Karlos Santamaria eta haren idazlanak

 

La polemica del Bien Común

 

    La noción de Bien Común, pieza maestra de la filosofía política de Santo Tomás y aún, si se me apura, de toda filosofía política genuina, es en sí misma oscura y difícil, y esta dificultad se agudiza enormemente cuando se trata de aplicar tal noción al orden práctico.

    Todas las doctrinas políticas se apoyan, o pretenden hacerlo, en concepciones afines o simplemente sucedáneas del Bien Común. El bienestar del pueblo, la defensa de la civilización, la felicidad del género humano, el destino de la nación y de la raza, el progreso social y otros muchos tópicos de signo comunitario han sido invocados por hombres políticos de credos muy diferentes para justificar sus actos de gobierno. Por muy absolutistas y tiránico que hay sido, ningún déspota ha reconocido nunca que el móvil de sus actos fuese la ambición egoísta del poder o de la riqueza; todos han querido ampararse en el bien del pueblo y en el interés de la comunidad. Hasta los atropellos y los crímenes más odiosos, sea contra los individuos, sea contra las colectividades, se han llevado a cabo amparándose en pretendidas exigencias del Bien Común.

    Vemos así difractarse la noción del Bien Común en multitud de concepciones distintas y a veces contradictorias. Cada ideología y cada partido esgrime su propia noción o su propia interpretación del Bien Común. Todos afirman perseguir ese mismo fin y, sin embargo, todos discrepan entre sí.

    El gobernante se apoya en el Bien Común para afirmar su poder, y el revolucionario, para alzarse contra el gobierno. El totalitario se erige en campeón supremo de ese Bien Común, en aras del cual exige a la sociedad grandes sacrificios; pero también el anarquista tiene la misma pretensión, porque cree y afirma que la felicidad del pueblo consiste precisamente en que nadie lo gobierne.

    El Bien Común de un pueblo parece a veces oponerse al de otro; el de una clase, al de otra; el del Estado, al de las instituciones privadas o subordinadas; el Bien Común de la sociedad, al bien particular del individuo...

    Aun dentro de la misma escuela y en la propia línea del pensamiento tomista, ciertos pensadores difieren en cuestiones de principio, sea sobre la relación entre el bien personal y el bien colectivo y la primacía del uno sobre el otro; sea sobre la jerarquía y la autonomía de los distintos órdenes de Bien Común espiritual y temporal, o sobre los medios que deben ser empleados para alcanzar tales bienes. Y estas diferencias principales se traducen luego, al proyectarse sobre la vida social, en una gran diversidad de actitudes políticas.

    Â¿El Bien Común será, pues, una «palabra vacía», sin contenido propio ni objetivo? ¿Recurrir a esa noción no será querer explicar «oscurum per oscurius»? Y aun dando por sentada la validez de la noción de Bien Común en el plano especulativo, ¿no habrá de convenirse en su inaplicabilidad práctica?

    De ningún modo debemos caer en esta especie de nominalismo o de escepticismo político. En la Creación, tal como la concibe el pensamiento cristiano, nada hay que esté abandonado completamente al azar, nada que sea pura y completa casualidad. Lo que es aleatorio para el hombre no lo es para Dios. La frase de Einstein de que no se concibe a Dios jugando a los dados con el universo —dicha sea con la infinita reverencia que debemos a lo divino— subraya vigorosamente esta misma afirmación.

    Aun el azar mismo, supuesto que pudiera existir algo parecido en el mundo de la materia —no olvidemos que la Física se nos ha vuelto indeterminista—, estaría sometido al plan divino y obedecería a un fin.

    Todo cuanto existe tiene un fin, y los fines particulares se hallan ordenados a su vez a un fin último y supremo de todas las cosas, que es Dios. Y como «el bien tiene razón de fin»[1], todas las cosas tienen su bien objetivo, independientemente de nuestras conveniencias y de nuestras discrepancias.

    Por otra parte, la sociedad no es un producto arbitrario del hombre, sino algo que emerge de lo profundo de su naturaleza; en este sentido puede decirse que «el Estado es, en definitiva, obra divina», y debe por tanto tener un fin en relación con el plan divino de la Creación. El Bien de la sociedad consistirá, pues, en la perfecta realización de ese fin.

    Esta afirmación obvia no nos saca, sin embargo, de nuestra oscuridad, pues queda por saber si, al descender a lo concreto, tal ordenación al fin aparece suficientemente clara para que todo el mundo pueda apuntarla con el dedo y decir: «ahí lo tenéis, ahí está; en eso consiste el Bien de esta sociedad». Aquí sí que no puede aceptarse la posición optimista, y es un engaño intolerable el que nadie pretenda arrogarse, sobre este particular, privilegios de profeta infalible.

    Caben, pues, y son hasta cierto punto convenientes, discrepancias sobre la interpretación del Bien Común.

    Para que esta noción sea efectivamente fecunda se requiere una constante revisión y adaptación de la misma a las condiciones de tiempo y lugar. Constantemente debe ser repensada en función de la Historia, porque la Historia es la vía por donde los pueblos van realizando, quiéranlo o no, el plan divino, aun en el caso de que en muchos pasajes se aparten de él. Sería necio afirmar que la experiencia histórica de la Humanidad no pueda y deba enriquecer nuestra noción de Bien Común.

    Existe un tipo de «legitimismo» que pretende raer trozos de la historia y hacer borrón y cuenta nueva de hombres y hechos que se consideran como ilegítimos, es decir, incompatibles con la justicia. Esta actitud está fatalmente condenada al fracaso; el ser es esencialmente afirmación, positividad. Lo que ha sido, ha dejado siempre su rastro. No se borra de un soplo la Revolución francesa, ni se aniquila a Napoleón, ni a Lenin, Mussolini o Hitler. Al que lo pretenda, los hechos vendrán a desmentirle al galope.

    Todas estas realidades históricas influyen positivamente, aun contra nuestra voluntad, en nuestro modo de pensar hoy el Bien Común. Esto no quiere decir que caigamos en el relativismo, ni mucho menos, pues tenemos rocas sólidas a que agarrarnos. Pero el mar se mueve por encima de ellas y a veces hasta parece cubrirlas por completo. Además, no se navega sobre las rocas; hay siempre que aventurarse entre las olas.

    En último extremo, la noción de Bien Común no serviría para nada si no se tratase de determinar «hic et nunc» en qué consiste el Bien Común de cada pueblo, y esto supone ya, casi siempre, cierta opción política. Rehuír esta opción y pretender aferrarse a un concepto altamente especulativo, casi platónico, del Bien Común para esquivar las olas políticas, sería sin duda un modo de deserción inadmisible.

    Por otra parte, en la situación actual del hombre, una inevitable oscuridad envuelve su espíritu en todo lo que concierne a los fines de su existencia y a los medios que debe emplear para alcanzarla. La noción del Bien Común puede, por un momento, parecer clara, pero, tan pronto sale uno de las afirmaciones más simples y primarias, se percibe la enorme resistencia que opone a nuestra comprensión. Aunque los principios quieran ser claros, quedan siempre extensas zonas de desorden y de conflicto.

    Así ocurre, por ejemplo, en lo que se refiere a lo personal y a lo colectivo, terreno movedizo en el que, además, la continua evolución de la vida humana introduce constantemente elementos nuevos. Hoy esos dos polos del existir humano se enfrentan en una lucha titánica. En este terreno el pensador tiene que proceder con extremo cuidado. Un pequeño paso dado, en un sentido o en otro, puede conducirle a grandes desviaciones y a condenables errores políticos.

    El Bien Común es, pues, un tema de constante discrepancia. Forzosamente ha de ser así; hay que concebirlo como un «tema discrepante», es decir, como un tema de naturaleza polémica. Lo que, en el título de este pequeño libro, hemos llamado la polémica del Bien Común se nos presenta como una necesidad casi permanente, y esa polémica abarca un campo amplísimo, desde lo especulativo hasta lo eminentemente práctico.

    En resumen: la noción del Bien Común no es la piedra filosofal. No basta, ni mucho menos, evocar el Bien Común para creer que todo esté resuelto y aclarado. Se abusa a veces de este recurso, y ello puede ser incluso un «truco». Al contrario, puede decirse que desde el momento en que apelamos a esa noción, las cosas comienzan a complicarse; pero aquella apelación y esta complejidad son necesarias si queremos que haya una vida social digna de este nombre, algo que no sea el opresivo totalitarismo ni la pura y simple anarquía.

 

 

[Notas]

 

[1] Summa (I. 5. 4. 3).

 

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