este género fueron ya realizados en la Alemania de Hitler y siguen realizándose hoy en la China actual, donde los métodos de acción psicológica son aplicados con gran efectividad para obtener sistemas prácticamente irresistibles de propaganda y de coacción política.

      El hombre —dice la Gaudium et spes— descubre poco a poco y cada vez con mayor claridad las leyes de la vida social, pero titubea sobre las orientaciones que debe imprimir a esta[30].

      Más aún: los modernos métodos de prospección son también citados por la constitución pastoral como medios de orientación o de desviación del destino de las colectividades y de la especie humana. La inteligencia humana va extendiendo su imperio: por lo que hace al pasado, por el conocimiento histórico; por lo que hace al porvenir, por la prospectiva y la planificación. Los progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales no sólo permiten al hombre conocerse mejor a sí mismo, sino que le proporcionan medios de ejercer una influencia directa sobre la vida de la sociedad por el empleo de técnicas apropiadas. Al mismo tiempo, el género humano se preocupa, y cada vez en mayor grado, de prever su propio desarrollo demográfico y de controlarlo[31].

      Y, en efecto, cabe hoy poner en práctica formas diversas de política demográfica destinadas a acrecentar o a frenar el crecimiento vegetativo, o a fijar o a alterar caracteres raciales de los pueblos. Confesada u oculta la política demográfica, lo mismo que la acción psicológica, plantea graves problemas humanos.

      Puesto que existe la posibilidad de ejercer un poder técnico sobre la sociedad, sobre la opinión colectiva o la composición racial, cultura y lingüística, ¿cómo controlar o limitar ese poder? ¿Cómo evitar que vaya a pasar a manos de vesánicos sin escrúpulos morales? ¿Qué clase de utilización legítima de ese mismo poder puede hacerse, y con qué fines? Se comprende que ante estas cuestiones surja la desorientación, la incertidumbre y el temor de grandes catástrofes.

 

Una mutación profunda

 

      La civilización técnica quiere transformar el mundo, re-crearlo de acuerdo con sus propios principios. Cuenta para ello con instrumentos técnicos y científicos muy poderosos y, pese a las resistencias históricas que se le oponen, avanza a pasos agigantados por este camino a impulsos de una energía que parece irrefrenable.

      De hecho, ese movimiento de transformación profunda ha comenzado ya. Estamos asistiendo al principio de una gran mutación que alcanzará a todas las esferas de la actividad humana, desde el campo del pensamiento y de la cultura hasta el orden estructural, político, económico, social y demográfico. Esta transformación implica también un cambio más o menos profundo de la condición humana, y cabe la posibilidad de que en un futuro próximo llegue a afectar incluso a la especie, mediante tratamientos biológicos capaces de alterarla en sus mismas raíces biológicas.

      La constitución pastoral dedica sus artículos 5 a 8 al examen de esa gran revolución, sus causas o principios motores y sus efectos más importantes en los diversos dominios del vivir humano.

      Conviene hacer notar que la crisis a que nos referimos, que es la crisis de nuestro tiempo, no tiene sólo un origen ideológico, sino también una causa de orden material y técnica, lo que, sin embargo, no la hace menos importante.

      La crisis ideológica de nuestro tiempo es, en gran parte, una consecuencia de la revolución técnica a la que asistimos.

      Se ha dicho con toda razón[32] que no hay civilización sin infraestructuras materiales. Ahora bien, al alterarse éstas de un modo brusco por causa de los descubrimientos científicos, cambian las técnicas subyacentes a la civilización, y, como consecuencia de ello, la civilización misma entra en crisis y se produce incluso una conmoción en sus ideas claves.

      De modo análogo a las irrupciones de capas geológicas profundas sobre la superficie de la tierra, verdaderas revoluciones telúricas, los descubrimientos técnicos, al alterar desde abajo las bases materiales de la existencia humana, pueden llegar a conmover las capas más altas, la organización social, el pensamiento filosófico y las mismas creencias religiosas.

      Y esto es lo que está ocurriendo ahora; ese es el hecho característico de la crisis actual de nuestra civilización.

      Â«Contra lo que puede creerse, los descubrimientos científicos del siglo pasado han modificado revolucionariamente nuestra visión del mundo, y este hecho no ha podido menos de repercutir sobre nuestra mentalidad. Se ha ido desarrollando en derredor nuestro un humanismo científico: desde el átomo hasta el espacio cósmico, el hombre tiene ahora conciencia de una solidaridad íntima que le liga al universo»[33].

      La ciencia crea una mentalidad. La conmoción actual de los espíritus y la transformación de las condiciones de vida se hallan ligadas a una mutación de conjunto que tiende al predominio, en la formación del espíritu, de las ciencias matemáticas, naturales o humanas; y en la acción de la técnica, hija de la ciencia. Esta mentalidad científica ha modelado de una manera distinta que la del pasado el estado cultural y las formas de pensar[34].

      La ciencia, como la técnica que es resultante suya, se traduce en fórmulas de tipo cada vez más matemático. «Hace ya mucho tiempo que la física ha adoptado una forma matemática. La química, aunque más recientemente, ha seguido ya este mismo camino. En las ciencias naturales, la genética, por ejemplo, se funda en el cálculo de probabilidades; y la bioquímica, ella misma fuertemente matematizada, ocupa un lugar cada vez más importante»[35].

      La técnica es radicalmente empírica y, dentro de su propio ámbito, positivista. Estos caracteres se transportan, a través de la mentalidad técnica, a toda la obra de la civilización.

      Como consecuencia de esta nueva mentalidad y de la obra transformadora que la humanidad va realizando a impulsos de ella, aparecen hechos y fenómenos nuevos que la Gaudium et spes analiza en dos estratos: cambios en el orden social y cambios en el aspecto psicológico, moral y religioso.

      Las unidades elementales de la vida social, y en especial la familia y las pequeñas comunidades rurales, se han visto fuertemente afectadas por la crisis actual de la civilización.

      Como ha dicho el cardenal Feltin[36], haría falta un minucioso estudio sociológico para comprobar la influencia del progreso técnico sobre la vida familiar. Entre otras causas inmediatas de la alteración de ésta, el cardenal de París subraya la enorme rapidez del desarrollo técnico, que ha contribuido en gran medida a acentuar los conflictos entre generaciones sucesivas en cada una de sus etapas.

      En los países de civilizaciones primitivas que han vivido hasta ahora en régimen colonial, la crisis de la familia se complica con la crisis del clan y de la tribu, unidades naturales que sufren alteraciones análogas, pero todavía más complicadas que las que en nuestras latitudes experimenta la vida familiar. Muchas de esas estructuras sociales se hallan en trance de desaparición, sin que hayan sido reemplazadas previamente por otras capaces de jugar un papel análogo.

      En cuanto a las comunidades rurales, dentro de nuestra civilización occidental, es de todos conocida, por lo menos en sus líneas generales, la crisis del mundo agrícola por la rápida transformación de los medios de trabajo; la concurrencia de las ciudades con su atractivo irresistible; las diferencias de standard de vida entre el campo y las zonas urbanas: «Si es verdad que existe el problema del trabajo rural, existe también, y es más importante y urgente aún que aquél, el problema del hombre rural, que en nuestros días está atravesando nuevas y difíciles pruebas [...]. Si el hombre rural abandona el campo, es muchas veces porque no encuentra en él las condiciones de una vida digna y confortable»[37].

      Â«La civilización urbana y el atractivo que ella ejerce se intensifican por causa de la multiplicación de las ciudades y de sus habitantes y por la expansión del modo de vida urbana a la vida rural».

      Y, en efecto, según estimaciones científicas, hacia el año 2000 la cuarta parte de la población mundial habitará en ciudades de más de 100.000 personas, y hacia el año 2050 será ya más de la mitad la parte que pudiéramos llamar «urbana» del género humano. En poco más de un siglo, la población de París y Londres se ha multiplicado por cuatro; la de Viena, por cinco; la de Berlín por nueve; la de Madrid, por quince; la de Chicago, por seiscientos.

      Las nuevas estructuras de las ciudades, la distribución, extensión y forma de las viviendas que ahora se construyen están influyendo notablemente, y de una manera profunda, en los caracteres sociológicos y psicológicos de las nuevas generaciones. Las actividades individuales, el comportamiento familiar y las actividades sociales del habitante de la ciudad cambian mucho con respecto a las del pasado.

      Una gran parte de la población urbana proviene de trasplantes recientemente efectuados: carece de tradiciones, de historia propia, de recuerdos, costumbres y modelos culturales. El fenómeno de desarraigamiento del habitante de la ciudad, dando lugar a un tipo amorfo de hombres pretendidamente universales, es uno de los más importantes de nuestro tiempo.

      El crecimiento demográfico acelerado complica enormemente los problemas de organización de la vida social. Y, como consecuencia de todo ello, se agrava la angustia y la incertidumbre del hombre contemporáneo.

      En el fenómeno urbanístico, y como un proceso adyacente al mismo, asistimos hoy a los primeros pasos de una civilización industrial, unida, a su vez, a un gigantesco desarrollo económico que no parece tener límites. «Una sociedad industrial se extiende más y más, conduciendo a algunos países a una economía de opulencia y transformando radicalmente las concepciones seculares de la vida en sociedad»[38].

      Ahora bien, la llamada sociedad opulenta está animada primordialmente por móviles económicos de progresos, elevación del nivel de vida, «confort», comodidad y seguridad, que no siempre responden a los principios de un sano humanismo.

      Todos esos fenómenos (crecimiento demográfico, migración, civilización urbana, civilización industrial, crisis de la familia y de la tribu, degeneración del mundo rural, expansión económica más o menos desproporcionada a cada situación social y humana) se realizan de un modo vertiginoso y muchas veces anárquico, sin que los individuos, las comunidades y las colectividades humanas puedan asimilar ese proceso tan confuso y complejo.

      Además, todos ellos tienen un carácter multitudinario. Los individuos se ven conducidos por corrientes cuya potencia de arrastre es infinitamente superior a las fuerzas individuales.

      El hombre de hoy se halla, sin quererlo, integrado en una serie de estructuras y movimientos económicos y sociales que no son siempre fruto de su propia y libre iniciativa, sino que en muchos casos pueden ser manejados por poderes y fuerzas anónimas.

      Por eso el proceso de socialización, al que Pablo VI ha dedicado importantes documentos dirigidos a las Semanas Sociales de Francia y España (1963 y 1964), debe ser compensado por un pleno desarrollo de la persona y relaciones verdaderamente personales[39]. Esta es también una de las raíces de la crisis actual, ya que no siempre esos dos procesos se encuentran debidamente sincronizados.

      Finalmente, ninguno de los conflictos a que hemos aludido se produce aisladamente. Debido al progreso de los medios de comunicación, puede decirse que todos ellos tienen un carácter contagioso, se multiplican, se intensifican, se expanden a zonas muy extensas del género humano.

      Â«Las técnicas de comunicación moderna han acentuado, con una velocidad prodigiosa, las reacciones mutuas entre las diferentes partes de la humanidad»[40].

      Â«Medios de comunicación social nuevos y cada vez más perfeccionados favorecen el conocimiento de los hechos y la difusión extraordinariamente rápida y universal de las ideas y de los sentimientos, suscitando así numerosas reacciones en cadena»[41].

      Estas que la Gaudium et spes llama «reacciones en cadena», hacen que los conflictos de los países de economía socialista repercutan en los de economía capitalista; los de los países subdesarrollados, en los países ricos, y los de las pequeñas naciones, en las grandes naciones. Ninguna parte de la humanidad permanece al margen de esta crisis. En cualquier rincón de la geografía mundial puede nacer una conflagración, un choque social o cultural, una situación de malestar o de catástrofe económica, que inmediatamente podrá repercutir en el resto de las naciones.

 

Las ideas morales y religiosas

 

      Si del plano social pasamos al orden del pensamiento, al campo de las ideas morales y religiosas, nos encontramos con un cambio todavía más profundo y más importante.

      En primer lugar existe el hecho fundamental del «inconformismo». Todos o casi todos los valores recibidos de las generaciones anteriores son puestos actualmente en tela de juicio por las nuevas generaciones. Todo parece en desacuerdo con la mentalidad actual. «Cuadros de vida, leyes, maneras de pensar y de sentir»[42]. Surge así un conflicto entre las formas pasadas de vida, el pasado —que, como decía Mounier, «no hemos terminado todavía de enterrar y está mucho más cerca de nosotros de lo que parece»— y las nuevas formas y modos de existencia.

      Â«Las nuevas generaciones quieren proceder como si el pasado no existiese, como si la historia empezase hoy», decía el cardenal Montini, entonces arzobispo de Milán, en febrero de 1956.

      Este «inconformismo» tiene innumerables consecuencias en orden a la concepción moral y religiosa de nuestro tiempo.

      Notemos que una de las formas más importantes es el inconformismo ateo, el cual aparece como una ruptura radical con la «ignorancia» y la «superstición» de nuestros antecesores.

      Es cierto que en algunos aspectos, y aunque ello parezca mentira, el ateismo moderno ha favorecido el desarrollo de una mentalidad religiosa más genuina, más pura.

      Jean Lacroix había expresado ya hace unos años esta idea: «El ateísmo intelectual ha sido el medio más vigoroso y más eficaz para combatir el antropomorfismo... Uno de los principales oficios del ateísmo en los individuos ha sido precisamente el de desantropomorfizar progresivamente nuestra concepción de Dios, de negar determinadas concepciones para pasar a otras más elevadas».

      Así se expresaba Lacroix en una de las Semanas de los Intelectuales católicos franceses, y esta misma idea ha sido recogida por la Gaudium et spes. Afirma la constitución pastoral[43] que la expansión del espíritu crítico purifica a la vida religiosa de una concepción mágica del mundo y de sus supervivencias supersticiosas, y exige una adhesión cada vez más personal y activa a la fe. Son muchos —dice— los que llegan de esta manera a adquirir un sentido más vivo de Dios.

      Pero el ateísmo, en su conjunto, es un hecho muy grave, y además un hecho muy extendido, que alcanza a zonas muy amplias. En esto se distingue del ateísmo de otros tiempos, que era la manifestación de posturas aisladas y excepcionales. «Multitudes cada vez más densas se alejan en la práctica de la religión. Semejante comportamiento es considerado como una concurrencia del progreso científico, una especie de nuevo humanismo»[44].

      Estamos, pues, ante un hecho nuevo, una civilización que pretende constituirse al margen de Dios.

      Sin llegar a una plena conciencia de ateísmo, una gran parte de la humanidad se deja llevar por determinados mitos de sustitución.

      Así nuevos ídolos reemplazan en la mente y en el corazón de muchos hombres la idea de Dios.

      La técnica, con su enorme poder de atracción, no es ajena a esta desviación del sentimiento religioso.

      Â«Existe una verdadera religión tecnocrática con diversos componentes: culto de la producción, teología de la máquina, devoción al plan de organización social y económica», ha dicho el escritor Daniel-Rops.

      Por otra parte, el marxismo y ciertas formas radicales de existencialismo aparecen como enemigos mucho más coherentes de la idea religiosa.

      Sartre ha definido precisamente el existencialismo como la «única forma coherente del ateísmo».

      De esta manera, la fe, que los cristianos consideramos como una liberación, es considerada como la peor de las servidumbres.

      Se declara incompatible el nuevo humanismo con la creencia religiosa porque, según estos pensadores, Dios no deja lugar al hombre: «Si Dios existe, yo no puedo existir».

      El marxismo se presenta también como una especie de escatología rival y, a menudo, se apodera de los símbolos cristianos para predicar una fe inmanente.

      Lo más notable del caso es que todas estas formas de ateísmo, las más tenaces, las más sistemáticas, giran en torno a la idea de Dios como los mosquitos alrededor de la llama que ha de consumirlos.

      Los ateos nunca han hablado tanto de Dios como ahora.

      En el pensamiento moderno existe una verdadera obsesión de Dios. Étienne Borne ha afirmado que el ateísmo moderno, en sus formas más violentas, da testimonio de esa misma obsesión.

      Y la actual ausencia de Dios puede decirse que lo llena todo, porque, en realidad, todo está lleno hoy de la ausencia de Dios.

 

Paradojas y desequilibrios

 

      Esta crisis honda (mutación rápida de la historia, cambios en la mentalidad, carácter contradictorio y ambivalente del progreso técnico, ausencia de Dios) da lugar a numerosas contradicciones, paradojas y desequilibrios que la Gaudium et spes describe, especialmente en sus artículos 4 y 8.

      La primera de ellas es el contraste entre la riqueza, la potencia económica, la abundancia de bienes que el género humano ha alcanzado y el hambre, la miseria y la ignorancia que hoy afecta a una gran parte de la humanidad.

      Esta miseria es hoy más escandalosa que en ningún otro tiempo, precisamente porque los medios técnicos de que el hombre dispone la hacen menos explicable y menos justificable que nunca.

      Este es el que Juan XXIII llamaba el escandaloso contraste entre el bienestar de unos y la insuficiencia vital de otros[45].

      Pese a los avances de la técnica, no se ha llegado a una distribución correcta de los beneficios de la misma entre los miembros de la familia humana.

      Y es que, en el fondo, el problema no es exclusivamente un problema de técnica distributiva, sino también, y en mayor grado, de justicia distributiva.

      Demasiados egoísmos individuales y colectivos impiden que el principio: los bienes de la tierra han sido creados para todos los hombres —principio que Pío XII recordaba en la encíclica Sertum laetitiae (1939)— sea efectivamente aplicado en el mundo de hoy.

      Pablo VI, en su discurso a la Academia Pontificia de Ciencias el 23 de abril último, hacía constar la tremenda injusticia de una humanidad en la que el quince por ciento de los hombres poseen el ochenta por ciento de los bienes.

      En este mundo, en el que, gracias al progreso técnico, debería estar asegurada la expansión normal de la especie, vuelve a cobrar actualidad la famosa frase de Malthus: «Un hombre que nace en una sociedad que no puede alimentarle está verdaderamente de más en el mundo. En el banquete de la vida no hay cubierto para él».

      Está en el ánimo de todos el fenómeno de los excedentes agrícolas que en algunos países se destruyen para evitar una desvalorización, «mientras una gran parte de la humanidad padece hambre y necesita de esos mismos productos para poder sobrevivir[46].

      Asimismo, el señor Sen, antiguo embajador de la India en Roma y director de la FAO, decía en 1956 que el dilema del hambre y de los excedentes es una de las paradojas más desconcertantes de nuestro tiempo.

      Y para que se viese todavía más claro el carácter contradictorio de este hecho, el señor Sen hacía constar que, si bien es verdad que la producción de materias alimenticias ha aumentado espectacularmente en algunas regiones del mundo, en otras, en las más pobres, en las más necesitadas precisamente, la producción por individuo resulta ser ahora más baja que lo era antes de la guerra.

      Otra de las grandes paradojas de nuestro tiempo es la del bipolo «libertad-esclavitud».

      Los hombres —dice la Gaudium et spes— nunca tuvieron un sentido tan vivo de la libertad como el que hoy tienen, pero al mismo tiempo que ese espíritu de libertad parece extenderse por todas partes, van surgiendo nuevas formas de servidumbre social y psíquica.

      La técnica engendra, por una parte, autonomía e independencia para los individuos; pero, por otra, produce automatismo, conformismo y gregarismo.

      Así, la civilización técnica, que debía haber sido generadora de nuevas y cada vez más amplias y más personales formas de libertad, ha dado nacimiento también a una mayor subordinación del hombre a la máquina, del individuo a la sociedad, de la persona a las técnicas.

      Otro fenómeno contradictorio análogo en cierto modo al anterior, es el de la tensión «unidad-diversidad». Al mismo tiempo que la técnica ha facilitado la unificación del mundo, la comunicación de ideas, los principios de unidad y fraternidad entre los humanos, ha producido también ruptura política, sociales, económicas, raciales e ideológicas, e incomparablemente mayores que en ninguna otra época[47].

      En la era de la comunicación, de la planetización, de la unificación del mundo, surge el peligro de una guerra capaz de aniquilarlo todo.

      Estamos ante un peligro real y efectivo de destrucción práctica de la humanidad. No se trata de una ficción científica, de una intervención novelesca, sino de una realidad.

      Â«En un plazo más o menos corto puede producirse la destrucción pura y simple de la especie: el progreso científico proporciona hoy medios suficientes para llegar a una exterminación total» (P. DUCATILLON).

      Tenemos que contar con la posibilidad de que los hombres preparen el fin de la especie humana, decía textualmente una declaración del Consejo de la Iglesia Anglicana en 1946.

      Más aún. Hay que convenir también en que el peligro a que nos referimos no es sólo cosa de un momento crítico. Puede decirse que, a partir de ahora, la humanidad tendrá que vivir constantemente bajo la amenaza de esta gigantesca espada de Damocles.

      Puesto que hay medios técnicos que pueden lograr este efecto de modo casi perfecto, existirá constantemente el riesgo de que esa potencia se transforme en acto en cualquier momento.

      Pero notemos que este peligro —y la misma observación podría hacerse respecto de otros que pesan hoy sobre la humanidad— tiene su origen en los desequilibrios del hombre mismo.

      El papa Pablo VI lo dijo así en su memorable discurso a la ONU: el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia. El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, aptos para llevar a la ruina las más elevadas conquistas de la civilización.

      Es también la frase de Denis de Rougemont al día siguiente de Hiroshima: La bomba no es peligrosa. Es un objeto. Lo que es horriblemente peligroso es el hombre.

      Y, en efecto, la verdadera bomba atómica, el verdadero explosivo aniquilador es, o puede ser, el hombre de hoy.

      Los desequilibrios que se albergan en el interior del ser humano son mucho más graves que los que pueden observarse en el mundo exterior o en la organización social.

      Entre estos desequilibrios de la persona, la constitución pastoral señala el que se produce entre la inteligencia práctica y un pensamiento especulativo que no llega a dominar la suma de sus conocimientos ni a ordenarlos en síntesis satisfactorias. Desequilibrio entre la especialización del saber y un saber auténticamente sapiencial. Desequilibrio entre la preocupación de la eficacia y las exigencias de la conciencia moral.

      Dificultad para percibir la presencia de los valores permanentes a través de todos esos cambios, de esa mutación profunda.

      Desequilibrio entre las condiciones colectivas de la existencia, altamente masificadoras, y las exigencias de un pensamiento personal y de la contemplación.

      En cierto modo puede decirse que la civilización moderna, con su agitación y su ruido permanente, se hace incompatible con la genuina sabiduría.

      El hombre se mueve en un cuarto reino, que ya no es el reino mineral, ni el vegetal, ni el animal, sino el reino artificial, con su flora y su fauna propias, compuesto de máquinas de innumerables géneros, familias y especies.

      En ese mundo artificial, lo natural apenas aparece en derredor nuestro. Y esta ausencia de lo natural dificulta enormemente la contemplación, la elevación del hombre a Dios.

      Como ha dicho Romano Guardini: La naturaleza ya no es natural y el humanismo ya no es humano.

      El cardenal Frings lo decía también en 1962 en una notable conferencia suya sobre El concilio y el pensamiento moderno.

      Â«Hasta ahora, en todas las civilizaciones, el hombre vivía en contacto estrecho y directo con la naturaleza, pero ahora la tecnificación del mundo ha dado como resultado que el hombre no tiene ya contacto directo con la naturaleza, sino que la encuentra sólo por intermedio de realizaciones de la técnica».

      (Ejemplo: el agua, que recibimos por medio de una cañería, y que el hombre no va ya a beber en sus fuentes manantiales).

      Está claro —añade Frings— que este hecho tiene repercusiones sobre el conjunto de la situación espiritual del hombre.

 

Aspiraciones de hoy y fe de la iglesia

 

      Después de exponer todos estos signos de contradicción y de desequilibrio del hombre contemporáneo, la constitución trata de las aspiraciones de éste.

      Aquí se da entrada a una especie de dinámica del género humano. Porque esas aspiraciones son como fuerzas que están en conflicto y en tensión unas con otras.

      Impulsadas por esas aspiraciones opuestas, masas de hombres luchan entre sí.

      Aspiraciones del proletariado; promoción obrera; promoción femenina a la cultura y a las actividades sociales de toda especie. Aspiración de los pueblos subdesarrollados a la elevación económica. Aspiraciones de las gentes a la libertad y a la dignidad.

      Todas estas aspiraciones son como vectores-fuerzas que actúan en todas direcciones y hacen crujir las estructuras sociales.

      La Iglesia hace un diagnóstico de esta enfermedad.

      La causa de estos fenómenos, ya lo hemos dicho, no hay que buscarla fuera del hombre, sino en el hombre mismo. «En verdad, los desequilibrios que agitan al mundo moderno están ligados a un desequilibrio más fundamental que tiene su raíz en el corazón del hombre»[48].

      El hombre de hoy, como el de todos los tiempos, espera y desespera a la vez.

      Se ve obligado incesantemente a elegir y a renunciar.

      Sufre al mismo tiempo la suerte de un ser limitado y la de un ser ilimitado.

      Cree saber a dónde quiere ir, pero no puede ir a donde quiere.

      El hombre sufre división y discordia dentro de sí mismo[49].

      El hombre de hoy se interroga a sí mismo sobre sí mismo.

      Dolor, enfermedad, sufrimiento, muerte, subsisten a pesar de todo ese progreso.

      Â¿Para qué sirven todas esas victorias si el hombre sigue siendo un «ser-para-la-muerte?»

      La constitución pastoral se remonta a partir de estas interrogantes a las eternas cuestiones del hombre y formula unas cuantas afirmaciones que tienen la grandeza de una especie de credo adecuado a nuestras necesidades de hoy.

      La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, ofrece al hombre luz y fuerzas para responder a su vocación.

      Cree que no hay bajo el sol ningún otro nombre que pueda salvar a los humanos.

      Cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se encuentran en este Señor y Maestro.

      Cree que, bajo todos los cambios y mutaciones de la historia humana, hay cosas que permanecen y que tienen su fundamento en Cristo, el mismo hoy, mañana y siempre.

 

 

[Notas]

 

[1] Gaudium et spes 2.

[2] Guadium et spes 3,1.

[3] Gaudium et spes 3,2.

[4] MONS. VAN CAUWELAERT, obispo de Inongo.

[5] En el volumen Les chrétiens ont-ils un espoir temporel?

[6] Rom 12,2.

[7] Io I,10; 7,7; 15,18; 17,16.

[8] Ecclesiam suam III.

[9] Pío XII, 22-XII-1957.

[10] Gaudium et spes 3,1.

[11] Ibid., 3,1.

[12] MONS. SUENENS.

[13] C. SANTAMARÃA, Sem. de los Int. Cat. Franc. (1951).

[14] P. LOEW, Sem. de los Int. Cat. Franc. (1953).

[15] JEAN LACROIX.

[16] Gaudium et spes 3,1.

[17] Ibid.

[18] Ibid., 1.

[19] Ibid., 3,1.

[20] Ibid., 3,2.

[21] Ecclesiam suam III.

[22] Gaudium et spes 4,1.

[23] Ibid., 4,2.

[24] Ibid., 5,3.

[25] Ibid., 5,2.

[26] Ibid., 5,3.

[27] Discurso 7 junio 1957.

[28] R.P. LEROY.

[29] Gaudium et spes 4,3.

[30] Ibid.

[31] Ibid., 5,2

[32] R.P. BERGOUNIOUX.

[33] R.P. BERGOUNIOUX, L'Église et les Civilisations, Ed. Pierre Horay, p. 206.

[34] Gaudium et spes 5,1.

[35] MONS. DE SOLAGES, Civilización contemporánea y enseñanza de las matemáticas.

[36] Carta pastoral, 20-II-1960.

[37] Pío XII, Carta a la XXX Semana Social italiana, 22-IX-1957.

[38] Gaudium et spes 6,2.

[39] Ibid.

[40] R. PERRIN, La Iglesia y la Civilización.

[41] Gaudium et spes.

[42] Gaudium et spes 7,2.

[43] Gaudium et spes 2,3.

[44] Ibid., 7,3.

[45] Radiomensaje, 18-II-1959.

[46] Colombo, ministro de Agricultura italiano en un discurso a «Pax Romana».

[47] Gaudium et spes 4,4.

[48] Gaudium et spes 10.

[49] Gaudium et spes 10.

 

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