Karlos Santamaria eta haren idazlanak

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Aplicación a nuestro problema

 

    Veamos, ahora, para terminar, cómo aplica Maritain esta distinción fundamental al problema de las relaciones del hombre con la sociedad temporal.

    Observemos que, en virtud del doble aspecto de su subsistencia, individualidad y personalidad, el hombre está ordenado a la sociedad de dos maneras distintas.

    En primer lugar, «per indigentiam», es decir, en virtud de su misma indigencia, de su misma debilidad y miseria ontológica y de las exigencias que se derivan de su individualidad material.

    El hombre, en este sentido, está ordenado a la sociedad, del mismo modo que lo está la oveja al rebaño o la abeja a la colmena. Necesita de ella y la busca instintivamente desde el momento mismo de su nacimiento.

    De aquí resulta que el hombre, en cuanto individuo, es parte de la sociedad, «pertenece» a ella —el Cardenal Mercier llama la atención sobre la fuerza de este vocablo—. Es parte de la sociedad exactamente de la misma manera, y ni más ni menos, que la abeja es parte de la colmena y la hormiga parte del hormiguero. La comparación de la sociedad humana con un hormiguero está bajo este aspecto, enteramente justificada.

    Pero el hombre, imagen y semejanza de Dios, está también ordenado a la sociedad «per abundantiam», es decir, en virtud de la difusividad del ser, la cual exige que estas perfecciones no permanezcan encerradas en el ser que las posee, sino que sean comunicadas y difundidas a otros seres.

    De manera análoga, aunque en un grado de analogía infinitamente lejano, a como la esencia divina exige la Sociedad de las divinas personas en virtud de la superabundancia y de la comunicabilidad del ser, la persona humana exige también la comunicación del conocimiento y del amor a otros seres humanos y de ahí que la sociedad familiar y el Estado vengan exigidos no sólo a causa de la precariedad del ser individual sino de la ley de la sobreabundancia que está escrita en lo más profundo del ser, de la vida, de la inteligencia, del amor.

    Pero en este segundo sentido no puede ya decirse propiamente que el hombre sea parte de la sociedad. Es cierto que sigue estando ordenado a ella, pero no de la misma manera que la parte está ordenada al todo, sino según una ley nueva y distinta.

    No siendo ya parte, no puede ser ya tratado por el Estado como parte y de ahí arrancan sus derechos ante el Estado y el deber que éste tiene de respetar, como algo superior y transcendente al Estado, las esferas propias de la personalidad.

    Pero esto no quiere decir que el hombre como persona no está también ordenado, moralmente a la sociedad. Desde este punto de vista no lo está ya como parte, pero si lo está de otro modo, de un modo mucho más elevado y hermoso, el cual le permite satisfacer libremente lo que es también una exigencia de su naturaleza: la comunicación de deseos, de ideas, de aspiraciones, de realizaciones humanas en una vida social libre y razonable.

    Quizás Maritain no ha insistido mucho sobre este segundo punto, precisamente porque su objeto principal era reaccionar contra el totalitarismo, lo cual hace pensar a algunos que este autor reduce al mínimo indispensable —a lo meramente individual— la ordenación del hombre a la sociedad.

    Pero yo creo que no es así. Una cosa es negar la ordenación social de la persona en calidad de parte y otra negarla en calidad de persona, y ésta no sólo no la niega, sino que la afirma el propio Maritain.

    Â¿Dónde quedarían si no todos los aspectos de la vida moral en los que el hombre aparece en relación con la sociedad? ¿Qué se haría, por ejemplo, del patriotismo? ¿Sería sólo propio del hombre, considerado como individuo, como «fragmento de la especie», el cumplir los deberes cívicos, los deberes patrios, mientras que la persona, como tal, nada tendría que ver con ellos? Claro está que nuestro autor no puede ser entendido de esta manera.

    El patriotismo, lo mismo que la justicia social, son excelsas virtudes, en las que se ejercita la ordenación del hombre a la sociedad como persona, «per abundatiam», en virtud de su misma excelsitud y nobleza.

    Sería, pues, un error, a mi juicio, el querer incluir todo aquello que ordena al hombre a la sociedad, bajo el título de la individualidad y considerar bajo el de la personalidad todo lo que sea incomunicable y ajeno a la vida social. Otra cosa es —y esto lo considero enteramente aceptable— el colocar, bajo el concepto de individuo, todos los aspectos en virtud de los cuales la vida humana está ordenada a la sociedad como parte e incluir en el de persona aquellos otros aspectos en los que el hombre, todo ontológico ordenado directamente a Dios, está también ordenado intermediariamente a la sociedad, libremente, racionalmente, moralmente.

    Yo creo que este es el pensamiento de Maritain y el verdadero significado de su distinción individuo-persona.

    Lo que verdaderamente corona toda esta teoría es, precisamente, la afirmación fundamental de que individuo y persona no son dos seres distintos. «No existe en mí una realidad que se llama mi individuo y otra que se dice mi persona, sino que es un mismo ser, el cual, en un sentido es individuo y en otro es persona. Todo yo soy individuo en razón de lo que poseo por la materia, y todo entero, persona, por lo que me viene del espíritu»[14].

    Por tanto, no sólo el individuo, sino todo el hombre con todo su ser y con todas sus facultades, pertenece a la sociedad, pero no en virtud de todas las cosas que hay en él.

    El hombre no está ordenado a la sociedad política en su totalidad y en todas sus características. La razón por la que el hombre es parte de la sociedad es su individualidad.

    La razón por la que el hombre es un todo subsistente y sólo como todo puede ser tratado por la sociedad es su personalidad.

    Pero, a partir de este punto, una vez que entramos en el dominio de la personalidad, una nueva relación se establece entre el hombre y la sociedad, en la que tienen plena cabida las virtudes morales y el heroísmo y la santidad. La santidad, digo y no creo que exagere nada.

    Y este punto preciso, en el que termina este librito, es el que me hubiera gustado elegir para comenzarlo.

 

 

[Notas]

 

[14] Persona y Bien Común, pág. 46.

 

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