Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La sociedad, todo accidental

 

    Sabido es que los escolásticos distinguen entre la unidad «per se» y la unidad «per accidens». La unidad «ontológica», propiamente dicha, la poseen sólo los seres substantes y no las colectividades. Es decir, que cuando nos colocamos ante una colectividad, no estamos propiamente ante un ser, sino ante una multitud de seres asociados o unidos por cierta relación objetiva. Así, por ejemplo, si yo pienso en un perro, me doy cuentea, perfectamente, de que se trata de un ser substante, que hay en él una unidad que no depende de mi pensamiento, una unidad objetiva, una substantividad, una existencia en sí, y esto es lo que yo afirmo, diciendo que el perro es un subsistente. Pero, en cambio, si me fijo en los objetos que hay en este instante encima de mi mesa, colocados ahí, más o menos caprichosamente, observo que hay también, en esa colectividad de seres cierta unidad, pero que se trata de la unidad más precaria que pueda darse, una unidad casi exclusivamente conceptual e intencional. En último extremo, entre los objetos que se encuentran sobre la mesa sólo existe una proximidad espacial, una unidad de contigüidad que pudiéramos llamar «topológica». Entre esta clase de unidad y la unidad substancial, la unidad del ser substante, la unidad de aquel perro y la de esta colección de objetos, entre esos dos extremos, está la unidad que algunos denominan «dinámica» y que pudiéramos llamar también «teleológica»: un concierto de acciones, una comunidad de fines con vistas a la cual varios seres substantes se encuentran, dinámica o funcionalmente, unidos.

    Pensemos, por ejemplo, en el caso del bosque: el bosque no es una mera contigüidad espacial. Es indudable que, entre esos árboles, existe cierto parentesco. No hay sólo una comunidad de especie, sino una comunidad próxima de origen, una afinidad más estrecha, relaciones biológicas invisibles para nosotros y, tal vez, hasta un misterioso diálogo vegetativo que escapa a nuestra observación. Esto mismo ocurre, en mayor grado, en la colonia de pólipos, hasta el punto de que algunos llegan, incluso, a dudar de si, realmente, se trata, en este caso, de una multiplicidad de seres o de un solo ser.

    Pero ninguna de estas clases de unidad conviene a la sociedad humana, y esto hay prisa en afirmarlo, porque si, aunque no sea más que por un momento, confundimos la sociedad humana con una colonia de pólipos, corremos un gran riesgo de caer en el totalitarismo. Ni la colonia de pólipos, ni la colmena, nos sirven como términos de comparación adecuados para reflejar la unidad del todo social. En cierto modo se trata de comparaciones peligrosas que, fácilmente, pueden inducirnos a error.

    La sociedad humana es una sociedad de seres libres y cuando se trata de una sociedad de seres libres, se trata de otro tipo de unidad que está por encima, por decirlo así, de la unidad dinámica: la unidad «moral».

    Así decimos que la Iglesia, la sociedad política, la familia, son unidades morales, unidades que, desde luego, son dinámicas porque hay en ellas concierto de acciones y de fines, de seres libres que se comunican, pero que no lo hacen impulsados por fuerzas físicas o biológicas, como ocurre en el caso de la colmena o en el de la colonia de pólipos, sino libremente, por su propia voluntad. La sociedad política es, pues, un todo moral: un todo accidental de seres libres, en el cual se lleva a cabo una comunicación de acciones para la realización de un fin necesario, inscrito en la misma naturaleza humana.

    Más precisamente aún, dice Santo Tomás que la unidad social es una unidad de orden. En lo cual van implicadas dos afirmaciones importantes: la primera, que la unidad social es una unidad moral, una unidad accidental no determinante, sino libre, como corresponde al orden de la naturaleza humana; y la segunda, que la unidad social no es algo puramente convencional y contingente, sino que está ordenada a la realización de un fin propio y esencial de esa misma naturaleza humana. Y como quiera que todo bien tiene razón de fin, el Bien Común consiste, precisamente, en la realización de ese fin.

 

El fin del Estado

 

    Pero ¿cuál es ese fin? ¿Será acaso la grandeza, la fuerza, el poder de un Estado o de un pueblo y su triunfo sobre los otros Estados, sobre los otros pueblos; la superación de una raza, su victoria sobre otras razas más débiles? ¿Será tal vez la eternización de los valores culturales de una nación, o acaso la realización de esas grandes construcciones históricas, de esos grandes imperios que ha conocido la historia? ¿Será para eso la sociedad? ¿Será éste el bien de la sociedad?

    Y, por otra parte: la salvación del hombre ¿no será su salvación colectiva? ¿No habrá querido Dios jerarquizar los órdenes humanos haciendo que los hombres existan para los Estados y los Estados para la historia y la historia para la satisfacción y la gloria de Dios? ¿No será así como el hombre tendrá que realizar su fin, sacrificándose por el Bien Común, por el bien del Estado, concebido de esta forma?

    No: la salvación del hombre no es una salvación colectiva. Nosotros, los cristianos, no podemos admitir esos tipos de salvación colectiva, a la manera comunista o a la manera racista. Dios se ríe de los poderes de la tierra: el que mora en los cielos se ríe. Yavé se burla de ellos.

    Las culturas, las lenguas, los Estados, perecerán. Las naciones no serán salvadas. La salvación es personal: cada hombre se salvará o se condenará, realizará o no realizará su fin. Y no se trata, claro está, de salvarse perdiendo la propia subsistencia, disolviéndose en el seno de una humanidad salvada, de una clase salvada, o de una raza salvada. El negocio de la salvación es el más personal de los negocios y para dar glorias a Dios hay que salvar la propia alma.

    Â«Ninguna sociedad humana —ha dicho Pío XII— sino sólo el hombre, la persona humana, está dotada de razón y de voluntad moralmente libre». Solo el hombre, por tanto, puede ser salvado y salvado personalmente. No hay intermediarios, en este sentido, entre el hombre y Dios.

 

El Bien Común

 

    El Bien Común, el fin de la sociedad, no es, pues, ninguna fantasmagoría histórica, sino algo mucho más modesto y, al mismo tiempo, mucho más grande, más real y mucho más humano. El fin de la sociedad es facilitar y realizar el buen vivir temporal de la multitud. Es un fin honesto y el bien que le corresponde un «bonum honestum», no atribuyéndose aquí a la palabra «honesto» la significación que corrientemente se le da hoy, sino la que le corresponde en la terminología escolástica. Honesto quiere decir aquí conforme a la naturaleza y, en ese sentido, puede también hablarse de un bien honesto de los animales, un bien conforme a su naturaleza.

    En el caso de los hombres, un bien honesto será un bien adecuado, proporcionado a su naturaleza y, por tanto, comprenderá al mismo tiempo, el bien del cuerpo y el del alma, un bien material y un bien moral.

    Â«Lo que constituye el Bien Común de la sociedad política —dice Maritain— no es, pues, solamente el conjunto de bienes o servicios de utilidad pública o de interés nacional (caminos, puertos, escuelas, etc.) que supone la organización de la vida común, ni las buenas finanzas del Estado, ni su pujanza militar; no es solamente el conjunto de justas leyes, de buenas costumbres y de sabias instituciones que dan su estructura a la nación, ni la herencia de sus gloriosos recuerdos históricos, de sus símbolos y de sus glorias, de sus tradiciones y de sus tesoros de cultura. El Bien Común comprende, sin duda, todas esas cosas, pero, con más razón, otras muchas; algo más profundo, más concreto y más humano; porque encierra en sí, y sobre todo, la suma (que no es simple colección de unidades yuxtapuestas, ya que, hasta en el orden matemático, nos advierte Aristóteles que 6 no es lo mismo que 3 + 3), la suma, digo, o la integración sociológica de todo lo que supone conciencia cívica, de las virtudes políticas y del sentido del derecho y de la libertad, y de todo lo que hay de actividad, de prosperidad material y de tesoros espirituales, de sabiduría tradicional inconscientemente vivida, de rectitud moral, de justicia, de amistad, de felicidad, de virtud y de heroísmo, en la vida individual de los miembros de la comunidad, en cuanto todo esto es comunicable, y se distribuye y es participado, en cierta medida, por cada uno de los individuos, ayudándoles, así, a perfeccionar su vida y su libertad de persona. Todas estas cosas son las que constituyen la buena vida humana de la multitud»[4].

    El Bien Común no es, pues, sólo una cosa buena, sino que es una cosa éticamente buena. Este bien común no es, sin embargo, el bien de un todo substancial. Es, por tanto, algo específicamente distinto del bien privado. Ni siquiera es el bien de un todo biológico determinante, como lo es la sociedad animal, sino el bien propio de una multitud de personas, el cual debe fundarse no sólo en relaciones de fuerza, sino, sobre todo y ante todo, en relaciones de justicia. «Si no se comprende bien —dice Maritain— que el bien del cuerpo social es un Bien Común de personas humanas, como el mismo cuerpo social es un todo de personas humanas, esta fórmula nos llevaría a los errores de tipo totalitario. El Bien Común de la ciudad no es la simple colección de bienes privados ni el bien propio de un todo que (como la especie, por ejemplo, respecto a los individuos o como la colmena para las abejas) sólo beneficia a ese todo sacrificándole las partes. Ese Bien Común es la conveniente vida humana de la multitud, una multitud de personas, su comunicación en el buen vivir. Es, pues, común al todo y a las partes sobre las cuales se difunde y que con él deben sacrificarse».

    Así, pues, el hombre no ha sido destinado a salvarse a través de la sociedad, en el sentido antes explicado, sino mediante ella, con la ayuda de la sociedad, en la medida, claro está, en que la sociedad puede ayudarle a salvarse. El Bien Común no es un fin, sino un medio o, si se quiere, un fin infravalente para lograr los fines últimos de la persona. Y claro está que al decir Bien Común nos referimos siempre al Bien Común temporal, porque si no nos trasladaríamos a otro problema mucho más complicado, la existencia de otros bienes comunes superiores al de la sociedad temporal, del Bien Común de la Iglesia o del Bien Común de la sociedad bienaventurada.

    El Bien Común temporal no es un fin, sino un medio para lograr los fines últimos de la persona y, así dice Pío XI en la Divini Redemptoris «que la sociedad es un medio natural de que el hombre puede y debe servirse para obtener su fin, porque la sociedad humana es para el hombre, y no al contrario». Cierto es que el Pontífice añade, inmediatamente, que «no hay que entender esto en el sentido del liberalismo individualista, que subordina la sociedad al uso egoísta del individuo, sino sólo en el sentido de que, mediante la unión orgánica con la sociedad, se haga posible a todos la realización de la verdadera felicidad terrena y, además, en el sentido de que en la sociedad hallen su desenvolvimiento todas las cualidades individuales y sociales inscritas en la naturaleza humana».

    Y Su Santidad Pío XII, felizmente reinante, en su Mensaje de Navidad de 1942, afirma «que el origen inicial de la vida social es la conservación, el desarrollo y el perfeccionamiento de la persona humana, a la cual, esta vida social, permite poner correctamente en práctica las reglas y los valores de la religión y de la cultura, destinados por el Creador a cada hombre y a toda la humanidad, ya en conjunto, ya en sus naturales ramificaciones».

 

 

[Notas]

 

[4] Persona y Bien Común, págs. 58 y 59, de la versión española.

 

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