Carlos Santamaría y su obra escrita

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La protesta de Alfonso Sastre

 

El Diario Vasco, 1981-01-18

 

      El mundo en que vive —o se siente vivir— el hombre, es un mundo de iniquidad y de dolores. Todo sufre en la naturaleza. Sufre a su modo la planta, sufre el animal; sufre el hombre racional y consciente. Sufre también el niño y es precisamente este dolor del niño lo que lleva el enigma a su mayor oscuridad.

      Todo este sufrimiento, ¿por qué? y ¿para qué?

      Si hay un Dios, ¿dónde está? ¿Cómo puede permanecer impávido, cómo permite todo esto?

      Y si no hay un Dios, si en el fondo de todas las cosas no hay más que una oscura potencia, salvaje e hirviente, ¿qué mayor desconsuelo, qué mayor absurdo y desesperación?

      Â«No me quejo de tener que sufrir, sino de tener que sufrir para nada» —decía Claude Bernard, el gran fisiólogo.

      Estos son —con numerosas variantes— los términos en que suele ser planteado lo que los antiguos llamaron el problema del mal. «Difficillima quaestio», «magna quaestio», decía San Agustín.

      Esta misma cuestión es lo que está en el fondo de unas declaraciones hechas por el escritor Alfonso Sastre a la revista bilingüe «Herria 2000 Eliza», en su número 25. Recuerda él la época en que escribió su pieza teatral «La sangre de Dios» y la angustia que por aquel entonces sentía ante la presencia del dolor y la injusticia en el mundo, que él veía como contradictoria con la existencia de Dios.

      Para expresar esta idea Sastre hacía decir a uno de sus personajes esta frase: «O Dios no existe, o es un monstruo».

      Â«No me hubiera atrevido a decirlo yo —comenta— pero sí a través de un personaje intermedio», pues «para mí era una blasfemia, porque todavía era creyente»; pero, ahora que ya no lo es se encuentra en condiciones de asumir personalmente la frase de su personaje y de modo todavía más contundente que éste.

      Â«Si hubiera un Dios personal yo le aborrecería», afirma.

      Â¿Cuál es entonces su solución a la terrible «quaestio»? Quizás la apunta al final, en unas breves palabras: «Ahora —dice— ya estoy muy apaciguado porque no creo en un Dios personal; ya sé que todo lo que pasa, todas nuestras desgracias, proceden de que es un proceso imperfecto, inmanente y todo lo demás».

      Respetando escrupulosamente su postura yo me permito preguntarle a Alfonso Sastre si de veras se siente apaciguado con una explicación de este género.

      Yo no sé, ni nadie lo sabe —lo que se llama saberlo— que exista ese proceso. Pero, aunque lo supiera, ello no me resolvería en modo alguno el problema. Para mí, de esta manera seguiríamos estando en el dominio del Absurdo.

      Ahora bien, yo puedo abrazarme —y me abrazo— con el Misterio; pero no puedo abrazarme con el Absurdo.

      Â¿Absurdo? ¿Misterio? ¿No son acaso una misma cosa?

      No. No lo son. Y he de volver sobre ello.

 

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