Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Abortistas y antiabortistas

 

El Diario Vasco, 1983-03-27

 

      Quiero comentar aquí los extremos a que se está llegando en la actual furibunda polémica entre abortistas y antiabortistas. Hace unos días un científico español atacaba en TVE a los enemigos de la despenalización del aborto, calificándolos de «terroristas». Por su parte, los antiabortistas no son menos duros en los epítetos que emplean contra sus adversarios llamándoles incluso «asesinos» o «encubridores de asesinos».

      Este feroz acaloramiento es quizás una manifestación más del clásico maniqueísmo español: la tendencia a dividirse el país en bandos irreductibles, enfrentados a muerte entre sí, en interminables guerras civiles e ideológicas. (No se piense que los vascos estemos exentos de esta paranoia. A la vista de algunos de los hechos que aquí acontecen, yo diría más bien que la propensión maniqueísta está más desarrollada aún en nuestro pueblo que en ningún otro lugar de la geografía ibérica).

      Aunque él mismo era un gran maniqueo, Unamuno fue uno de los principales denunciadores de este vicio. Conocidas son sus lapidarias frases: «Todo español es un maniqueo inconsciente: cree en una Divinidad cuyas dos personas son Dios y el demonio. La afirmación suma, la suma negación; el origen de las ideas buenas o verdaderas y el de las malas o falsas. Aquí lo arreglamos todo con afirmar o negar rotundamente, sin pudor alguno, fundando banderías. Aquí se cree aún en jesuitas y en masones, en la hidra revolucionaria o en el ala negra de la reacción». Y, en efecto, lo que a menudo falta entre nosotros en las discusiones políticas y sociales —como ésta de ahora, sobre el aborto— es el término medio, el matiz, la consideración minuciosa de la realidad.

      Santo Tomás, recogiendo el pensamiento de Aristóteles, propone una sabia doctrina sobre la prudencia y más concretamente sobre la prudencia política, virtud que, según creo, es muy poco conocida en este país de tirios y troyanos. En las acciones prácticas —enseña el aquinense— se debe mirar al fin y no sólo a los principios, porque en ellas «fallar el fin es lo peor que puede ocurrirle a uno». No basta pues con repetir una y mil veces los principios: hay que ver la forma de que éstos se realicen del mejor modo posible y esto es cuestión de prudencia y no de estricta y rigurosa justicia.

      Así, el menosprecio del matiz conduce a veces a la negación de la verdadera justicia. «Summun jus summa injuria».

      Recuerdo ahora una frase que espigué hace mucho tiempo en Donoso Cortés —otro gran representante del maniqueísmo hispánico— y que para mí es altamente significativa: «Leo en la Sagrada Escritura —dice el ilustre extremeño— que Dios hizo el día y la noche, más no leo en ella que hiciera Dios el crepúsculo. Este fenómeno no existe por sí mismo: debe cesar cuando el día triunfe sobre la noche».

      Este rechazo de lo crepuscular me parece especialmente típico de cierto teologismo absolutista. La verdad es que nuestra sociedad, como cualquier otra, es una sociedad crepuscular, en la que los fines morales sólo pueden ser buscados imperfectamente, siempre con riesgo de equivocarse —cuando se quiere hacer el bien— con acciones imprudentes o contraproducentes.

      Algo de esto es tal vez lo que les ocurre a algunos «antiabortistas» empeñados en mirar sólo a los principios y en cerrar los ojos a la realidad. La cuestión no está, sin embargo, en el «sí» o el «no» absolutos, que estos señores nos quieren imponer. Los partidarios de una despenalización relativa pensamos que una medida de este género, acompañada de otras de carácter educativo y eminentemente social, sería no sólo más humana sino también más eficaz que unas condenas judiciales dictadas en obligado cumplimiento de determinadas leyes en las que ni siquiera los propios juzgadores parecen depositar demasiada fe —dicho sea a la vista de las atenuantes y eximentes que últimamente han invocado éstos en sus sentencias.

      Esta es, —en el fondo «crepuscular» de las cosas—, la postura de los llamados abortistas, la mayoría de los cuales no está evidentemente a favor del aborto sino de unas posturas sociales más racionales que las estrictamente penales. Personalmente me inscribo en esta tendencia y no tengo ciertamente por qué ocultarlo.

 

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