Carlos Santamaría y su obra escrita

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«¡Heuskara, jalgi adi Kampora!» (Lengua vasca sal afuera)

 

El País, 1977-02-19

 

      Con estas medio mágicas palabras: «¡Lengua vasca, sal afuera!», el poeta benavarro Bernat Dechepare, en la primera obra impresa en euskara, en 1545, exhortaba a la vieja lengua a que saliese de sus medios rústicos y pastoriles al ancho mundo de la cultura. «Sal a la plaza..., sal al baile..., sal al mundo» —repite Dechepare en el estribillo de su poema—. Que es como si ahora se dijera: «Sal a los medios de comunicación..., sal a la Universidad..., sal a la técnica y a la civilización...».

      Cuatro siglos después, las palabras de Dechepare, coreadas en vigorosas y enardecidas canciones por millares de jóvenes, encuentran hoy en todo Euskalerria un eco inesperado. Un movimiento de recuperación lingüística como no se había visto nunca en la historia del vascuence se está produciendo ahora: movimiento de extensión, de fijación, de actualización, de unificación y de escolarización de la lengua, mucho más profundo y potente que el incipiente que conocimos antes de la guerra.

      Â¿Qué eficacia tendrá todo este movimiento? ¿Hasta dónde podrá llegar el euskara en esta etapa completamente nueva de su existencia?

      Resulta difícil contestar a estas preguntas con objetividad. Pero hay un hecho que está a la vista de todos los que quieran asomarse a él, y es la seriedad y la profundidad de la acción actual. Es evidente que para poner a punto un idioma abandonado durante tantos años se ha de realizar en poco tiempo la acción trasformadora que en el castellano, como en otras lenguas, se ha ido haciendo a lo largo de siglos. Si se nos dice que esto es «artificial», porque no se trata de un proceso semántico «natural» o «puro», convendremos en ello. Pero ¿cuándo las lenguas han vivido exclusivamente bajo la acción de causas puramente semánticas? Detrás del movimiento que comentamos hay una fuerte presión ideológica —reconozcámoslo—, y esto es precisamente, lo que va a contar más en este momento para la vida del euskara.

      La dictadura, en sus primeros años, maltrató terriblemente a las llamadas lenguas regionales. En mi ciudad se prohibió el empleo del euskara en lugares públicos, mercados y tiendas; fueron retirados de las librerías todos los libros que llevasen un título en lengua vasca; se obligó a cambiar los nombres de algunas casas, etcétera, etcétera. Esta campaña produjo un inmediato retroceso de la lengua: muchos padres vasco-parlantes se asustaron y decidieron no hablar a sus hijos en euskara. Hoy los hijos reclaman a los padres: «¿Por qué no nos lo enseñasteis?».

      La persecución del euskara no sólo fue una injusticia y un error político: fue también, y sobre todo, una insigne estupidez. Aquella terrible poda ha resultado, a la larga, muy beneficiosa para la vida de nuestra lengua. Los amantes de la lengua vasca debemos estar muy agradecidos a nuestros perseguidores de entonces, por aquel revulsivo que nos aplicaron.

      Debemos, sin embargo, decir las cosas como son: los mayores enemigos del euskara han estado siempre dentro del propio pueblo vasco. El vascuence ha sido en todo tiempo histórico una lengua proletaria, desestimada y menospreciada por las clases dirigentes y dominantes de la sociedad vasca, salvo honrosas excepciones. Nunca conoció, que nosotros sepamos épocas de florecimiento literario y de prestigio social comparables a las que brillaron para el catalán y el gallego.

      Desde que en tierra vasca, tierra de Berceo, apareció uno de los más hermosos manantiales del romance castellano, todos los hombres ricos e importantes del país, monjes, señores, juristas y cortesanos, prefirieron el castellano a la lengua vernácula, dejando ésta para la gente ruda, ignorantes y... pobre.

      El vascuence nunca tuvo oficialidad. Las misma Juntas generales se celebraron, casi siempre, en romance. A principios del siglo XV se llegó a decretar que no pudieran tomar parte en ellas quienes no supiesen hablar y escribir perfectamente en castellano, cosa que en la misma Castilla muy pocos sabían en aquella época. Protestó el pueblo, pidiendo que el vascuence se implantara en las Juntas, para que en éstas pudieran también participar las «gentes sencillas» y no sólo los «caballeros y letrados». Pero en vano. Como se ve en los comentarios de Larramendi, dos siglos más tarde, la utilización del castellano continuó vinculada a las clases poderosas, como un signo de discriminación social.

      El vascuence era, pues, una lengua infravalorada, rechazada por la ideología dominante. Este ha sido, hasta hace poco tiempo, su mal principal y, casi diría yo, su único mal, del que se derivan todos los demás.

      Las causas o factores propiamente semánticos no son nunca las que en realidad determinan la vida o muerte de las lenguas. La valoración ideológica de una lengua condiciona enormemente sus posibilidades de supervivencia en una sociedad determinada.

      En Vasconia se está produciendo ahora un cambio de signo en la valoración ideológica del euskara. El prestigio social de esta lengua ha crecido de pronto enormemente. Y en esta mutación ideológica veo yo la principal importancia del momento lingüístico actual dentro del país vasco.

      Ahora bien, los conflictos de lenguas son de extraordinaria complejidad y exigen un tratamiento político y cultural muy delicado.

      La mayor parte de los españoles tienen el castellano por única lengua y no conciben siquiera que pueda existir problema acerca de esto. «Puesto que todos los ciudadanos conocen la lengua española —dicen—, el supuesto problema está ya resuelto y todos podemos entendernos perfectamente con tal de que hablemos español». Pero las cosas no son tan simples como esto. El problema de las lenguas no consiste sólo en el «entenderse». Alcanza otras zonas y estratos mucho más profundos del vivir humano.

      Todos —o casi todos— estamos de acuerdo en que el Estado español puede y debe exigir a sus ciudadanos una correcta posesión del idioma oficial. Y esto es precisamente lo que ha ocurrido y lo que está ocurriendo, porque a través del monopolio de la Escuela y de otra serie de medios estatales, el progreso de la lengua oficial se hace a costa de la destrucción o del empobrecimiento radical de las otras lenguas.

      Una política lingüística será necesaria para salir de esta jungla cazadera. Por una parte, la afirmación por el Estado del deber de conocimiento de la lengua oficial y el establecimiento de los medios necesarios para su cumplimiento de un modo humano y civilizado. Por otra, el reconocimiento de la libertad de las etnias o naciones para hacer de sus propias lenguas lo que ellas mismas quieran, por medio de la autonomía cultural, primera que ha de serles reconocida. Más aún: yo diría que, sin perjuicio de reconocer las autonomías, el Estado debería adaptar también su propia administración al hecho de las lenguas y de los pueblos, haciendo que sus propios funcionarios, o gran parte de ellos, conozcan también el idioma del país en que hayan de prestar sus servicios, para que así su comunicación con el pueblo sea más real y no se reduzca a un puro «entenderse». Este deber del funcionario no está en contradicción con el deber del ciudadano: ambos deben complementarse y no oponerse. No sólo el pueblo debe saber la lengua del funcionario. El funcionario instalado debe saber también la lengua del pueblo.

      El problema de las lenguas fue planteado en las Constituyentes republicanas, en los años 31 y 32, al discutirse, primero, la Constitución, y luego, el Estatuto catalán. Asombra ver la pobreza, la improvisación y el partidismo que reinaban en aquellos debates. Muchos diputados castellanos votaron contra su propia conciencia o, por lo menos, contra su propio deseo, porque en todos aquellos debates pesó un pacto político previo, que los partidos tenían que cumplir. Pero el fondo humano del problema, el derecho de toda etnia a su propia identidad, no fue cordialmente aceptado en ningún momento. Lo impedían los prejuicios jacobinos y estatistas de la gran mayoría de los parlamentarios, mayoría en la que ciertamente estaban incluidos hombres tan cultos como Ortega y Unamuno. No sería de desear que nada parecido volviera a ocurrir ahora.

      Tenemos derecho a esperar algo mejor.

 

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