Carlos Martínez Gorriarán
La imprevisible espontaneidad de la naturaleza y la lógica del capitalismo
Profesor de Estética y Teoría de las Artes
- Cathedra
Fecha de primera publicación: 09/06/2022
Llevamos años azotados por una sucesión de crisis económicas encadenadas con algo en común: las malas ideas han agravado sus consecuencias. Comenzó en 2007 con la crisis inmobiliaria que estalló en Estados Unidos y se extendió como un incendio por un monte reseco, complicándose mucho en Europa por la crisis del euro y los rescates de países enteros (en el caso de España, de más de la mitad del sistema financiero, las difuntas cajas de ahorros). En 2019 irrumpió el nuevo coronavirus, aparecido en China y bautizado “COVID-19”. Apenas cedía esta peste posmoderna gracias a duras medidas de confinamiento y vacunación en masa, cuando Rusia decidió invadir Ucrania, devolviendo al mundo a los terrores de la Guerra Fría.
Ciertamente, no todas fueron imprevistas. La crisis hipotecaria fue advertida por numerosos observadores, pero financieros, analistas y políticos eligieron la consoladora creencia de que el mercado se reequilibraría pronto sin demasiados problemas, obviando la enorme dependencia de la banca del “ladrillo” y el mercado hipotecario. La creencia en la perfección de los controles sanitarios minusvaloró la preocupación oficial ante la pandemia de COVID-19 y sus demoledores efectos, transitando de la inacción al pánico. Y la fe en el poder del dinero sobre la ideología llevó a descartar que Vladimir Putin, con sus fabulosos contratos de suministro de gas a Europa, pusiera en peligro la economía y paz mundial con la descabellada invasión de Ucrania. Política económica irresponsable, un virulento coronavirus, e imperialismo brutal y anacrónico: he aquí tres factores calamitosos con los que no se contaba.
Por razones ideológicas, las ciencias sociales más influyentes han preferido ignorar a la naturaleza para entender la economía y sus reglas. En concreto, el papel del azar, la imprevisibilidad y la espontaneidad de los sistemas complejos, con su facilidad para desequilibrarse y caer en estados caóticos tales como una crisis hipotecaria, una pandemia o una guerra. Herederas de las religiones y la teología, las principales teorías sociales modernas optaron por privilegiar la planificación, el orden y el control frente a los oscuros fenómenos de lo imprevisible, el caos y la espontaneidad. La prosecución de un mundo perfecto no tiene en cuenta la imposibilidad material de conseguirlo, sea cual sea su idea de “perfección”. En el peor de los casos, esta incomprensión ha convertido las utopías en terribles distopías, y en el menos malo provoca las crisis crónicas, incoherencias y fallos del orden democrático-capitalista.
El conflicto de emociones y deseos con hechos y conocimientos es antiquísimo. Cuando los antiguos griegos querían una buena cosecha y vivir en paz, hacían valiosos sacrificios a los dioses y castigaban la impiedad religiosa y la crítica cultural, como aprendió Sócrates a costa de su vida. Ninguna sociedad se ha salvado de estas disonancias. Todavía en 1830 el Parlamento británico aprobó una jornada oficial de ayuno y oración para rogar a Dios que acabara con el cólera que asolaba Londres, sin ver relación alguna entre la plaga y el apestoso Támesis, depósito de los vertidos fecales y tóxicos de la gran ciudad, carente de alcantarillado en plena Revolución Industrial.
La economía ha sustituido al sacrificio a los dioses en la satisfacción del sustento. Desde que Adam Smith resumiera siglos de investigación en su famoso tratado ‘La riqueza de las naciones’, generaciones de teóricos del orden justo han tratado de paralizar la “mano invisible del mercado” para librar la actividad económica, sin mucho éxito, de factores azarosos, imprevisibles y caóticos. Ese fracaso contumaz podría haberse abreviado si hubieran aprendido más de Darwin que de Hegel y su descendencia. Marx acertó relacionando historia y sociedad con causas económicas y materiales, pero le perdió la quimera de una ciencia socioeconómica basada en la fe en el sentido prefijado de la historia e indiferente a los hechos. El resultado fue la religión política del futuro paraíso comunista, origen de los experimentos de economía planificada con ingeniería social más desastrosos de los últimos cien años, con un altísimo costo humano.
Pero el conocimiento progresa a base de errores fértiles. La contribución del anticapitalismo radica en que sus fracasos han aportado nueva luz sobre el fondo del problema: ahora sabemos que la ingeniería social y la planificación económica, basadas en erradicar la propiedad privada, son tan indeseables como imposibles. Economía y sociedad no siguen leyes propias al margen de ideas y creencias, sino que son modeladas por esas; tampoco es cierto que el mercado sea capaz de autorregularse por sí solo, ni es el mejor modo posible de resolver cualquier necesidad. La sucesión de crisis nos sacude justo después de que algunos visionarios se apresuraran absurdamente a proclamar el “fin de la historia” -es decir, el fin de las crisis- y el advenimiento de una era estable de prosperidad global. La verdad es que no hay manera de librarse del azar, el caos y la imprevisibilidad, ni tampoco de nuestros errores y debilidades, es decir, de las malas ideas y acciones que generan o empeoran devastadoras crisis, pandemias y déspotas terroristas. Es la fascinante colección de problemas que me llevó a escribir ‘En defensa del capitalismo. Una filosofía económica del progreso de la humanidad’ (Espasa, 2022). Y, por cierto, aprovechando el confinamiento por la pandemia, pues las crisis también abren oportunidades de mejora.