Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

Lección V. Persona y sociedad

 

    Entramos ahora en uno de los puntos más delicados y difíciles del problema político: es el que se refiere a la articulación entre el hombre y la sociedad, o, si se quiere, entre el bien particular o personal y el bien común o público. ¿Puede éste reducir los límites de aquél?, ¿de qué modo?, ¿en qué casos?, ¿hasta qué límites? Como se comprende fácilmente estamos en un punto neurálgico de la política de nuestro tiempo. En el orden económico, en el social y aun en el religioso y moral, por todas partes tropezamos con el mismo conflicto y éste parece ser además un mal necesario en una sociedad en la que la unidad cultural, de creencias y de ideales, se ha roto en mil pedazos. Plantear este problema en la Edad Media no hubiese tenido sentido alguno: hoy lo tiene, y hasta tal punto que es el caballo de batalla de la Historia política de nuestro siglo.

    Maritain representa, sin duda, uno de los más esclarecidos pensadores del grupo personalistas en el que también se hallan injertos Berdiaeff y el escritor francés Manuel Mounier, fallecido hace diez días súbitamente. El personalismo comunitario trata de esquivar el doble peligro del liberalismo individualista y del totalitarismo, mediante una distinción muy apreciada por todos los personalistas, la distinción entre los conceptos de individuo y persona, y una fórmula salvadora: «el individuo para la sociedad; la sociedad para la persona; la persona para Dios». Veamos qué significa esto.

    Para Santo Tomás, en los seres materiales de una misma especie, la individuación, es decir, la diferenciación entre uno y otro ser, debe buscarse en la materia que los forma: dos tigres se distinguen solamente en los átomos, moléculas, células y tejidos que los constituyen: se trata, pues, de una individualidad precaria que constantemente tiende a caer en la multiplicidad, porque la materia tiende a disociarse y a pasar de unos seres a otros.

    En cambio los espíritus tienen por sí mismos, es decir, en su propia esencia, la individualidad: los ángeles son esencias individuales.

    En cuanto al hombre tratándose de un ser en el que están unidos alma y cuerpo, podrá ser mirado bajo dos aspectos: como miembro de una especie, tiene una individualidad cuya raíz ontológica es la materia, es como un fragmento de la especie, un puntito sometido al determinismo del mundo físico: un individuo. En cambio, considerado en su espíritu, el hombre posee una individualidad más acusada, constituye un universo aparte, un mundo espiritual y libre, una interioridad, con un fin propio, Dios, al que tiende y del cual es imagen.

    No se trata en modo alguno de dos realidades distintas sino de un solo ser, el hombre, en el que los dos conceptos, individuo y persona, se realizan a la vez (Ej.: del cuadro concebido como materia química y como obra de arte): yo soy un individuo, en razón de lo que poseo por la materia y una persona por lo que me viene del espíritu. Mis actos pueden seguir el camino de la materia, de la especie y del instinto o del camino del espíritu, de la libertad de la vocación personal dirigida, en último extremo, hacia Dios. El verdadero bien personal sólo puede concebirse en este sentido.

    Discútese mucho si esta distinción, individuo-persona, estaba o no en Santo Tomás y si puede ser útil para aclarar el problema o viene, en realidad, a complicarlo más. Pero, de acuerdo con la tesis fundamental de Maritain «distinguir para unir», hay que admitirla para poder seguir hasta el final su concepción personalista de la ciudad.

    Veamos ahora en qué consiste el bien común, el bien de la Ciudad que para Maritain constituye una cosa éticamente buena, un «bonum honestum», un bien honesto y moralmente deseable, que tiene un valor propio y digno de ser estimado en sí mismo. El bien público no es la yuxtaposición o la simple colección de los bienes personales de los ciudadanos. Semejante fórmula disolvería la sociedad y la condenaría a situaciones sin salida: la llevaría a la anarquía más o menos enmascarada (anarquismo libertario, liberalismo materialista burgués). Cierto es que si la sociedad estuviese formada por puras personas, el bien de la sociedad y el bien de cada persona serían una misma cosa: pero el hombre es, al mismo tiempo, un pobre individuo material y por eso no se produce esa armonía, esa unidad de bienes que caracterizaría a una sociedad de puras personas. No es tampoco el bien de la sociedad, como un todo, como un organismo único formado de simples partes, cuya dignidad y cuyos fines particulares se desconocen, quedando todo sacrificado al bien del Estado o de la colectividad (totalitarismo, colectivismo). Es el bien común de una multitud de personas, a la vez carnales y espirituales, cada una de las cuales debe buscar, por medio de su libertad de elección, la libertad terminal, que sólo se realiza en Dios; personas que son, a su vez, mundos espirituales, en cierto modo insondables, que la sociedad debe mirar con respeto y casi con veneración; exige por tanto el reconocimiento de ciertos derechos personales que la sociedad no puede violar, y que representan el límite propio de su acción. Este bien común entre personas, que es el fruto de una comunicación de conocimiento y amor entre los ciudadanos, se redistribuye entre todos ellos, cosa que no ocurre en una sociedad de tipo puramente material, como una colmena.

    Ahora bien, si es cierto, que como miembro de la especie, es decir, en su condición de individuo, el hombre forma parte de la sociedad, y debe entregarle todo su esfuerzo, incluso su vida, también lo es que en razón de su ordenación al absoluto, como persona con vocación divina, está sobre todas las sociedades temporales, vale más que todas ellas y posee bienes que ellas no pueden administrar en modo alguno. Este hecho debe ser reconocido por una sociedad política bien ordenada: que el bien personal desborda las márgenes del bien común temporal, lo transciende infinitamente. Si la sociedad humana pretende erigirse en bien supremo pervierte la naturaleza de las cosas. El individualismo anárquico niega que el hombre pertenezca a la sociedad y le declara absolutamente independiente y libre. El totalitarismo y el colectivismo sostienen que el hombre es parte de la sociedad según todo lo que es y declara el absoluto dominio del Estado sobre el ciudadano. Pero yo soy parte de la ciudad temporal en razón de ciertas relaciones con la colectividad y estoy obligado a cumplir deberes que la Ciudad puede exigirme, incluso por la fuerza. Pero hay en mí bienes y valores que no son del Estado, ni para el Estado y que están fuera del Estado.

    El personalismo de Maritain puede ser discutido y lo es en efecto por quienes piensan que una noción de bien común a la que el hombre no puede entregarse sin reservas, no es verdadera. El problema debe estar mal planteado, desde el momento en que una plena generosidad hacia Dios, debe anteponer la Caridad al amor de sí mismo. En una sociedad perfectamente concebida aun los valores más altos, como son la Verdad, el amor al Bien y los más altos dones espirituales deben ser compartidos y en este sentido ha de poder decirse que entregándose a ella, la persona halla su plenitud. Pero por otra parte una sociedad así, ¿no sería la ciudad eterna de los bienaventurados cuyo bien común es la contemplación y el disfrute de Dios?

 

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