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Santos Zunzunegui

El placer de estar triste

Catedrático Emérito de Comunicación Audiovisual y Publicidad. Premio “Euskadi” de ensayo 2018

  • Cathedra

Fecha de primera publicación: 26/10/2018

Imagen
Santos Zunzunegui. Foto: Mikel Mtz. de Trespuentes. UPV/EHU.

Sin lugar a dudas, muchos de mis lectores estarán familiarizados con un famoso cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper titulado New York Movie y fechado en 1939. Como en tantas de sus obras, Hopper pinta aquí a una mujer perdida en sus pensamientos, con la cabeza baja, los ojos semicerrados y el mentón ligeramente apoyado en el dorso de su mano derecha. Lo singular de la imagen, única en la obra del artista, tiene que ver con el hecho de ubicar al personaje en el interior de un cine, más precisamente -la decoración de lo que podemos atisbar de la sala no deja lugar a dudas- en lo que por aquellos días se denominaban “palacios del cine”, esos lugares donde se oficiaba con todos los honores la ceremonia laica y colectiva de un arte que, durante buena parte del siglo XX, ha sido el principal constructor de nuestro imaginario colectivo.

Pero hay más. Porque resulta que el cuadro de Hopper se divide en dos partes muy bien diferenciadas: a la derecha del mismo, se ubica la imagen de la mujer, una modesta acomodadora vestida de uniforme y apoyada en la pared, que sostiene en su mano izquierda esa linterna con la que acompañará a los espectadores que accedan a la sala cuando la proyección ya haya comenzado. También se nos permite atisbar el comienzo de una escalera que parece conducir hacia el exterior, hacia esas calles que, por entonces, todavía guardaban las cicatrices de una crisis aún no extinguida. A la derecha de la imagen, en contrapunto con la otra parte del cuadro, el observador puede otear el interior de esa sala en la que está proyectándose un filme. Filme del que apenas podemos atisbar un pequeño fragmento difuso de uno de sus planos. Poco importa porque esa imagen está ahí en representación de cualquier otra imagen, como representación de cualquier otro filme, de cualquier otra máquina de sueños. Con lo que la articulación de las partes de la imagen nos coloca delante de un diálogo entre realidad y sueño, entre verdad y ficción. Como si esa melancólica (sí, este es el adjetivo preciso) mujer hiciera de gozne entre el interior y el exterior, entre la dura realidad y los sueños reparadores. Estamos, a la vez, ante una imagen realista y alegórica.

No deja de ser curioso que más de cuatro siglos antes Albert Durero hubiera realizado un grabado titulado Melencolia I, del que la pintura de Hopper retoma una serie de elementos, empezando por la figura de la mujer pensativa. En las postrimerías del siglo XX, Jean-Luc Godard en una obra magna que lleva por título (que nadie crea que por azar) Historia(s) del cine se preguntará “¿en qué piensan las mujeres?”, mientras contemplamos cuadros de Manet. La respuesta a esta pregunta, pertinente tanto en los casos de Durero, Manet o Hopper, conduce directamente al territorio de la melancolía.

Melancolía entendida no como una patología médica sino como lo que denomina Yves Hersant, uno de sus mejores estudiosos, una “enfermedad cultural”. Bastaría recordar que, en un texto muchas veces atribuido a Aristóteles, la melancolía que aparece relacionada con la teoría de los cuatro humores corporales, como la bilis negra causante de la acedia o tristeza, también emerge acompañando a los hombres de genio, hasta el punto de que en Occidente, melancolía, genio y locura se han visto siempre relacionados. Es el momento de señalar que, si esta asociación es razonable, puede sostenerse que la melancolía (esa “tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales”, la RAE dixit) ha estado presente a lo largo de nuestra historia como un extraordinario motor cultural. Por eso siempre he vivido con extrañeza que en la magna exposición organizada por Jean Clair en 2005 y titulada Mélancolie, génie et folie en Occidente en 2005, el cine brillara por ausencia. Tanto más cuanto sucede que el cine es una máquina melancólica de primer orden, motor de la obra de muchos grandes cineastas. Baste pensar en cineastas como Orson Welles que llevan en toda su obra esta marca distintiva del genio impetuoso y en la que la noción sombría de la melancolía es susceptible (como enseña Walter Benjamin) de elevarse a la más intensa actividad espiritual, de la misma manera que la inmersión más profunda en el trabajo no está reñida con el desapego hacia el mismo. No cabe duda que la presencia de tanto filme inacabado en la obra del artista de Kenosha se debe, probablemente, a la confluencia astral entre un temperamento y unas condiciones sociales que moldearon de forma inequívoca su trabajo.

No menos relevante es la noción de melancolía para entender la obra de Luchino Visconti, pintor ejemplar de mundos de los que se describe su disolución, como si se dirigieran de forma inexorable hacia su final. Lo mismo si estamos ante obras que se incardinan en la historia de la formación de la Italia moderna (Senso, El gatopardo), que si lo hacen ocupándose del ascenso del nacionalsocialismo visto como corrupción de la democracia burguesa (El crepúsculo de los dioses) o explore los aspectos más controvertidos de la creación artística individual (Muerte en Venecia), la mirada de Visconti sobre estos temas se hace desde un punto de vista que se tiñe de melancolía a la hora de acercarse a la descomposición de unos mundos que se evaporan definitivamente. En la mirada melancólica del artista coinciden la condena intelectual de unas situaciones injustas con la tristeza por un mundo al que el cineasta se siente vinculado sentimentalmente y sobre cuya desaparición construye una elegía.

En el fondo, el cine es un arte que se ha visto travesado por la melancolía (los ejemplos arriba aducidos podrían multiplicarse) tanto como las demás artes. Sucede que las gentes que nos hemos ocupado de reflexionar, mal o bien, acerca de él hemos solido hacerlo de forma solipsista, encerrados con el único juguete de la cinefilia. Para hablar de cine hay que hablar (no solo pero también) de cómo el cinematógrafo ha dialogado con las demás artes si queremos entenderlo realmente. Por eso quiero proponer al lector para terminar que rebusque en su experiencia esas películas melancólicas que a veces le han dejado sin aliento. Esas películas que, como dice de manera inigualable María Zambrano, muestran cómo la melancolía tiene que ver no pocas veces con la pérdida de algo que se tuvo y se perdió. O, aun mejor, que ni siquiera se tuvo pero que, sin embargo, se añora. Una melancolía, enseña Zambrano, no entendida como el ensimismamiento en una ausencia irreparable sino como la búsqueda de ese “palpitar del tiempo” que hace posible el “tener, no teniendo”.

Solo así es posible hacer propio ese “placer de estar triste” que he tomado prestado de Victor Hugo para dar título a esta breve reflexión.