Carlos Santamaría y su obra escrita

 

Lección I.
Naturaleza del saber político.
Filosofía de la historia: el problema del mal

 

    La Filosofía político-social de Maritain es una de las partes más importantes y originales de su obra y, seguramente, la más discutida. Conviene, pues, que fijemos, desde el primer momento la situación que, para Maritain, ocupa el saber político dentro de una estructura ordenada y jerárquica del saber humano.

    Para Maritain la filosofía política es un saber práctico, adecuada e intrínsecamente moral. Lo que estas palabras quieren expresar merece ser cuidadosamente explicado. Y nos detendremos en ello sin prisa.

    Nada más opuesto a la concepción Maritainiana que lo que puede denominarse «politicismo» o «fisicismo político». El politicismo consiste en considerar la política como una simple técnica. Una pura técnica se halla regida por valoraciones utilitarias en función de fines propios, está constituida por reglas empíricas sin preocupación especulativa alguna y, en fin, no reconoce ninguna dignidad u orden propio al material con que trabaja sobre el cual tiene un poder teóricamente ilimitado. En resumen, la mera técnica se desentiende de todo cuanto pueda existir por encima o por debajo de ella.

    Si trasladamos estos caracteres al caso de la filosofía política, concebida como mera técnica, nos encontramos con que el fisicismo estaría regido exclusivamente por razones de Estado, tendría un carácter amoral, consideraría los hechos sociales como simples hechos físicos, estaría únicamente constituido por leyes empírico-estadísticas y no tendría para nada en cuenta la dignidad ni la libertad propia de este delicadísimo «material humano» con que está llamada a trabajar.

    Para Maritain, en cambio, el saber político es un saber primordialmente humano, y por tanto ético. Una buena política no puede olvidar que la persona humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, está dotada de una altísima dignidad, que el hombre es un ser libre y destinado a la contemplación divina. (Eneas y los leñadores del monte Ida).

    Desde el momento en que «trabaja» con personas humanas y trata de dirigir la conducta de éstas hacia sus elevados fines, el saber político, y aun el económico, forma parte de la Filosofía moral. Es un saber intrínsecamente moral: es decir que no sólo se presta a aplicaciones morales como cualquier otra actividad humana, constitutivas de una Deontología política, sino que su trama misma es de carácter ético-moral. Nada de esto significa, sin embargo, que la política no tenga también un aspecto técnico. La Filosofía política es, en efecto, un saber práctico. Veamos lo que esto quiere decir.

    Maritain considera diferentes grados o instancias de practicidad en el saber, las cuales se distinguen por su fin u objeto y también por el modo de considerarlo. Fundamentalmente hay que distinguir entre saber especulativo y saber práctico. Mientras el saber especulativo tiene por fin el conocer —la pura contemplación intelectual— el saber práctico está ordenado a la realización de una obra. Esta distinción exige, evidentemente, que se tenga en cuenta el uso actual que el sujeto hace de su ciencia.

    Por otra parte, el saber especulativo y el saber práctico, se distinguen también en cuanto al modo de hacer. Al saber práctico interesa conocer las cosas en cuanto que son operables y en función de la operación que se trata de realizar con ellas. En cambio el saber especulativo busca más bien las esencias de las cosas sin preocuparse de cómo se hacen.

    La filosofía política tiene por objeto dirigir la conducta social del hombre en la ciudad temporal. Constituye por tanto un saber práctico, si bien pueden distinguirse también dentro de él los grados de practicidad más o menos acusada, que Maritain denomina especulativamente-práctico y prácticamente-práctico. Culmina en fin la practicidad en la prudencia política llamada a dirigir la conducta del ciudadano en cada caso concreto.

    Ahora bien, sabido es, como enseña Santo Tomás, que los fines son en el orden práctico lo que los principios en el orden especulativo. Una filosofía política bien concebida no puede desentenderse del fin de la vida humana, del destino del hombre, al cual en último extremo está ordenada. De aquí que para Maritain la Filosofía moral está unida a la Teología (sin confundirse sin embargo con ella): esto es lo que él llama una Filosofía moral adecuadamente considerada.

    Queda así explicado cómo la Filosofía política es un saber práctico, adecuado e intrínsecamente moral.

 

* * *

 

    Junto a estas afirmaciones fundamentales, Maritain subraya otra, que es también de gran importancia. La filosofía política debe ser realista. Veamos en qué sentido debe interpretarse esta equívoca palabra y cuál es el realismo que para su Filosofía Política desea Maritain.

    Hemos visto que el saber moral práctico está destinado a dirigir la conducta del hombre.

    Ahora bien, a la inversa de lo que ocurre en el dominio del saber especulativo, la omisión o la ignorancia de algún dato puede falsear la conducta, e incluso conducir a una conducta enteramente opuesta a la que, en un caso concreto convenga. Esto lo expresa Maritain en el lenguaje escolástico diciendo que el saber práctico actúa por modo compositivo. (Ejemplos: la Teodicea no está falseada porque ignore el misterio de la Trinidad; el general ordena una retirada, cuando todo parecía aconsejar el ataque, porque ha sido informado del desbordamiento de un río).

    Una filosofía política que ignore las condiciones reales de la existencia humana no sólo es incompleta sino que es incapaz de dirigirla. La vida política y social tiene lugar en el mundo de la existencia y de la contingencia, no en el de las puras esencias. Un esencialismo político que sólo tuviera presentes los principios sería impracticable.

    Una buena filosofía política no puede pues ignorar la libertad, ni el pecado, ni la Gracia. Ni lo esencial, ni lo contingente, es decir ni los principios ni las condiciones históricas. Es pues infinitamente más complicada que si pudiera reducirse a un pequeño número de proposiciones, pues ha de tener en presentes una múltiple variedad de elementos. En resumen, una buena filosofía política debe ser auténticamente realista. De aquí su dificultad. «Las cosas buenas, dice Maritain, son difíciles de manejar».

    Existen diferentes pseudo realismos: muchos que se creen realistas son, a decir verdad, empiristas o nominalistas que piensan por lugares comunes. Maritain señala fundamentalmente tres clases de pseudo realistas: A) La falta de perspectiva o de concepto de la continuidad histórica. Una política consistente en golpes instantáneos, podría parecer en un momento dado muy realista, pero sólo lo sería a condición de que no existiese un principio real de evolución que hace depender los acontecimientos de cada época de los de las épocas precedentes. (Ejemplo de billarista inexperto y del jugador de ajedrez que cae en la celada). B) El positivismo de derechas que desconfía del hombre y de la Providencia divina (pesimismo). Se olvida de que el hombre proviene de Dios, y que su libertad debe conducirle a El, y considera necesario tutelarle rígidamente, obligarle mediante fuertes sanciones a dominar la nada y la anarquía de sus pasiones. En resumen, pretende obligarle a ser héroe o Santo a la fuerza. Reemplaza a Dios por la acción coactiva de la colectividad, drásticamente empleada. Este pseudorrealismo conduce al totalitarismo. C) Un idealismo de izquierdas (optimismo) que considera que el hombre es naturalmente bueno y que si no disfruta de una condición divina, es porque en el mundo hay una abominación, llámese capitalismo o con cualquier otro nombre, que debe ser aniquilada: contra ella todos los medios son lícitos, porque una vez que haya sido destruída podrá jugar la bondad natural del hombre. Este punto de vista conduce a la lucha de clases y a la dictadura del proletariado.

    A lo largo de estas lecciones trataremos de mostrar cómo Maritain intenta edificar una filosofía política genuinamente realista, que tenga presentes todas las dimensiones del hombre, y en la que, los principios pueden tomar carne en las realidades históricas contingentes de cada tiempo.

    Se comprende perfectamente por cuanto llevamos dicho que la Filosofía política de Maritain está íntimamente ligada con su filosofía de la Historia y de la Cultura.

    Una buena política no puede menos de contar como dato fundamental con la presencia del mal en la Historia. La historia del mundo está fabricada de una maraña de hilos de la que el mal no puede ser eliminado. Esto no significa que el hombre no debe luchar contra él; pero sí que debe conocer su presencia y saber cómo funciona. A este respecto hay diferentes errores que hace falta poner en claro.

    En primer lugar el naturismo indiferente, que ignora el papel de Dios en la Historia y se desentiende asimismo del Bien y del Mal en la interpretación de los hechos históricos. En segundo término los falsos optimismos que coinciden en la posibilidad de edificar una ciudad ideal, terrena, el reino de Dios sobre la Tierra, de la cual el mal estuviese barrido para siempre. En fin, los pesimismos radicales que suponen que el mundo no tiene salvación, está definitivamente caído, es el reino de Satanás. Examinaremos estos dos últimos aspectos más detenidamente.

    Hablemos en primer término de los falsos optimismos. Hay en primer término un simplismo divisorio, que piensa que el bien y el mal pueden separarse en dos ejércitos: el problema de la Historia se reduciría, pues, a la lucha de los buenos contra los malos y la exterminación de los segundos por los primeros. Pero el bien y el mal se hallan inextricablemente unidos como la cizaña y el trigo y la primera no puede ser arrancada sin peligro de arrancar al mismo tiempo al segundo. El bien y el mal se entrecruzan además dentro de cada uno de nosotros mismos. Sólo al final de los tiempos serán definitivamente separados. En segundo término una especie de sentimentalismo místico que Maritain llama teofanía en virtud del cual se concebiría al mundo como ya real y plenamente salvado —no sólo en Esperanza— y en sentido escatológico, sino en su misma existencia actual, temporal. Es una especie de mística herética, que según Maritain ha prendido sobre todo en la Cristiandad Oriental en la que la divinización de la vida, nos hace escapar desde ahora a la servidumbre de la ley, a las regulaciones de la razón y a las condiciones de la naturaleza. Junto a este optimismo místico Maritain coloca un fariseísmo teocrático que cifrase su concepto del Reino de Dios sobre la tierra, en un Estado más decorativo que realmente cristiano. Esta es, según Maritain, la tentación de la Cristiandad medioeval, en la cual, ciertamente, jamás llegó a caer, pues siempre se mantuvo suficientemente clara la distinción entre la Iglesia —verdadero reino de Dios peregrinante sobre la tierra— y la Ciudad temporal. Y también la tentación del barroco, cuando los reyes y emperadores pensaron más bien en salvar las apariencias de la cristiandad en los momentos críticos de la Contra-Reforma y del famoso «cujus regio ejus et religio». Este teocratismo imperial se transmite de Hegel al marxismo y al totalitarismo, pero ya en forma mesiánica. Los mesianismos son, en efecto, otro tipo de optimismo sea que se conceda la función redentora, puramente terrena claro está, al hombre colectivo (dictadura del proletariado y edad de oro de la sociedad sin clases) o a un tipo de superhombres o razas elegidas (concepto heroico de la vida social, racismo). Se trata, pues, de trasposiciones secularizadas del juicio final y del reino de Dios.

    En el polo opuesto se hallan los pesimismos radicales. Según ellos el mundo sería el reino de Satanás, estaría definitivamente corrompido y no tendría ya salvación. Esta concepción corresponde a lo que Maritain denomina Satanocracia. El pesimismo se acusa a partir de la Reforma, en el Jansenismo y actualmente en la teología de la escuela de Karl Barth. De la misma manera que para Lutero y Calvino el hombre no está intrínsecamente justificado, el mundo y sus estructuras externas han sido también abandonadas por Dios. Al mismo resultado llegan, por caminos muy distintos, ciertos pensadores cristianos como Descartes, separando o escindiendo radicalmente la naturaleza y la gracia, como dos mundos al margen el uno del otro: la naturaleza abandonada así a su propia miseria aparece como presa de las fuerzas del mal.

    Veamos ahora cuál es la concepción maritainiana del problema del mal en la Historia. Se cifra en lo que él denomina la ambivalencia de la Historia, que vamos a exponer a continuación. En primer lugar hay que establecer que el Mundo ha sido salvado por Cristo. El es «Salvator Mundi». Analiza Maritain las frases evangélicas, aparentemente contradictorias, («Dios ha amado tanto al mundo que le ha dado su hijo único»; «Cristo ha venido para salvar al mundo» y «ha quitado el pecado del mundo»; el mundo «no puede recibir al espíritu de verdad»; «mi reino no es de este mundo» y que el diablo es el príncipe de este mundo y que el mundo ha sido ya juzgado) y concluye que el mundo está salvado en tanto que está integrado en el universo de la Encarnación y está reprobado en tanto que éste se repliega sobre sí mismo y se separa de ese universo. El hecho central de la Historia ha acaecido ya. El mundo está en cierto modo liberado, pero en esperanza, escatológicamente, está en marcha hacia el reino de Dios y hay que procurar con todas las fuerzas que sus realizaciones sean, en la medida de lo posible, como refracciones de las exigencias evangélicas. Pero mientras dure el tiempo, y hasta que el Juicio final no advenga y sea segada la cizaña, el mundo seguirá siendo un reino compartido entre Dios y el Diablo y el Hombre, entre el bien y el mal. A medida que avanza la Historia crece el trigo hacia el Reino de Dios y crece también la cizaña —de un modo típicamente negativo— hacia el reino de la reprobación. Este doble crecimiento no nos es indiferente. Debemos trabajar con el mayor empeño para que el bien se acreciente y se realice al máximo, dentro de las posibilidades históricas de cada época.

    No hay que olvidar, sin embargo, en ningún momento que si bien el hombre, iluminado por la revelación, puede tener un claro discernimiento del bien y del mal, no posee semejante discernimiento sobre el valor de utilidad de los hechos. Dios dispone de una Aritmética a contrapelo. Los hombres juzgamos a veces los sucesos históricos con criterios puramente humanos y consideramos como grandes e irremediables catástrofes determinados acontecimientos de los cuales extrae El grandes beneficios para la Humanidad. Dios escribe derecho con renglones torcidos y hasta el mismo diablo sirve, bien a su pesar, sus eternos designios. En muchos casos aparecen invertidos los papeles y son los malos los que aportan bienes positivos a la Humanidad, mezclados y encubiertos bajo grandes errores.

    Esto quiere decir que, sin perjuicio de procurar que el saldo de bienes se acreciente en la mayor medida posible, como hemos dicho, no debe intentarse arrancar el mal de la Historia por todos los medios: en muchos casos llega a encarnar de tal manera en ella que se hace preciso tolerarlo y contar con él como uno de los ingredientes de la realidad. Cuando no se dispone de medios lícitos para combatir el mal será necesario plegarse ante la realidad reconociendo y esperando los providenciales designios de Dios que sabe obtener de los males bienes.

    Volviendo ahora a la Filosofía política resulta como consecuencia de todo esto que ninguna realización podrá considerarse perfecta, acabada. Jamás podremos los hombres sentarnos para completar el edificio de la ciudad temporal y descansar diciendo: ya está terminado y es perfecto. Es preciso tener de la perfección una idea dinámica —contradictoria en cierto modo con el sentido etimológico de la palabra— y relativa. Un sistema, una estructura política sólo podrá ser considerada como buena en relación con un clima, con un ambiente y una situación histórica y aun eso no de un modo estático, sino dinámico, como una línea de movimiento paralela a la del tiempo y la Historia.

    La teoría de la ambivalencia de la Historia y su aplicación al orden político es demasiado sutil para que no esté llena de peligros. Pertenece a la doctrina tomista la idea de que el sujeto de todo mal es siempre un bien, sea a título de sustancia o de persona, sea a título de acción. En este caso el mal que afecta la acción la desvía de su fin, pero no puede suprimir por completo el bien, que es su soporte. Asimismo, que Dios es la causa permisiva del mal, puesto que puede evitarlo. Y finalmente que el Bien divino es el único fin que Dios puede proponerse, o dicho de otro modo, en expresión del P. Sertillanges, que sólo Dios puede mover a Dios. Ahora bien, el discernimiento de utilidad escapa como dice el propio Maritain, al hombre. Acaso constituya una tentación para el cristiano moderno el querer discernir la utilidad de los males de nuestro tiempo, buscar los bienes contenidos en los males y fundar en esto una tolerancia exagerada que, como conducta práctica, podría quizás acarrear males mayores y sería, por tanto, errónea.

 

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