Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

 

    Las páginas que siguen, salvo algunos retoques y añadidos, constituyen el texto de una conferencia que tuve el honor de leer ante el Centro de Madrid de la A.C.N. de P., en una de las sesiones consagradas durante el curso de 1954-1955 al tema del Bien Común.

    El título de esta conferencia fue «El Bien Común en Maritain», y en ella traté de exponer, con la mayor fidelidad y lealtad posibles, el pensamiento de dicho autor en torno a tema tan discutido.

    Por razones que no es éste el momento de analizar, pero que, según creo, tienen poco que ver con la filosofía, el simple hecho de mencionar a este pensador francés, como no sea para vituperarle, parece producir en algunos sectores de opinión un malestar y hasta una irritación poco explicables o tal vez, si se quiere, demasiado explicables.

    El objeto de mi disertación no fue, ni podía ser, claro está, la defensa de Maritain, pues no necesita éste defensores, ni, mucho menos aún, defensores tan absolutamente incalificados como yo.

    Tampoco traté de referirme en mi conferencia a una reciente controversia entre Jacques Maritain y el profesor Koninck, de Quebec —la cual tuvo, no ha mucho, cierto eco en España— sobre la primacía del Bien Común. En el fondo, la cuestión que se debatió en dicha controversia se refería fundamentalmente al Bien supremo del hombre —el goce de Dios en la eterna beatitud—, y en ella se trataba de dilucidar la naturaleza personal o comunitaria, de este Bien. ¿Posee el alma a Dios, en la eterna Jerusalem, en calidad de Bien personal o de Bien Común? Koninck se inclina decididamente por la segunda solución y aduce la universal superioridad del Bien Común sobre los bienes singulares, en razón de su esencial comunicabilidad y de la superabundancia de ese Bien beatífico que hace que, incluso si una sola persona gozase de El, siempre tendría este gozo razón de parte; la contradicción que implicaría el admitir que un Bien Común estuviese ordenado a la persona singular como tal y no en tanto que miembro de la comunidad; la afirmación de que siempre que hablamos de un Bien Común subordinado al hombre es para apuntar a un Bien Común superior, y que ningún Bien Común podría, en ningún caso, ser considerado como un rodeo para alcanzar el Bien singular. Se apoya Koninck, en fin, en otras muchas razones que no cabe exponer aquí.

    Maritain, en cambio, sin dejar de subrayar la superioridad del Bien Común en cada grado de la analogía del ser y la validez de la máxima aristotélica de que el bien del todo es más divino que el bien de las partes, adopta la primera respuestas o, por mejor decir, prefiere una solución intermedia, en la que se identifica perfectamente el supremo Bien Común con el supremo Bien personal. Para ello se funda en la directa ordenación del alma a Dios, considerado aquí no como Bien Común separado del Universo, sino como Bien Común increado de las tres divinas personas; en la soledad de la divina contemplación, la soledad del alma con Dios, que es «la más abierta, la más generosa y la más poblada», al mismo tiempo que «la más perfecta y la más secreta» soledad; en que, si sólo hubiera un alma en el cielo, esa alma sería bienaventurada sin necesidad de que otras participasen de un mismo bien; en citas como aquella del P. Vitoria que asegura que «en la Iglesia cada hombre es solamente para Dios y para sí mismo, al menos de manera directa y principal, ya que ni la gracia, ni la fe, ni la esperanza, ni las otras formalidades sobrenaturales residen inmediatamente en la comunidad entera», y aquella otra de San Juan de la Cruz, con sus «míos son los cielos y mía es la tierra; míos son los hombres; los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías, y hasta Dios es mío y para mí». Llega, en fin, a la conclusión de que, como hay gran multitud de almas bienaventuradas que gozan del mismo Bien increado, éste se convierte a un mismo tiempo en Bien personal de cada uno de los bienaventurados y Bien Común de la Iglesia celestial, en perfecta identidad. Es decir, que en este caso no hay propiamente superioridad alguna; de suerte que en el «estado beatífico», merced a la identificación de cada alma con la divina esencia, acaba, en cierto sentido, la ley de primacía del Bien Común sobre el Bien personal, y el Bien personal es el mismo Bien Común.

    Si me he referido a esta controversia entre Koninck y Maritain es simplemente para decir que no me ocuparé de ella en el presente librito. El mismo trata primordialmente y casi exclusivamente del Bien Común temporal, el Bien de la sociedad civil o del Estado, en relación con el bien del hombre, es decir, con el bien particular o personal de cada ciudadano.

    Mezclar cuestiones diversas y apoyarse en las inevitables confusiones terminológicas —a menudo se entreveran en el lenguaje, a causa de carencias semánticas, que nunca lamentaremos bastante, conceptos formalmente distintos como son los de los diferentes Bienes Comunes, temporal y espiritual— para atribuir a Maritain, o deducir de sus palabras, la afirmación de que el Bien Común es sólo temporal y político, y no espiritual; de que Dios no es Bien Común, pues no hay Bien Común espiritual; de que es innecesario un poder público para llevarnos a un bien religioso exclusivamente personal, y de que, en suma, y como consecuencia de todo ello, la Iglesia no tiene derechos de sociedad perfecta y debería ser reducida a sociedad invisible y tragada por el Estado, único agente del Bien Común..., me parece, francamente, apasionado e injusto.

    Maritain, en un momento de enorme peligro para la Humanidad, en el que el totalitarismo amenazaba tragarse el mundo —momento que por desgracia no ha pasado todavía, ni mucho menos, pues mientras el totalitarismo marxista sigue aún boyante, surgen nuevos brotes de totalitarismos racistas—, quiso afirmar la superioridad de la persona sobre todas las sociedades temporales, «en razón de su ordenación al absoluto y según que es llamada a un destino superior a lo temporal», y sostener que «si la sociedad humana intenta desconocer esta subordinación y, en consecuencia, erigirse ella en bien supremo, pervierte automáticamente su naturaleza y la naturaleza misma del Bien Común, y destruye este mismo bien».

    La atención del lector que tenga la benevolencia de seguir el curso de estas páginas se centrará, pues, sobre este problema, que es hoy objeto de una gran polémica, no limitada, ciertamente, a dos autores, sino auténticamente universal.

 

San Sebastián, mayo de 1955.

 

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