Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Fe en la ciencia y nueva barbarie

 

El Diario Vasco, 1989-10-06

 

      La obra de Stephen W. Hawking: «Historia del tiempo. Del big bang a los agujeros negros», ha sido, sin duda, uno de los mayores records de venta de un año a esta parte. Treinta y siete semanas en la lista de grandes éxitos del «The New York Times»; cinco meses como libro más vendido en España, según la encuesta periódica de «El País», no pude negarse que este libro y su autor —al que se han dedicado por cierto los mayores elogios, calificándolo de súper Einstein— ha despertado un extraordinario interés en la opinión pública mundial.

      En su obra, Hawking se ha propuesto —nada más ni nada menos— que dar respuesta a la enorme e insondable cuestión del origen y el fin del universo: cómo y cuándo empezó este a funcionar; cuál es su destino; de qué modo acabará, si es que realmente ha de tener un fin...

      Uno no puede dudar de los méritos adquiridos por Hawking en el campo de la investigación físico-cosmológica. Pero en el planteamiento de este libro parece haber una gran desmesura, una desproporción insalvable, entre las cuestiones que su autor propone y lo que el hombre de ciencia puede realmente alcanzar por medios estrictamente científicos.

      Se trata —claro está— de una obra de, divulgación, sin demasiadas pretensiones, en la que se presentan al lector los varios «modelos» inventados últimamente por determinados investigadores para «explicar» el mundo físico de acuerdo con unas pocas leyes pretendidamente universales.

      Pero ¿qué valor tienen estos modelos? ¿Qué puede el hombre afirmar desde su rincón ultramicroscópico del sistema solar, con sus pequeños veinte mil millones de kilómetros de diámetro, sobre un universo en el que las distancias «observables» —vaya usted a saber lo que serán las otras— ¿se cuentan por billones de billones de kilómetros?

      El verdadero hombre de ciencia conoce las limitaciones de su saber. Define los hechos con absoluto rigor y precisión y rehuye todo género de extrapolaciones o interpretaciones abusivas de los mismos.

      Una demostración de este género de cautela científica lo dio el gran Newton, al anunciar la ley de la gravitación universal; nunca dijo, como se le atribuye, que los cuerpos en el espacio se atraen, sino que se mueven «como si se atrajeran». Admirable ejemplo de prudencia y de honestidad intelectual el de éste: «como si».

      Con tal modo de proceder con lo que ahora parece que está ocurriendo en el dominio de la Cosmogonía.

      Así, ese famoso «big bang» de que tanto se habla —primer estado de un universo «de tamaño nulo, infinitamente caliente y del que habría surgido, «por explosión», todo cuanto existe— no pasa de ser una hipótesis imaginativa, brillante si se quiere, pero totalmente indemostrable por vía científica.

      Presentado con esa parafernalia, el «big bang» puede parecerle a mucha gente una especie de «sustituto de Dios». La «Creación» sería así reemplazada por la «Explosión» y asunto terminado. Se confunde de esta suerte el enigma con el misterio, cuando en realidad nada tiene que ver lo uno con lo otro. Una cosa es la ciencia y otra muy diferente la fe religiosa.

      Por desgracia mucha gente de hoy parece tener una fe excesiva, una fe ciega, en la ciencia. Está persuadida de que ésta puede resolver todos los problemas; de que lo sabe todo o se halla a punto de saberlo todo, sobre el ser y las cosas. Cuando, en realidad, nunca estuvo más lejos de esto. En efecto, cada descubrimiento científico, no sólo no agota las posibilidades de conocimiento en determinado campo, sino que, en general, abre un nuevo horizonte en el cual aparecen nuevos problemas y nuevos enigmas, cada vez más numerosos y difíciles de resolver.

      En este sentido creo que puede afirmarse que el mundo de hoy es mucho más enigmático que aquel universo familiar y relativamente confortable en el que desenvolvieron sus teorías sabios como Ptolomeo, Hiparco o Galileo.

      La creencia desmedida en el poder de la ciencia y de la técnica ha contribuido a fomentar esa «nueva barbarie» de que nos habla el filósofo francés Michel Henry y que en este momento, de la posmodernidad parece hallarse completamente en auge. Nueva barbarie; nuevos bárbaros, dicho sea con perdón de los antiguos.

      Todo esto nos resulta a muchos altamente preocupante, ya que significa, quizás, el fin de la civilización que conocimos.

      En último extremo, la nueva ciencia y las nuevas técnicas pueden convertirse de esta manera, para la mayoría de la gente, en una especie de magia o de superstición, más peligrosa aún que las que conocieron otros tiempos. Pero este «retorno de los magos», como lo llama Ignacio Ramonet, no tiene nada de encantador por el momento.

      Confiemos en que se esté gestando una nueva civilización en la que algunas cosas, hoy desorbitadas, podrán volver tal vez a sus cauces. Nada sin embargo nos permite intuir todavía los rasgos de este esperable Renacimiento.

 

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